Martillar en Venezuela, dar un chorizo en Costa Rica, o una coima en Argentina: romper la mano en Perú y colaborar en Colombia; dar mordida en México o moje en Honduras. Así sobornamos para apresurar el trámite, evadir la infracción o acceder al servicio que de otra forma llegaría tarde o parco. Por ahí está la base de la corrupción. Y esta corrupción sube la pirámide del poder hasta niveles perversos: tráfico de influencias, licitaciones amañadas, peculados, partidas secretas, lavado de dinero, destrucción sistemática de ecosistemas para mimar a una transnacional caprichosa, fraudes financieros argumentados como libres mercados, gobiernos depredadores… las clases políticas convierten las riquezas de los países en patrimonios de familias distinguidas y burócratas que hacen posible la apropiación, desviación, ocultamiento, explotación ilícita; la corrupción devasta selvas, personas, contratos sociales, posibilidades de desarrollo. También atiza la creatividad y se expende en poemas, películas, canciones: sabiduría popular sobre el cinismo, la simulación o la injusticia.
Mientras las oficinas de transparencia operan como candorosas extensiones de la impunidad, las canciones de América Latina denuncian o ironizan sobre la transa, el trapicheo, el tramafaz, las aceitadas: revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos.