Empecé a colaborar en Distintas Latitudes por invitación de una integrante del Consejo Editorial. Nos hicimos lectoras recíprocas de nuestros blogs, donde firmamos con pseudónimo y donde vertemos las entrañas (cada una en su respectivo blog, por supuesto). A los meses, al paso de los textos viscerales, políticos e intimistas, recibí un correo en el que me invitaba a considerar participar en la revista. Ahí supimos nuestros nombres reales y ahí establecimos un intercambio tan personal como profesional, con empatía y respeto.
De principio eso me resultó bastante atractivo, es decir, aventurarnos a transgredir el personaje que cada una ha construido bajo un nombre ficticio (ese avatar que desnuda y oculta; a veces radical, decadente y anti todo) para trabajar con cierta seriedad y un tanto de compromiso en un espacio que –al margen de sus objetivos editoriales– es proyecto entrañable de sus creadores.
Justo me encontraba saliendo de algunos desencantos periodísticos en los que me di encontronazos con la podredumbre que impera en muchos medios: holgazanería y cinismo en quienes pensé debían ser el eslabón informativo entre la verdad y la sociedad; censura y acoso para aquel que no se alineara; aplausos para el funcionario; mutismo para el de por sí olvidado; subestimación y menosprecio hacia el lector; cero investigación y aún menos responsabilidad. Quizá lo mío fue ingenuidad: tenía la mirada fija en la función social del periodismo (y al final salí sobrando por negarme a la máxima de “el que no transa no avanza”).
En ese contexto conocí esta revista y pronto me sedujo. Claro, si comparo cualquier cosa con aquella amarga experiencia seguramente concluiré que nada puede ser tan malo, y por eso debo precisar que mi atracción tuvo fundamentos racionales, no afectivos (quedaba poco de esa resaca profesional). Al adentrarme a la lectura fui dilucidando sus virtudes, esas particularidades con las que sentí reafirmar la identidad, recuperarme, reencontrar la vocación. Me interesaron la inclusión de naciones, el tratamiento de los temas (argumentados, documentados, propositivos, muchas veces reveladores), la diversidad de plumas-teclas. A través de los textos leí (y leo) las piezas de un rompecabezas que se llama América Latina, con voces variadas y lejanas que describen situaciones inquietantemente familiares.
Mi decepción anterior se centraba en la utilización perversa de un espacio informativo, no así en el periodismo ni sus géneros. Quise entonces agregar a esa narrativa continental –fragmentada en un mosaico de autores– la perspectiva fronteriza del lado mexicano, asumir este pedazo de suelo no sólo desde sus rasgos identitarios sino, además, como la esquina última latinoamericana; abrir con ello una ventana para que otros ojos pudieran asomarse a este entorno y entrever cómo se construye la vida (social, urbana, económica, política) junto al muro.
En parte también (recurriendo a los expertos y a algunos personajes que habitan este lindero) me propuse desmitificar Tijuana, si es que eso fuera posible. Y desmitificar no se trata necesariamente de negar el mito, ni confirmarlo. Acaso levantar un poco el velo de incertidumbre que existe en torno a esta ciudad heterogénea y por momentos contradictoria: hiperreal y surrealista, bella y horrorosa (que si aquí es un gran congal, que si la ciudad nunca duerme, que si hallas de todo, que si corres peligro, que si todos aspiramos a cruzar, que si no es parte de México…). Lo intento. Y tal vez no lo logre y tal vez no se pueda, como tal vez ninguno pueda –ningún autor de ninguna nación– ante la vastedad de nuestras realidades (en plural, pues nos rodean verdades propias y ajenas).
Como muchos en el periodismo, poseo identidades múltiples (después del infortunio reporteril llegaron propuestas interesantes y me convertí en freelancer, con los claroscuros que ello implica) y una de las que más disfruto es la de esta revista, en parte (sí) porque es el antónimo de lo que hube conocido, en parte (también) por esa cosa personal/profesional que me revivió, pero especialmente porque permite ser el puente entre escenarios distantes mas no excluyentes. No sé, como que hay algo de fraternidad en esto (lo expreso sin cursilerías), en asumirnos los latinoamericanos parte de un todo, en abandonar –por momentos, por lecturas– lo hiperlocal y voltear a ver nuestras igualdades (como sociedad y como gobierno). Esa visión me resulta trascendente. Y por eso he adoptado a la revista como propia (ahí disculpe Consejo Editorial no haberle pedido consentimiento, así son los idilios). La motivación es simple: sumar al discurso distintalatitudense algo de lo que acá se vive, aprender en el camino de aquís y de allás, comunicar. Porque de eso se trata, ¿no? El propósito de quien escribe y publica es eso: ser leído, pero en su contenido, no como protagonista, considero; salvo estas excepciones (o excepto estas salvedades) en que el asunto es la particular vivencia.
La frase “por amor al arte” la uso para explicar porqué puedo entregarme a este proyecto pese a que no se trate de un empleo (y pese a que sí tengo otros empleos que requieren igualmente de mi entrega), y la digo a quienes no comprenden por qué nadie haría nada sin recibir dinero a cambio, los mismos que preguntan ¿marchar, para qué?, o ¿por qué negarse a un soborno?, o ¿qué caso tiene luchar por cualquier causa? Bueno, pues, no es “por amor al arte” exactamente, es por tratar de aportar al mundo en lugar de empobrecerlo. Mucho tiene de eso Distintas Latitudes, porque su naturaleza es de análisis y eso sin duda camina hacia el intercambio de ideas, al diálogo y a la democratización del debate. Es lo que percibo y es lo que me convence.
Este es, me parece, uno de los textos más profundos y bellos que he leído en la revista. Una declaración de principios y una explicación clara de lo que debería ser el periodismo. Muchas felicidades, Melina.