Era quince de marzo de 2009. Domingo, 9:30PM. Walter Araujo, entonces presidente del Tribunal Supremo Electoral (TSE), anunciaba en cadena nacional de radio y televisión que Mauricio Funes, candidato por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (en adelante FMLN) era oficialmente ganador de las elecciones presidenciales. Llamé a un par de amigos, pagué un taxi y me dirigí al monumento en el que un mar de gente vestida de rojo celebraba el cambio, el triunfo de la oposición, la alternancia en el poder, la “victoria”, como quieran llamarle. El taxista vestía una camisa que desde el primero de junio –creíamos– habría de ser la de la oposición. Éramos todos muy ingenuos.
El triunfo electoral del FMLN en comicios presidenciales de 2009 es una particularidad desde una perspectiva académica: una democracia en transición, una democracia posconflicto, de tercera ola (1), que concreta con “éxito” una rotación en el poder central. Las comillas se explicarán luego. A diferencia de lo que podría deducirse tras las celebraciones posteriores, la diferencia entre Alianza Republicana Nacionalista (en adelante ARENA) y el FMLN fue de 69,412 votantes. En aquel momento esta cantidad no importó mucho: importaba que la ansiada alternancia en el poder se había logrado, importaba garantizar que se concretase e importaba permitirse soñar, ya en corto plazo, sobre la construcción colectiva de un plan de país que habría de quedarse en simplemente eso: un sueño.
Entre la efervescencia (de la mitad de la población) y la incertidumbre (de la otra mitad de la población) colectiva, los tanques de pensamiento (think tanks) olvidaron u obviaron hacer un recuento inmediato de las razones que llevaron a que la ultraderecha afianzada en el Ejecutivo desde antes del final de la guerra civil, dueña de la banca privada, de los medios, empresas e industrias, hubiese concluido en 2009 su racha de 20 años de ganes presidenciales. Cuatro presidentes, una dolarización y privatización del 80% de servicios autónomos (sólo excluyendo a la seguridad social –cuyo fallido intento de privatización llevaría a una huelga de nueve meses, doscientos despedidos y el cargo de la entonces directora y futura vicepresidente Ana Vilma viuda de Escobar– y el servicio de acueductos y alcantarillados) después, el poder político de El Salvador pasaba a manos de la izquierda. O al menos eso creímos.
El por qué se vuelve necesario estudiar a profundidad las razones que llevaron a la “debacle” de la derecha tiene mucho que ver con el radical cambio en el panorama electoral de marzo de 2009 y su comparacióncon el que se vive hoy, a escasos veinte días de los comicios parlamentarios y municipales que tendrán lugar el 11 de marzo. Tiene relevancia y no la tiene: El Salvador sigue siendo una rara particularidad entre las democracias en transición de tercera ola. Desde la ciencia política habrá quienes digan que no importa, que los comicios se cerraron con transparencia y que el resultado fue incuestionable, pero esto no basta. En los albores del evento electoral de 2012 resuenan las preguntas que antes ignoramos ¿Fue el de Funes un gane por ser un representante de la izquierda no excombatiente? ¿Significa esto un verdadero fortalecimiento del FMLN? ¿Fue en realidad un voto de castigo a ARENA? ¿Fue un voto sociotrópico, egotrópico; prospectivo o retrospectivo (2); un voto ideológico (3) o una mezcla de factores que llevó al FMLN a ocupar la silla presidencial? Es más, ¿ocupa actualmente el FMLN la silla presidencial u opera Funes de manera virtualmente autónoma? ¿Por qué debería preocupar esto al votante salvadoreño frente a las elecciones del 11 de marzo?
El Salvador olvida… No, replanteo: El Salvador desconoce su peculiaridad dentro de los escenarios políticos, incluso tomando en cuenta los regionales. Un cisma en la ultraderecha como el que vivió ARENA luego de los comicios presidenciales de 2009 no es algo que país centroamericano alguno pueda equiparar. Once de los treinta y dos diputados de ARENA renunciaron al unísono y conformaron la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA); el expresidente (recién saliente) Elías Antonio Saca, artífice de la candidatura por la presidencia del exdirector de la Policía Nacional Civil, Rodrigo Ávila y hombre fuerte de los medios de comunicación, fue expulsado de ARENA por injerencia en las elecciones internas que llevaron a Ávila a competir por la presidencia del país.
Desde entonces y sin confirmación alguna, a la vieja usanza oscura de la verdadera derecha nacional, Saca se ha convertido en la mano no-tan-invisible que financia y controla a GANA y con ello a la derecha “moderada”, -motete con el que se autodenominan un grupo de empresarios e industriales que no pertenecen a los núcleos oligarcas originales y que amasaron capital durante los períodos presidenciales de ARENA, mas nunca fueron propiamente aceptados por la dirigencia originaria de la derecha radical por considerárseles nuevos ricos-. Son ellos y su derroche de fondos en medios de comunicación (entre Saca, dueño de Grupo Samix y su tío, José Luis Saca, dueño de Radio Corporación FM, poseen 42% de las radioemisoras en FM con licencia para operar en El Salvador) quienes, se rumora, manejan los hilos de la presidencia de Funes.
Ante la ausencia de documentación al respecto, me atrevo a afirmar lo siguiente desde mi ignorancia: el actual es todo menos un gobierno de izquierda. El Salvador sigue conduciéndose como una economía neoliberal y capital-dependiente; una economía de consumo, con exportaciones de poco valor agregado, exactamente la misma cosa que con la derecha. Es de esperar que una democracia de institucionalidad tan tambaleante como la salvadoreña requiera de transiciones pausadas, y la administración Funes tuvo la oportunidad de sentar las bases de la misma, mas las acciones tomadas por el poder central –más bien la ausencia de– dan pie a deducir que el interés es preservar el esquema actual, el que fue de ARENA, el que es de Saca encarnado en GANA. Lo mismo, de nuevo. Y me rehúso firmemente a llamarlo “izquierda”.
La pregunta lógica es qué fue del FMLN; cómo fue que cedió sus cuotas de poder, si es que en verdad lo hizo. Explicar cómo es que fue un gobierno de izquierda, el primero, el que dio los golpes más duros a la institucionalidad salvadoreña al tomar medidas directas contra la independencia judicial (escenario en el cual se alinearon todos los espectros políticos en pos de frenar a la Sala de lo Constitucional, un descrédito sin precedentes para las fuerzas políticas de la transición), entorpecer un proceso de extradición contra exmilitares acusados de asesinar a sacerdotes y violentar la Constitución al colocar a militares de carrera en puestos civiles, no es tarea fácil. Un FMLN silente, que ha visto a todos sus representantes en el gabinete de Seguridad ser destituidos; un FMLN que si bien posee el control del resto de ministerios operativos del Estado, no es capaz ni tiene la voluntad de impulsar proyectos significativos por sí mismo. Un FMLN que ve desgastarse su cuota de poder municipal (con la clara excepción de Santa Tecla, donde el modelo de gobierno de Óscar Ortiz opera con virtual autonomía respecto a las directrices del FMLN) en bastiones otrora considerados inamovibles. Un FMLN que bien podría recibir la vuelta del bumerán que le llevó a ganar el poder central. Ganarlo, mas no ejecutarlo.
Cuando la Asamblea Legislativa impulsa una iniciativa, el éxito de ésta depende del ente que la impulsa. Si es la ultraderecha, se esperan airados debates. Si es la derecha moderada, lo normal es anticipar una alianza con el FMLN a cambio de -inserte cuota de poder aquí-. Si es el FMLN quien impulsa una iniciativa de ley, se repite el escenario de las iniciativas impulsadas por GANA, con debates de nula contribución a la creación de verdaderos cuerpos legislativos que contribuyan a la solidificación del Estado o respondan a las necesidades de la sociedad salvadoreña. La Asamblea Legislativa es una fábrica de leyes inaplicables, de debates áridos y de acusaciones al mejor estilo de la guerra fría: comunistas unos, neoliberales otros. Eso tenemos: gobierno de “izquierda”, alcaldías estancadas, Asamblea Legislativa inoperante. Es en este escenario institucional que recibe a las elecciones parlamentarias y municipales del 11 de marzo.
Uno de los verdaderos cambios que se han dado bajo la administración Funes ha sido la renovación del Tribunal Supremo Electoral, quizá de los pocos entes en los cuales se depuraron los enquistes de la derecha radical para dar paso a un tribunal más plural. Se ha logrado, mediante una timidísima reforma electoral, implementar el voto residencial en seis de catorce departamentos y permitir la inscripción de candidatos a diputados independientes, así como el voto en listas abiertas, pero bloqueadas (es decir, el elector podrá elegir si vota por un partido en pleno o por los diputados individuales de ese partido en particular, mas el voto es nulo si selecciona votar por dos diputados de instituciones políticas distintas). Es aquí cuando resurge la relevancia de las dudas irresueltas de los comicios de 2009 y se vuelve urgente darles respuesta.
En las democracias en transición hay una cantidad de vicios heredados del autoritarismo, siendo uno de los principales el caudillismo y el carácter utilitario del voto. El votante de tradición autoritaria, el que repite que “con los militares no había tanta violencia” (común, porque violencia política abundaba), seguramente perpetuará la elección de candidatos como Sigifredo Ochoa Pérez, exmilitar otrora comandante de la Cuarta Brigada de Infantería, responsable de cantidad de masacres durante la guerra civil, cuya sola postulación a cargo de elección popular es profundamente insultante. Legal, según la Sala de lo Constitucional, pero tan insultante como el hecho que Otto Pérez Molina sea el actual presidente de Guatemala.
Por qué el salvadoreño votó por quien votó en 2009 puede ser la gran pregunta irresuelta de nuestra historia reciente, la que nos tiene sin respuestas ante el escenario actual. Una Asamblea Legislativa que asemeja una maquila de leyes inaplicables; alcaldías que pierden su calidad de bastión ideológico al notar los residentes que el trabajo municipal no se limita a recoger basura ni barrer las calles; un presidente “de izquierda” manejado cual títere por los dueños del nuevo capital; todo aunado a un nuevo esquema de votación que no fue difundido sino hasta dos meses antes de los comicios hace suponer dos cosas: A) un marcado ausentismo en los comicios de marzo (como suele ser tradición en los eventos electorales de media gestión presidencial); o B) una prevalencia del voto duro, que perpetúa los modelos actuales de gestión, empoderando más a las extremas y sirviendo de verdadera evaluación para GANA: ¿Será su caudal monetario equiparable a su capital político? ¿Tiene GANA en verdad un capital político?
Las preguntas irresueltas, que ojalá sean sólo irresueltas y no que no se formularon, son las que definen el tono de los comicios parlamentarios/municipales del 11 de marzo. El votante desinteresado frente al sistema electoral que busca perpetuar el desinterés. Democracia, le llaman. El modelo de la inercia.
(1) Como “La tercera ola” (Huntington, 1991) se conocen a las transiciones democráticas que tiene lugar a partir de 1974. El autor plantea que en la historia moderna ha habido tres grandes olas de democratización: la primera, de 1828 a 1926 (ejemplos típicos de democracias occidentales: Inglaterra, Suiza); la segunda, de 1943 a 1962 (Francia, Alemania, Jamaica, Venezuela…) y la tercera, iniciada en 1974 y aún vigente en 1990 (El Salvador, Guatemala, Mongolia), año en que la investigación del autor culmina.
(2) El voto económico por incertidumbre tiene dos variantes: el voto egotrópico, que evalúa la elección política en base a la situación económica familar; el voto sociotrópico, que mide las evaluaciones de la situación económica del país; los votos prospectivos o retrospectivos (tanto egotrópicos como sociotrópicos) miden las evaluaciones de los votantes sobre la economía del país y la suya propia en comparación con el pasado y las expectativas a futuro.
(3) En tanto el voto influenciado por eventos es considerado casi exclusivo de las democracias consolidadas, el voto ideológico es estandarte de las democracias en transición, víctimas aún de los absolutismos políticos debido a la escasa instrucción democrática del votante. En El Salvador a este tipo de elector se le denomina comúnmente “voto duro”.
Gracias por el artículo. Muestra muy bien cómo andan las fuerzas en El Salvador. Preocupante la situación, realmente. Sorprende sobre todo el tema de la reforma electoral que es desconocida para la gente. Eso constituye un abuso de poder muy lamentable.
Me gusto mucho el artículo, el análisis es muy puntual, muy concreto y muy certeras las críticas, me gustaría que la autora pudiera publicar su análisis posterior a las elecciones y ver como responde a esas “preguntas irresueltas”.