I.
Pocas cosas tan evidentes como la certeza de haber nacido en cierta porción de tierra, cobijado por la pertenencia a una comunidad determinada; esto es, la certeza de ser un nativo, un indígena, de ser un auténtico hijo de la tierra. [1] Cuando, digamos, el Estado en México decide expropiar hectáreas de tierra ejidal de cierto municipio del sureste para la creación de una nueva reserva ecológica, una presa o una carretera y los nativos de la zona se oponen, podemos dudar de la legitimidad de los acuerdos entre la empresa constructora y el gobierno, de los efectos últimos sobre el bienestar de la comunidad local, pero pocas veces si no es que ninguna nos detendremos a pensar sobre quiénes exactamente son aquellos que en entrevista con periódicos nacionales o en declaraciones de organizaciones civiles en busca de apoyo de eso que difusamente conocemos como la sociedad civil, se dicen miembros de una comunidad indígena particular o que al menos dicen representar sus intereses; de qué forma lo hacen y con qué estrategias e intereses. Por el contrario, se da por hecho que los individuos y grupos que se identifican a sí mismos como indígenas –no sólo entre sí, sino, más importante, para los públicos que están lejos de la inmediatez del conflicto– lo son y todavía más, lo han sido así siempre, por siglos y siglos, hasta la violenta irrupción del Estado o de otros actores que amenazan su modo tradicional de vida.
De esta forma, por lo regular no se presta atención a la forma en que la identidad indígena puede articularse de manera más o menos voluntaria y táctica, aunque nunca, ciertamente, de manera impávidamente instrumental, como veremos más adelante, sino como un método de resistencia en una situación de conflicto entre un actor externo y un grupo de pobladores asentados en un territorio determinado.
El argumento no es en modo alguno inédito. Partha Chatterjee, por ejemplo, ha escrito, en referencia a los asentamientos irregulares de Calcuta, sobre la forma en que se ejercita lo que él llama la “política de los gobernados”: esto es, el recubrimiento moral que se la otorga a un grupo empírico de pobladores en la forma y atributos de una comunidad, no sólo para constituirse como un sujeto distintivo de políticas públicas frente al Estado, sino, más importante, para arrogarse derechos y prerrogativas que incluso –o quizás por esto mismo– están por fuera de las fronteras de la legalidad estatal. [2] Por su parte, Peter Geschiere y Tania Murray Li [3], entre otros, han escrito también sobre el resurgimiento de lo autóctono o la pertenencia como una forma de hacer frente a procesos de degradación material y social en comunidades nativas de distintas partes del mundo, desde Camerún, hasta Indonesia, pasando por Francia, especialmente en el marco de Estados que sistemáticamente han abandonado funciones públicas como la seguridad social y otros servicios que servirían para aminorar los impactos de niveles de ingreso deteriorados, densos movimientos migratorios y poblacionales y nuevas corrientes de violencia que afectan la estructura del orden local.
Así, el asunto de la identidad indígena no puede entenderse como una instancia de los conflictos clásicos entre ciudadanos y Estado, es decir, entre la esfera privada y la esfera pública, separadas por una línea clara y estable. Al contrario, muchos de los conflictos entre comunidades nativas y el Estado se fundan en la precaria e informe configuración de los derechos de propiedad privada sobre la tierra (y los recursos dentro y sobre ella) a lo largo del territorio nacional, y la consecuente ambigüedad sobre el lugar preciso de quiénes y de qué manera los individuos son ciudadanos. [4]
La agudeza y heterogeneidad de los conflictos entre el Estado y estas comunidades surgen entonces de la confrontación entre dos lógicas de lo público que si no son exactamente opuestas entre sí, ciertamente conviven en una relación de permanente tensión: por un lado, la lógica de la nación que dice representar al conjunto de los ciudadanos, el interés público o nacional y, por el otro, la lógica de la comunidad, que se funda en el hecho básico de que aquellos que han nacido de la tierra merecen privilegios sobre los usos y abusos a los que ésta se somete, incluso, o quizás especialmente, si esto significa excluir al resto de la comunidad nacional. La diferencia no es (o al menos no únicamente) de dimensiones; la lógica del Estado depende de la autoridad legal y la representación de la nación, mientras que la lógica de la comunidad apela a la noción más elemental pero no por eso menos poderosa de lo autóctono.
II.
Más específicamente, la fuerza del discurso y las prácticas de identidad indígena proviene de esta manera del desplazamiento del conflicto con el Estado y los otros actores de la esfera del derecho y la legalidad a la de la soberanía y, más específicamente, de la autoridad política. [5] Así, el despliegue y potencia del discurso de la identidad indígena depende de su capacidad de plantear demandas que son capaces, por su autoridad moral y política, de someter o al menos anular en casos y momentos específicos, la supuesta validez universal de los derechos y el orden jurídico que pretenden regular la vida de todos los ciudadanos en un territorio. El éxito de las demandas paralegales de las comunidades nativas depende por completo de la habilidad particular de un grupo de movilizar el apoyo e influencia de otros actores fuera de la comunidad misma para implementar la acción (u omisión) de la acción gubernamental en su caso en particular. Esto no significa en modo alguno que las categorías de ordinarias de legalidad y derechos pierdan todo valor y sentido, sino que, por el contrario, se encadenan y yuxtaponen con nociones de autoridad comunitaria que las revitalizan y aprovechan. El derecho a una vivienda digna, protegido por el orden legal nacional, por ejemplo, puede ser utilizado para movilizar la oposición a la construcción de un nuevo puente o asentamiento militar promovido desde las agencias de desarrollo estatales.
Dicho lo anterior, conviene hacer una serie de anotaciones para ubicar la dimensión de la identidad indígena como recursos de resistencia. En primer lugar, es importante destacar que el tipo de demandas y logros que se consiguen por medio del despliegue de la lógica de la comunidad son necesariamente temporales y contingentes. Se trata, como cualquier otra forma de resistencia, de un equilibrio precario y en constante riesgo de desvanecerse; y no, por el contrario, de un mejoramiento definitivo y sostenido de sus condiciones de vida. [6] En últimas, el proceso de resistencia opera con una lógica casi contraria a la de la fábula de la sociedad civil y una comunidad política democrática. Los individuos y grupos que movilizan la identidad indígena, como otros grupos lejos del centro, tienen necesariamente que renegar de la pesada convicción de los que los beneficios públicos son de hecho generales y universales; de que hay, para decirlo de una vez, una comunidad efectiva entre los gobernados que los distingue de los gobernantes, y no, como sucede con mayor frecuencia, la prevalencia divisiones de clase, rango y género entre los mismos gobernados. La condición del éxito de esta táctica depende así de desplegar acciones de presión específicas sobre sectores y dependencias particulares del Estado para obtener estos beneficios diferenciados y discretos.
En segundo lugar, hay que mantener en cuenta que la lógica de la identidad indígena se define precisamente por su tortuosa lucha para ponerse de acuerdo con la historia, que siempre pone en duda la aparente evidencia de la pertenencia a una comunidad indígena, y, todavía más, la gran incertidumbre que crea sobre la condición autóctona falsa y auténtica, que deriva a su vez en la obsesión por purificar y desenmascarar a los traidores al interior del grupo. [7] Con frecuencia, el conflicto suscitado sobre la expropiación de tierras o el aprovechamiento de recursos naturales localizados en el territorio de una comunidad, en el marco de proyectos de desarrollo regional o económico, desencadenan violentas luchas por la definición de quién pertenece legítimamente al grupo, y quien tiene prioridad sobre los privilegios materiales o políticas, usualmente provenientes de circuitos nacionales, regionales o globales, de pertenecer a dicha comunidad. A su vez, esta lucha implica la posibilidad de liderazgos políticos al interior del grupo que no hagan sino reforzar las inequidades y privilegios dentro de la comunidad. [8]
Finalmente, importa anotar que la posibilidad misma de un grupo poblacional de definirse como una comunidad indígena y desplegar algunas de las estrategias de resistencia mencionadas, no depende en modo alguno de la auténtica integridad o castidad de su modo de vida, tradicional o no. Por el contrario, el éxito de un grupo de individuos para constituirse como una comunidad frente al resto de los actores involucrados directa o indirectamente en el conflicto depende de condiciones materiales y discursivas que no son accesibles en igual medida para todos. Por mencionar algunos ejemplos, la probabilidad de un grupo de definirse como comunidad depende de la existencia de un liderazgo político medianamente unificado y estable (sea este legítimo o no), la capacidad de presentar una identidad cultural distintiva y reconocible para actores fuera de la comunidad, el interés de ciertos grupos o organizaciones civiles de apoyar a una comunidad particular en los medios o en el debate público, así como la posibilidad de documentar y demostrar la historia de un grupo que sea inteligible para públicos exteriores. [9]
BIBLIOGRAFÍA
[1] Para una primera aproximación al debate sobre la pertenencia y la importancia de lo autóctono en la definición de comunidades políticas en la Antiguedad pero también en nuestros tiempos, puede empezarse con el espléndido libro de Marcel Detienne: Cómo ser autóctono: del puro ateniense al francés de raigambre, México, FCE, 2005. [2] Véase Partha Chatterjee, The Politics of the Governed: Reflections on Popular Poltiics in Most of the World, New York, Columbia University Press, 2004. [3] Peter Geschiere, The Perils of Belonging: Autochtony, Citizenship, and Exclusion in Africa and Europe, Chicago, Chicago University Press, y Tania Murray Li, “Articulating Indigenous Identity in Indonesia: Resource Politics and the Tribal Slot”, Comparative Studies in Society and History, v. 42, núm. 1, 2000, pp.149-179. [4] Claudio Lomnitz, “Modes of Citizenship in Mexico”, Public Culture, v. 11, núm. 1, 1999. [5] Chaterjee, op. cit, p. 60. [6] Loc. cit. [7] Geschiere, op. cit., pp. 12-13. [8] Ibid. p. 27. [9] Murray Li, op. cit, p. 169.
Hector, gran texto.
Quiero discutir un poco las diferencias que propones respecto a lo público y creo que hay una ligera contradicción: si la construcción del espacio público de los indígenas, de los nativos, aboca a la formación de lo autóctono, entonces deja de ser público.
Por otro lado, el hecho de que el Estado haga uso discrecional de recursos naturales o de espacios geográficos que pertenecen a la nación (y entonces, en principio, son públicos), no significa que los individuos, la sociedad en general ni ninguna comunidad pueda disfrutar, aprovechar, no digamos obtener beneficios de ese “espacio público”. Y entonces deja de ser público porque el Estado también puede restringirlo, en términos económicos por ejemplo, a empresas paraestatales y excluir así cualquier opción comunitaria o cooperativista de producción.
Ahora, si la identidad indígena se construye como un elemento de resistencia y combatividad frente a actores estatales o privados, creo que estaríamos dejando de lado algo mucho más antropológico: la identidad se construye, también, por narrativas comunes, por relatos colectivos que pueden ser milenarios y trascender todo tipo de barrera ideológica o práctica que el Estado o el capital puedan imponer. Sí, la identidad se convierte, después, en un mecanismo importante de resistencia, ¿pero qué hay de la identidad que sólo busca un justo lugar en las manifestaciones culturales, por ejemplo? Es una identidad que no necesariamente trasgrede los designios y las estructuras del Estado o del sistema económico, aunque ahí sí concedo (y cuando sucede lo critico mucho), que el Estado y ese sistema son capaces de absorber y aprovechar para sí las manifestaciones –culturales o no– de la identidad indígena, por lo que se vuelve importantísimo que se torne en una herramienta más de combate y resistencia.
Excelentes puntos los tuyos para iniciar una gran discusión. ¡Te felicito y agradezco!
Querido Diego:
Primero que nada, gracias por la atención y el cuidado del comentario. Yo soy nuevo en estos debates, pero sé que tu tienes de largo tiempo interés en ellos y por eso mismo agradezco tu lectura. Acá va mi respuesta:
1. En efecto, parece haber una contradicción entre “lo público” estatal y autóctono. Pero diré que esta contradicción es eso: estrictamente aparente, aunque ciertamente impulsada por muy distintas razones. Por su parte, el discurso y práctica estatal busca formular un idioma de derechos y orden legal que nos incluye, en teoría, a todos (los que pertenecemos a la comunidad nacional, se entiende). Por ejemplo, las expropiaciones patrimoniales o el uso de la violencia por parte de la policía se hace, en teoría, a nombre de todos los ciudadanos. Para darnos cuenta de la ambivalencia en la pretensión del Estado de representarnos a todos basta con preguntarnos si verdaderamente el Estado representa a cada uno de sus ciudadanos, si lo hace además de igual manera o, al menos, de forma equitativa. No parece que sea así. Empíricamente, entonces, es claro que el idioma de la comunidad indígena no nos representa a todos, pero lo importante es que esta misma contradicción sucede en el caso del idioma estatal de unidad nacional y orden legal. Tú mismo haces bien en notar este hecho. Los sitios arqueológicos, el petróleo, la tierra expropiada; los patrimonios, nos nos pertenecen a todos, o al menos no en la misma medida. No se trata, sin embargo, de un accidente, sino de la naturaleza misma de la práctica estatal. Tampoco el Estado, aunque así despliegue sus prácticas de hegemonía, nos representa a todos.
2. Esta ambivalencia al interior del discurso de la comunidad nativa y el Estado ha sido ampliamente registrada y descrita por Michaeal Herzfeld, entre otros, en su libro Cultural Intimacy: Social Poetics in the National State (Routledge, 2005), donde hace notar un hecho bastante patente, pero no siempre explícito en las discusiones sobre formación hegemónica. En resumen, Herzfeld hace notar que no sólo grupos subalternos, como las comunidades indígenas en este caso, buscan apropiarse del idioma nacional para recubrir sus demandas particulares, sino que también el Estado busca usufructuar las categorías de las “culturas íntimas” de la comunidad nativa o indígena, como las de familia, la sangre y el cuerpo, para dar sustancia a inmediatez a su propio idioma oficial de nación, también con objetivos particulares. De esta manera, una misma forma cultural, el idioma de la nación en este caso, puede ser apropiada para avanzar acciones sociales fundamentalmente distintas entre sí. Por lo demás, esta parece ser la lógica fundamental entre la cultura oficial y las culturas populares, según Stuart Hall (cf. Representation: Cultural Representations and Signifying Practices, Sage, 1997). Aunque ambas comparten un idioma aparentemente similar de derechos, símbolos y valores, lo hacen desde posiciones fundamentalmente asimétricas de capital político, económico y simbólico.
Por otro lado, creo que suponer que una identidad indígena puede conformarse con el sólo propósito de ser una manifestación cultural es una manera de esencializar a las culturas indígenas, si se me permite usar este término grueso. Todo orden cultural y político se conforma para asegurar algún tipo de productividad social: para ordenar moralmente los intercambios económicos, los rangos al interior del grupo, lo profano y lo sagrado, la explotación y la reciprocidad social. Ahora, esto no significa que toda productividad social tenga que ser la del mercado. En esto estoy de acuerdo contigo. La formación y expansión de identidades indígenas en México y otras regiones del continente y el mundo tiene claras componentes discursivos y prácticos que no sólo resisten sino que se oponen sistemática y generalmente al orden capitalista de la sociedad y el mercado. Estos movimientos, como ya se me ha hecho notar por otros lectores atentos, no sólo son de resistencia, sino que pueden ser claramente hegemónicos en sí mismos, como en el caso de Bolivia. No se trata de accidentes o agujeros en un orden (capitalista) incontestable: sino formaciones políticas, económicas y soberanas en plenitud.
Abrazos,
HF