En un texto inédito para Distintas Latitudes, Fernando Escalante Gonzalbo reflexiona sobre el lugar de la violencia en el aparato del Estado y sobre las relaciones que los mercados informales han establecido con los mercados de violencia. A pesar del discurso maniqueo del gobierno mexicano, las realidades territoriales del país revelan vínculos mucho más complejos que la simple elaboración de las autoridades federales.
La costumbre de mencionarla sin remitirme a la cita exacta me había ido haciendo borrosa la definición del Estado de Max Weber. Borrosa, reducida a la idea del “monopolio de la violencia”, y por eso muy poco útil. Leída de nuevo, con detenimiento, teniendo en mente la crisis de seguridad mexicana, resulta enormemente interesante. Dice Weber: “Por estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente”.
De entrada, la definición invita a pensar en el Estado como parte de un proceso, en el que la pretensión de detentar el monopolio de la coerción tiene que defenderse permanentemente. Pero sobre todo me llaman la atención dos cosas: primero, Weber no supone que el Estado efectivamente monopolice la coerción; segundo, contra lo que yo recordaba, lo que tiene que legitimarse es el monopolio, y no la violencia. Dicho de otro modo, Weber sabe que aparte de los funcionarios del Estado hay siempre otros sujetos sociales capaces de emplear la fuerza, y no supone que esa coacción sea por definición ilegítima. Tomo eso como punto de partida.
Lo que sigue es sólo un apunte, más o menos apresurado, tentativo, con el que trato de aproximarme a una conceptualización de la actual crisis de seguridad mexicana. Y pongo todas esas salvedades porque estrictamente eso es lo que puedo ofrecer ahora. Si he visto bien el problema, esto podría ser un punto de partida, nada más. Pienso que no sería poca cosa.
Me pregunto lo más básico: ¿en qué consiste la violencia de los años recientes? En términos muy pedestres, ¿quién está matando a quién? ¿Cómo puede suceder que la tasa de homicidios pase repentinamente de nueve a quince, a veinte y veinticinco por cada cien mil habitantes? ¿De dónde salen las decenas de miles de delincuentes que asaltan convoyes del ejército, masacran migrantes, lanzan bombas? ¿Son los mismos de siempre, haciendo lo de siempre, salvo porque el Estado se ha decidido a hacerles frente?
Las respuestas que tenemos para todo ello son absolutamente insatisfactorias. En los términos del discurso oficial, que la prensa reproduce sin el menor reparo, la violencia es obra del crimen organizado; y es un problema que habíamos dejado crecer, durante décadas de inacción, complicidad y tolerancia. Es decir que, hablando mal y pronto, tenemos una historia de policías y ladrones. Los análisis que circulan en nuestro espacio público, incluso los más críticos con la estrategia gubernamental, toman esa explicación como punto de partida; lo que se discute es si se debe actuar contra los dirigentes o contra los subordinados, si legalizar las drogas o no, si mando único, policía federal, municipal, si hace falta dar más atribuciones al ejército… Pero sigue siendo una historia de policías y ladrones. Con casi cien mil muertos en cinco años, decenas de miles de desplazados, con el ejército ocupando ocho o diez estados, es escandaloso que nadie se haga preguntas más serias, es escandaloso que nadie esté siquiera intentando reconstruir el proceso como hecho social.
Resumo mi crítica en dos líneas. En el lenguaje que emplean los voceros del gobierno federal hay una reificación del “crimen organizado” como si fuese un sujeto único, claramente reconocible, que actúa en todo el país, y que lo mismo se dedica al contrabando de drogas que al secuestro, la extorsión, la piratería; se supone que se ordena bajo la forma de “cárteles”, que reproducen más o menos la configuración de las grandes empresas, con gerentes, filiales y demás. La imagen borra las diferencias que hay entre pandillas de jóvenes de grandes ciudades, contrabandistas de drogas, campesinos que siembran amapola o marihuana, caciques más o menos violentos, redes de protección y extorsión de los barrios populares… Y el resultado es que no se entiende lo que pasa.
No voy a resolver el problema en un par de páginas. Pero acaso sí puedo apuntar hacia otra manera de entenderlo. Al menos en lo que se refiere a la violencia.
La violencia es un recurso que sirve para muchas cosas. La violencia sirve para regular relaciones sociales, para ordenar situaciones, para resolver conflictos, para subrayar el estatus. La violencia está presente, como posibilidad, en cualquier sociedad y en todo momento. La violencia circula, se usa, y es productiva. Bajo diferentes formas, más o menos ordenadas, más o menos explícitas, es usada por muchos sujetos sociales. Y es más o menos legítima, más o menos aceptada según los actores implicados, según los asuntos de que se trate, según los intereses que haya en juego. Es perfectamente aceptable, por ejemplo, aunque a veces no sea enteramente legal, emplear a guardias privados como guardaespaldas o para vigilar comercios o calles, es frecuente también que se recurra a la violencia para resolver conflictos familiares, para regular el orden local, las relaciones entre vecinos…
¿Qué quiere decir eso? Bien: lo que me interesa es subrayar que entre la violencia absolutamente regulada de la policía que actúa conforme a la ley, siguiendo órdenes, para preservar el Estado de derecho, y la violencia salvaje, unánimemente condenada, de un secuestrador o un asesino a sueldo, hay una muy extensa gama de violencias, que forman parte del paisaje en cualquier sociedad.
No estoy seguro de que sea posible formalizar esa gama de violencias, ni sé si tenga sentido. En todo caso, sí es posible identificar situaciones en las que es necesario recurrir a la violencia (se entiende, siempre, a la violencia privada). En primer lugar, donde no están claros los derechos de los diferentes actores, y cada uno tiene que defender por su cuenta lo que considera suyo. En segundo lugar, dondequiera que la presencia del Estado es precaria, esporádica, débil o poco confiable, de modo que no se puede contar con la policía. En tercer lugar, en los mercados informales e ilegales, cuyos conflictos no pueden ser procesados en el sistema formal de administración de justicia.
Seguramente parece una obviedad. A Max Weber le hubiera parecido casi absurda la aclaración. No obstante, creo que hace falta. La violencia es un recurso presente en cualquier sociedad, para regular relaciones sociales de todo tipo.
Segundo paso. Normalmente, el ejercicio de la violencia es un oficio. Implica riesgos, requiere facultades, capacitación. Y eso significa que no cualquiera puede dedicarse a ello, en cualquier momento. Hay trabajadores, profesionales de la violencia, que forman un grupo social bastante identificable: de bajos ingresos y baja escolaridad, de muy bajo estatus, y por regla general de una edad entre 18 y 30 o 35 años aproximadamente.
Esos trabajadores de la violencia, por llamarlos de algún modo, pueden ser alternativa, sucesiva o simultáneamente militares, policías, guardias privados, guerrilleros, contrabandistas, asaltantes, guardaespaldas, bandidos. La historia está llena de ejemplos de soldados que se convierten en guerrilleros, bandidos que se convierten en policías, policías que son también contrabandistas o secuestradores. Es decir: no es inaudito, inexplicable, que entre los cómplices de un grupo delictivo haya policías; al contrario: es lo normal; raro sería que hubiese ingenieros civiles, agrimensores o estenógrafos. Ese mismo grupo social, por otra parte, puede dedicarse a otras tareas que requieran fuerza y destreza física pero que no impliquen el recurso de la coacción, esto es, pueden ser estibadores, cargadores, porteros de discoteca, incluso deportistas, según el repertorio de oportunidades que haya abierto.
Llego finalmente a lo que podría ser un punto de partida para estudiar alguna de las dimensiones de nuestra crisis de seguridad. El grupo social de quienes viven de su fuerza física existe siempre, y dentro de él existe igualmente el conjunto de los trabajadores de la violencia. Ahora bien: ni están siempre en la misma posición con respecto al Estado y al resto de los actores sociales, ni hay un número estable.
Valdría la pena explorar casos concretos, comparar procesos distintos, para identificar qué clase de situaciones favorecen que haya un mayor número de trabajadores de la violencia, o que su posición con respecto al resto de la sociedad sea más o menos subordinada, autónoma, pacífica, parasitaria o predatoria. De momento, unas cuantas conjeturas. El número de trabajadores de la violencia tenderá a aumentar en la medida en que disminuyan de manera sostenida otras opciones laborales (el caso soviético, y el de otras sociedades post-socialistas parece apuntar en ese sentido, lo mismo que el mexicano: no es el desempleo repentino, producto de una crisis, sino el de larga duración); igualmente, aumentará su número y su autonomía con respecto a otros actores sociales cuando algún nicho de mercado ilegal se vuelva particularmente lucrativo (el tráfico de drogas es el ejemplo que viene inmediatamente a la memoria, también el comercio de alcohol durante la prohibición en los Estados Unidos, o el contrabando de todo tipo en sociedades empobrecidas por guerras y desastres naturales, por ejemplo); es probable también que aumente su número, y su presencia, dondequiera que las circunstancias hagan dudoso el derecho, sea por ausencia o debilidad del Estado, por las características del régimen de propiedad o cualquier otro motivo (de nuevo, el caso de la Unión Soviética, durante los años de transición, a principios de los noventa, parece apropiado como término de comparación, también el campo mexicano durante buena parte del siglo veinte).
En resumen, me parece importante, como punto de partida para una investigación sobre la crisis de seguridad, y en particular sobre la violencia durante nuestra crisis de seguridad, pensar en los factores estructurales y coyunturales que han modificado la magnitud, organización, posición relativa y función de los trabajadores de la violencia. Tengo la impresión de que la reificación del “crimen organizado” como actor, junto con los despidos masivos en los diferentes cuerpos de policía, y la intervención del ejército, forman parte de un mismo proceso, mediante el que se intenta trazar una frontera indudable, que sirva para constituir al Estado; es decir: se trata de producir el “efecto-Estado”. Y eso, junto con el estancamiento económico, la falta de empleos formales, la desigualdad, la pobreza masiva y el mercado de drogas, han alterado profundamente las formas de circulación de la violencia en el espacio social mexicano. No puedo concluir nada. Pero acaso una discusión como ésta sí pueda servir como inicio de algo.
Un artículo esclarecedor y propositivo. Muchas gracias por ello.Aprovechando la propuesta de que se trata, justamente, de un punto de partida, me parece que, además de hablar sobre aquella clase o grupo social dedicado a la violencia, podríamos hablar de aquella otra clase que se sostiene precisamente porque OTROS se dedican a la violencia. Es la diferencia, simplista, entre los que “hacen el trabajo sucio” y los que dan las órdenes. Y ellos podrían incluso ser altos mandos de las corporaciones de seguridad, empresarios de renombre o políticos temerosos por su seguridad. No sé si haya un patrón claro, pero es un hecho que también hay un grupo social que hace riqueza y prestigio gracias a actividades que se sostienen, muchas veces, gracias a esquemas de violencia que van más allá de lo que el Estado puede contener y la sociedad puede soportar.
Buen artículo. Creo que se puede pensar en un “mercado de la violencia” y acto seguido, en “trabajadores de la violencia”. Pienso en las crisis de antes y no es la primera vez que hay pobreza, empobrecimiento y criminalidad. Que considera que ha pasado con las corporaciones de control social del PRI? Se han acabado esos mecanismos? Ya no sirven como antes?
Muy interesante y muy bien estructurado artículo.
El reconocimiento de la violencia como un producto social, o como una forma efectiva económicamente -independientemente de los cuestionamientos de orden moral que se le puedan hacer- de relacion entre individuos, instituciones o poblaciones, sin el cáriz alarmista que habitualmente empaña la mayoría de acercamientos a este fenómeno, permite una re-lectura de eventos y situaciones hasta el hartazgo discutidos.
Mención aparte, la noción de “trabajador de la violencia”, un subproducto de las relaciones mencionadas, y que involucra desde los asesinos a sueldo hasta los boxeadores.
Por supuesto, estamos en contra absoluta a cualquier tipo de violencia; sin embargo esta antipatía no vale cuando ha de hacerse análisis fenomenológico; por ello creo que la perspectiva que emplea el articulista es interesante, en la medida en que se sustrae a juicios morales u opiniones personales.
Una felicitación y un saludo.
Luis Molina.
@Lufemol
Interesante artículo. Los trabajadores de la violencia, como cualquier grupo, tienen características específicas que se pueden entender con facilidad: si los incentivos económicos están ahí, habrá quien se alquile para el trabajo. Sin embargo, aunque los subgrupos de trabajadores de la violencia (legales e ilegales) comparten algunas de esas características, son escencialmente distintos -y justo en este punto el artículo se queda corto: el problema del crimen organizado, en México y en donde sea, es que el policía se vuelve ladrón y el que era ladrón ahora es Presidente Municipal, pero no sabemos por qué algunos lo hacen y otros no.
Ahí es donde la distinción entre trabajadores de la violencia legal (militares, policías y hasta guardaespaldas) y la ilegal (asesinos a sueldo, secuestradores) se hace evidente. Quizá los dos pertenecen al mismo grupo de edad; quizá los dos pertenecen al mismo nivel de ingresos, pero no lo sabemos con certeza. La secrecía de la ilegalidad hace imposible explicar a los miembros del segundo grupo. No los podemos entrevistar (quziá a algunos, como ha hecho la revista
Nexos, pero la muestra es tan pequeña que no se puede asumir que sea
representativa). Tampoco podemos ver cómo trabajan aunque sí veamos los
resultados de su trabajo. Entiendo que F. Escalante presenta un punto de partida al poner sobre la mesa el estudio de estos individuos, pero aprovecho el medio para preguntarle ¿cómo superar esta traba, metodológica, si se quiere, para poder estudiar a los trabajadores de la violencia ilegal?
He leído este artículo y lo he discutido en otros foros. Este comentario, precisamente, había sido parte de la discusión. Gracias por compartirlo aquí.
1. Me llama la atención el enfoque de las preguntas. Me gustan, me parecen útiles, pero creo que parten de supuestos equivocados. Lo primero es, quizá, que estoy en desacuerdo con las primeras afirmaciones: desde donde lo veo, los trabajadores de la violencia no tienen “características específicas que se pueden entender con facilidad”. Al contrario. Creo que tienen algunas características, flexibles y ambiguas, y que, sobre todo, no hemos podido entenderlas con facilidad. No creo, tampoco, que los subgrupos de trabajadores de la violencia sean esencialmente distintos. Creo que son muy parecidos, y creo, también, que a veces se diferencian bastante. Por eso, me parece que el supuesto es equivocado: la pregunta no debe dirigirse a la categoría “trabajador”, sino a la categoría “condición”. Yo preguntaría “¿en qué condiciones un trabajador de la violencia legal (o un individuo cualquiera) cruza la frontera a la violencia ilegal? más que “¿cuáles son las diferencias entre un trabajador de la violencia legal y uno de la ilegal?”
2. Me parece algo tramposo decir que el problema del crimen organizado es que “el policía se vuelve ladrón y el ladrón se vuelve Presidente Municipal”. Es la historia de policías y ladrones que comenta Escalante. No quiere decir que no haya policías o ladrones, sino que esa estructura narrativa construye un proceso social en términos exclusivamente morales. Tampoco quiere decir que no haya expresiones del “bien” y del “mal”, sino que resulta improductivo articular acciones públicas con base en ese esquema exclusivamente.
3. Decías que la categoría “trabajador de la violencia” es imprecisa y borrosa. Lo es. Pero quizá sea una virtud. No es una categoría permanente, claramente delimitada. Y creo, precisamente, que tenerlo en mente es importante. No se trata sólo de policías y ladrones, sino también de estructuras, relaciones y ámbitos de socialización. Y recordar esa relación puede ayudar a entender la dinámica del problema. No dice nada una declaración como “somos más los buenos que los malos”. Diría otra cosa una acción que incluyera una preocupación por entender y controlar los mecanismos de regulación de las violencias “ilegales”. Es una acción pública diferente, tal vez más productiva.
Este comentario ya se hizo muy largo. Tenemos todavía algunos puntos por discutir. Seguimos…
Respondo: los puntos uno y tres, estoy de acuerdo con lo que dices. Creo que lo estamos viendo desde diferentes perspectivas: como sujetos de estudio son los trabajadores de la violencia son muy intersantes porque, como dices, pertenecen a una categoría flexible y dinámica. Sin embargo, vistos como parte del problema de la violencia diaria, que pertenezcan a una categoría así es una pésima noticia, pues quiere decir que son difíciles de capturar y que van a responder a cambios en el ambiente -o sea, no es sencillo controlarlos.
Creo que expliqué mal el segundo punto. El crimen organizado se distingue del crimen sin adjetivos porque requeire de participación de alguien dentro del gobierno. Para mí eso es distinto -y, en el contexto de “guerra contra el narcotráfico”, también más importante- que simplemente un policía que se vuelve ladrón.