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La violencia social que azota a los países de Centroamérica es un mal rampante, su impacto es diabólico, de trascendencia poliforme y de implicaciones quiméricas. Es, sin duda, el problema más preocupante -después de la economía- para la mayoría de la población, y que no tiene atisbos de disminuir o de ser solucionado por las autoridades. Con el presente texto no vamos a solucionar el asunto, ni siquiera a generar insumos de política anti-crimen o elementos básicos para comprender el problema de las instituciones. Humildemente, trataremos de explorar el asunto de la institucionalidad en perspectiva de lo que, a nuestro juicio y el de otros autores más iniciados en el tema, constituye la línea explicativa del actual problema de falta de institucionalidad en Centroamérica, lo cual, en nuestros ojos, ha sido el mayor detonante para el enorme problema de la violencia social que carcome las realidades centroamericanas. La violencia social que ha pasado a ser una institución de nuestros pueblos.

 

Virtualmente no existe, a la fecha, un estudio que contradiga ésta situación. De hecho, cada investigación al respecto destaca los efectos negativos de la violencia social como un fenómeno que merma las capacidades económico-productivas y de desarrollo social y humano para los países de Centroamérica. Sobre esto, hay un abanico bastante amplio de posturas, desde aquellas que analizan el tema a partir de una perspectiva de desarrollo humano (PNUD, 2009) hasta las que lo entienden desde una lógica “costo-beneficio” (BM, 2011) y, claro, los informes que conciben a la muerte y a la degradación moral en una sociedad como asuntos relevantes -siempre y cuando- se lean en términos de “pérdida de la competitividad” (WEF, 2010)

 

Lo grave del asunto no es para menos y, en gran parte, el problema está actualmente fuera del control de las autoridades. Ante la situación que explota por toda Centroamérica, son los países más cercanos a México y EUA los que más sufren el embate de la delincuencia organizada y de la falta de seguridad ciudadana (Guatemala, El Salvador y Honduras, esto es, el triángulo norte). Es una situación compleja y problemática para la ya de por sí compleja y problemática situación de subdesarrollo y miseria que arremete a la población de los países del istmo. Por otro lado, y estrechamente vinculado con lo anterior, dicha situación representa un obstáculo para el futuro crecimiento y desarrollo, así mismo, un freno para la inversión extranjera directa y, aparentemente, lo es también para la inversión privada local. Es por lo anterior, más que todo, que los grupos empresariales, y los intelectuales tradicionalmente afiliados a dichos grupos, son los que más exigen de los Gobiernos de turno una solución contundente al problema de la delincuencia. Un caso ejemplar de lo anterior lo constituye El Salvador, durante el reciente publicado informe de la empresa privada (ENADE, 2011), en el que se aboga por una “institucionalidad para el desarrollo”. Si bien dicha exhortación es loable, el concepto de “institucionalidad”[1], obviamente ligado al buen funcionamiento de las instituciones, es a veces usado de formas maliciosas y populistas para esconder las causas reales del colapso institucional de las naciones subdesarrolladas.

 

De manera particular, en los artículos de opinión al respecto del tema se deja de lado el rol que han jugado los círculos de poder -económicos y políticos- en los últimos veinte años de política “seudo” neoliberal, y su rol histórico en la configuración de las llamadas “democracias” latinoamericanas y la consiguiente instauración de la institucionalidad y gobernabilidad. Por ejemplo, muchos de los autodenominados “intelectuales”, que suelen escribir en los principales periódicos de derecha en El Salvador, suelen atribuir la falta de democracia a un misterioso villano que no tiene nombre ni cuerpo, o bien a los políticos oportunistas, al pueblo ignorante o, en el peor de los casos, al propio comunismo. Llenan columnas enteras con frases de indignación, de repudio y de varios llamamientos al orden democrático y a la construcción de un “proyecto nacional”. (Véase Galindo, 2011)  Es claro que todo esto sigue siendo loable, pero se sigue sin ir muy profundo en los análisis y no termina de ser una resma de buenas intenciones plagadas de matices “progresistas” (sin serlo obviamente).

 

Cuando los generadores de opinión claman por el fortalecimiento de la institucionalidad, por lo general no examinan el rol de las oligarquías respecto de la gobernabilidad centroamericana en términos de su trayectoria histórica de subdesarrollo. Ello es lamentable, pues se omite una parte muy importante acerca del problema de la violencia asociada a la causa directa de la “falta de institucionalidad”, no porque el estudio de los “bloques hegemónicos” sea un tema no estudiado (Véase sobretodo Paniagua, 2002 o bien Segovia, 2005), sino porque la evolución de dichos bloques y su lucha por el poder (y de la hegemonía) tiene importantes implicaciones para la institucionalidad de un país y de una región. Y bien, uno podría preguntarse, ¿porqué habrían de hacer un examen de conciencia que les obligara a examinarse a sí mismos si finalmente, a sus ojos, la culpa siempre la tiene el pueblo? Pero, dada nuestra inclinación de ver siempre desde el pueblo y no en contra de éste, vamos a analizar a continuación la relación entre la configuración del poder económico y político en relación con la configuración de la actual falta de orden institucional imperante en Centroamérica.

 

Comenzaremos diciendo que, durante gran parte de su historia -bien podríamos decir que desde la colonia- los pueblos centroamericanos han estado sujetos a la más abyecta forma de pobreza y exclusión social. Los grupos dominantes -las oligarquías nacionales y extranjeras- no han más que absorbido los recursos del Estado para hacer un uso “faccioso” a sus intereses[2], privando del necesario aspecto distributivo del crecimiento para lograr sostenibilidad y modernidad (Rivera, 2010). Ello debe interpretarse a la luz de lo que North et al (2009) ha denominado “coalición dominante”[3]. Los setenta y ochenta expresaron el fracaso de la estrategia de la coalición agroexportadora industrial por convertirse en una fuerza de crecimiento dirigida hacia el mercado externo. Consistió principalmente en el agotamiento del paradigma fordista y la crisis de la década de los 70´s, cuyo impacto mermó la estrategia de “desarrollo hacia fuera” de la región al no poder insertarse en el segundo desarrollo tardío del capitalismo (Segovia, 2002) y (Velásquez, 2011), como si fue el caso de los países del llamado “milagro asiático” (Rivera, 2009; p. 65). Durante ésta década en El Salvador, el brutal consumo de rentas y recursos estratégicos, con extremos grados de exclusión, convirtió a los oligarcas en víctimas de su propia ambición, al expandir su aberrante conflicto interno en una escalada de violencia que, por medios coercitivos -esto es, usando la ventaja comparativa del Estado en el uso de la violencia (North, 1993)-, buscó refrenar las demandas sociales por una mayor distribución y acceso del beneficio social. (Lungo, 1989 y Dalton, 2010) Lo que, finalmente, degeneró en la forma más extrema del Estado predatorio visualizado por North (1993 y 2009) al blindar los privilegios de la clase capitalista dentro de una capa protectora de represión, violencia y asesinato; lo cual eventualmente degeneró en la guerra civil salvadoreña de 1980-1991 (Menjívar, 2007).

 

El cambio de estrategia, de la Industrialización por Sustitución de Importaciones al mercado globalizado, significó una nueva oportunidad para el desarrollo, sin embargo, el problema de fondo siguió siendo la falta de pactos oligárquicos y la propia falta de visión de largo plazo de estos oligarcas, lo cuál se expresó en la configuración del poder en la coalición siguiente. La nueva coalición sufrió una fragmentación extrema, sacrificando varios elementos de la oligarquía tradicional como la agroexportadora y la industrial, abandonándolas a su suerte (empresarios y trabajadores) en beneficio del nuevo bloque hegemónico empresarial que se había reubicado en el comercio, servicios y finanzas vinculados al mercado externo. En el caso de El Salvador, como lo evidencia (Paniagua, 2002) si bien algunos miembros de las elites lograron emigrar y reposicionar sus intereses en varios puntos de la nueva hegemonía -desde la conducción del Ejecutivo- usaron dicho poder para continuar con sus usos facciosos y robarle a la joven democracia de la poca dignidad obtenida durante las conquistas sociales de la ISI. Así mismo, ante la inminente invasión de los inversionistas institucionales extranjeros, con su masivo aporte de capital y sus perturbantes exigencias de transparencia y apertura, los oligarcas centroamericanos que sobrevivieron el colapso de la coalición anterior se hicieron, rápidamente, de los bienes del Estado en una descomunal apropiación de activos y una mayor concentración del ingreso bajo la forma de privatizaciones de activos estratégicos. En este sentido, poco a poco, la deslegitimación de los usos formales trastocaron el proceso institucional mismo, la democracia se volvió una palabra hueca y vacía, carente de sentido y valor. Así quedó plasmado que la ley no tiene vigencia y sólo es un medio para favorecer los intereses de unos pocos y las distintas coaliciones comenzaron a luchar por defender sus propios intereses, al margen de cualquier viso de un plan de nación o estrategia nacional real; poco a poco Centroamérica fue dejada a la deriva, subsumida al inclemente desarrollo de la globalización, y su población abandonada a su suerte.

 

Aunado con el fracaso de la configuración de una estrategia exitosa de inserción a la globalización, la falta de reparto del beneficio social, que bien podríamos llamar en palabras de Rivera (2009) una obstaculización de los elementos esenciales de la “movilización social para el desarrollo” (ibídem 2010) y el progreso, generó un ambiente de pobreza y polarización económica y política como nunca se había experimentado en Centroamérica. Lo anterior fue causado fundamentalmente por la aplicación ciega de las recomendaciones de política neoliberal que, sin ser impuestas por los multilaterales, entraron con buenos ojos y sin oposición de la coalición dominante, dado que beneficiaba sus intereses particulares, pero que se expandieron en un ambiente falto de oportunidades y alternativas para el resto de la población.

 

Finalmente, ¿en qué nos incumbe todo esto? Bueno, a los salvadoreños y centroamericanos, para quienes, sin duda, el tema de la institucionalidad es clave para empezar a hablar seriamente de desarrollo –y del desarrollo que a todos nos incumbe, es decir, el desarrollo económico. Más que cualquier tema sobre la mesa, el tema de la falta de seguridad o buena gobernabilidad es causa de pérdida sistemática de competitividad, y ello conduce a una pérdida de capacidad de competir por la Inversión Extranjera Directa; peor aún, la falta de una estrategia inclusiva de desarrollo es causa de rezago en una globalización que se construye sobre el llamado “capitalismo del conocimiento”. Pero, a diferencia de lo que se podría pensar, la construcción de una estrategia de desarrollo nacional –o plan de nación– no es simplemente la reunión de un grupo de “sesudos” que terminan por escupir un brillante documento de cifras y recomendaciones de política. ¡No! Una estrategia requiere del concurso y consenso de la coalición dominante, del reconocimiento de los “sectores ganadores” del país y de la inclusión total de la población en dicha estrategia; asimismo, pasa por la recuperación de la labor del Estado como entidad clave de la unificación de las fuerzas políticas y económicas en pos de la estrategia, y de la definición política de los intelectuales por cohesionar teóricamente a los grupos de interés.

 

Sin la cohesión previa de las fuerzas políticas y económicas, un plan de concertación o un pacto social estarán destinados al fracaso, o bien, a resultados mediocres; para el caso, consideremos brevemente el polémico pacto fiscal que se negocia en El Salvador en la actualidad. Es obvio que para poner en marcha un plan estratégico de desarrollo y transformación productiva (digamos, pasar de una sociedad de consumo a una de producción) requiere de cuantiosos recursos administrados en administración del Estado, pero, obviamente, los recursos que el Estado pueda conseguir dependen de su sanidad fiscal. Es por lo anterior que la reforma fiscal de El Salvador es tan apremiante, el pacto requiere que los que tienen más (los empresarios) paguen más. Pero, claramente, esto es “inaudito” para los sectores empresariales salvadoreños (como lo fue para el sector empresarial guatemalteco en su tiempo de reforma); y si bien son varias las excusas para una actitud tan poco patriótica, hay una que se esgrime con mayor regularidad: no pagan más impuestos pues no confían en la capacidad administrativa del Estado. Y de alguna forma, tienen razón. ¿Cómo confiar en un Estado que ha sido objeto de tantos tratos sucios, de tantos usos facciosos, tantas coaliciones inestables que hoy, indudablemente, le han hecho perder legitimidad hasta para los autores de dicha desventura? La razón está, invariablemente, ligada a la culpa y a la complicidad, porque, ¿quién más que el sector oligárquico salvadoreño para desarticular sistemáticamente las capacidades administrativas y fiscalizadoras del Estado salvadoreño? Digamos pues, para ser “justos”, que no hay engaño en los argumentos que se esgrimen desde las cúpulas empresariales, pero sí un grado alarmante de complicidad, descaro y cinismo.

 

Finalmente, y volviendo al punto de partida -esto es, la institucionalidad- podemos ver, después de tanta palabrería, que la actual descomposición de la coalición dominante y su incapacidad de estructurar una estrategia exitosa de frente a la globalización ha, literalmente, degenerado –entendida en analogía simple– la supuesta democracia en un proceso predatorio de inmunodeficiencia institucional, que ha corroído las entrañas de la propia gobernabilidad de El Salvador y  Centroamérica, y ha dejado los territorios bastante vulnerables al ataque de las “infecciones oportunistas”, tales como el crimen común y organizado, las “maras”, los “zetas” y las propias coaliciones de poder político-económico del narcotráfico en Centroamérica y México. Claramente, diríamos que es responsabilidad de la clase dominante reconstruir el tejido institucional, ello no en razón de un rol “superior” o “progresista” en la sociedad, sino simplemente porque la configuración institucional que hoy día gobierna los Estados centroamericanos ha sido obra, casi exclusiva, de las coaliciones que se han valido históricamente del uso monopólico del Estado para generar su poder y fortuna.

 

No voy a valorar este último punto -el del uso del poder formal como correa de transmisión del interés económico- basta reconocer que éste es un proceso claro y objetivo del sistema capitalista, dentro del cuál, se resuelven las dinámicas internas que relacionan a la elite con el Estado, y que así mismo, determina la forma en que éste último interactúa con la sociedad. (Véase al respecto North et al, 2009; p. 13 y 17) No digamos, muy cándidamente, que todo es cuestión de esperar que tanto gobernantes como empresarios, se “pongan de acuerdo” en salvar a Centroamérica, sino más bien y para no caer en un discurso retórico, digamos que en la medida que se construye una cohesión generalizada –esto es, política, ideológica, económica, etc.– alrededor de un proyecto histórico y con un afán desarrollista, se puede esperar, obviamente, el ansiado desarrollo. Dada la repartición de poder real en el capitalismo de los países subdesarrollados y las fuentes fundamentales de la riqueza en éste, por tanto, es claro que depende de la coalición dominante construir una institucionalidad fuerte y efectiva, así como también una visión de largo plazo para Centroamérica.

 

Entendido lo anterior, es necesario concluir unas serie de puntos: en primer lugar, hay que dirigirse adecuadamente si se va a hablar de institucionalidad,¿ para que no perdamos de vista las distintas aristas del tema que ya es complejo sin que se entremezcle con la banalidad del uso de la palabra para fines proselitistas y que tanto se esgrime sin conocimiento claro del concepto y sus implicaciones o vinculaciones. Asimismo, no debe confundirse la necesidad de fundar “buena institucionalidad” para el desarrollo con el interés de las coaliciones dominantes extranjeras en construir “buen gobierno corporativo”, con el único objeto de beneficiar su inserción estratégica en la economía nacional. Así, la violencia, en principio entendida como proceso de descomposición social y debilitamiento del tejido institucional, es una expresión en alguna medida de la crisis de gobernabilidad causada por las fragmentación de la coalición dominante centroamericana en su lógica retrógrada de acaparamiento de los beneficios del Estado, y su evidente fracaso en la construcción de una estrategia de desarrollo dirigida a la globalización. Y finalmente, para que, cuando los empresarios aboguen ante los gobiernos “más y mejor” institucionalidad, no olviden que la labor es compartida y, por mucho, tienen los primeros una responsabilidad enorme y apremiante, estructuralmente impuesta sobre sus acciones pasadas.

 

 

Bibliografía

 

  • Asociación Nacional para la Empresa Privada (ANEP) (2011) “XI Encuentro Nacional de la Empresa Privada (ENADE): Institucionalidad para el Desarrollo”. ANEP, San Salvador, El Salvador.
  • Banco Mundial “Crimen y Violencia en Centroamérica: un desafío para el Desarrollo” (2011) Woodrow Wilson Center y Banco Mundial, Washington EUA.
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[1] Si bien existe un amplio debate al respecto del concepto de instituciones entre las principales escuelas que estudian el tema (por ejemplo Hodgson, 2006 y North, 1971 y 1991), para los usos que nos atañen parafrasearemos el concepto de “institución formal” como el conjunto de reglas y estamentos que norman en la sociedad y que tienen una vinculación legal, asimismo, las de carácter “informal” las constituyen los usos y costumbres.

[2] Lo que se debe entender por “uso faccioso”, en general, queda al arbitrio del lector, aquí será el que define el diccionario de la lengua española por un uso de un grupo exclusivo y perteneciente a una facción; para el caso, las élites hacen un uso monopólico del Estado y sus recursos.

[3] Según North et al (2009; p. 13, 17 y 18) la lógica de la coalición dominante entra en íntima relación con el de “Estado depredador” (cuyo concepto es muy amplio para desarrollarlo aquí) y, por el momento, basta mencionar que la coalición dominante es el resultado de la alineación de los intereses de las élites económicas, que tradicionalmente han blandido el poder económico, con el poder político y los recursos del Estado para potenciar así su riqueza en condiciones de privilegios.

 

José Ernesto Montoya

Economista salvadoreño, José estudia actualmente en la Universidad Nacional Autónoma de México.

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