Para mis padres,
en celebración de aquel comienzo
Pasaron su luna de miel en Guadalajara, Jalisco, y se hospedaron en el Hotel Colón durante varios días en diciembre de 1979. Ella llevaba un vestido verde con una cinta roja a la cintura, zapatos negros, y el cabello corto y rizado como casi toda su vida. Consta en una fotografía.
Él dejó trunca su carrera de ingeniero para conservar su empleo como supervisor en la fábrica de hilados y tejidos El Carmen, y ella, estudiante del segundo año en la Normal Básica, hizo lo mismo para casarse.
Cuando él perdió de igual modo aquel trabajo, pagó con su liquidación gran parte de la que sería nuestra casa, y se convirtió, involuntariamente, en maestro de secundaria; a eso se dedica desde entonces. Mi padre, que quería ser ingeniero, comenzó dando clases de inglés y, más tarde, tras recibirse en la Normal Superior, de matemáticas y física.
Yo no existía en aquel tiempo, pero recuerdo sus historias porque me las contaron. Él se fue de mojado, antes de casarse, y así cumplió su sueño americano de asistir, en calidad de ilegal, a conciertos de Emerson, Lake & Palmer y de Led Zeppelin. Su dominio del inglés le valió para no ser deportado en varias ocasiones y, más tarde, esa oportunidad inesperada de dedicarse a la docencia.
Por cosas, creo, de esa herencia frenética yo abandoné la carrera de Informática para seguir la de Literatura, y para conservar un par de empleos abandoné también ésta última, en diversas ocasiones, concluyéndola 10 años después. Durante uno de mis recesos de la universidad trabajé como reportero cultural en un periódico, empleo al que renuncié en noviembre de 2005. Con mi finiquito pagué mi propio viaje a Guadalajara y me hospedé también en el Colón.
Me hospedé en aquel Hotel Colón, ahora envejecido. Miré junto a la Catedral las calandrias en que mi madre trepaba sus recuerdos, con sus caballos blancos que ya no parecían de cuento. Todo era demasiado real para mi gusto, o demasiado viejo, o sucio, o nuevo, o dolorido. Salvo el silencio de tumbarse boca arriba en el Hospicio Cabañas, donde me sumergí algunos minutos, todo se parecía muy poco a la memoria que había heredado de ellos. “Tierra que me acogió de noche náufrago y que al alba descubro isla desierta y árida”, diría el poeta Owen.
Si mis padres no envejecieron ante mis ojos, o no me fue dado percibirlo, sí los vi envejecer de alguna forma cuando miré las marcas de humedad en los muros del Colón, sus cortinas y colchas pardas, fuera de moda, su minibar ruidoso, su cómoda y su espejo visto hasta el cansancio.
Al día siguiente escapé de la ciudad hacia esa otra ciudad, fugaz, que es la Feria del Libro, conocida por la mayoría como la Fil. Sorprendía todavía entonces—al menos al turista— la profusión de uniformes y armas largas en distintos puntos de la ruta (los volvería a encontrar en Saltillo, muy pocos años después), distrayendo de las distractoras muchachas tapatías, y con esas últimas imágenes, con un último respiro de la vieja ciudad, me fui en la búsqueda —pues lo tenía por todo afán— de un encuentro con el poeta Tomás Segovia.
Mi madre me hablaba de sus libros favoritos, que luego también fueron los míos. Mi padre le cambiaba los nombres a las cosas, jugaba con las palabras, trastocaba las canciones, tanto que a veces nos hacía desesperar, y lo mismo cuando citaba las leyes de la Física a manera de refranes. Nunca se lo dije, en defensa de mi desobligada juventud, pero me gustaba hojear el Álgebra de Baldor en su carácter de Mil y una noches y novela científica, y, en correspondencia, de grande quería ser como Ciro Smith: ingeniero y regente de una isla de náufragos.
Toda esa herencia constituye un arraigo, y de él bebimos tanto mi hermano (ingeniero) como yo (poeta), y creo que nuestra hermana menor (diseñador gráfico) tomó tanto de la herencia paterna como de la filial. No pienso que ser ingeniero no hubiera constituido una buena profesión (lo es para mi hermano, que también da clases), sino que ser maestro significó para mi padre, en mi opinión, un redescubrimiento, un reescribir su mirada de sí mismo frente a los demás: ver y mostrar para que otros pudieran también ver significa ver —al mundo y a sí mismo— por sí mismo y por todos al unísono.
Mi vocación de ingeniero, sin embargo, se circunscribía a la posibilidad de atesorar conocimientos en apariencia inútiles pero en definitiva indispensables para los momentos límite: si esos momentos límite, sin dejar de serlo, permitían ser conservados por escrito, como las aventuras referidas por Verne, podría decirse que esa vocación se trasladó casi intacta —es decir: no del todo frustrada— a los terrenos de la poesía.
En su discurso de aceptación del Premio Juan Rulfo, que yo escuché con emoción y devoción, Tomás Segovia se refirió a sí mismo como un autor marginal mas no marginado, que entendía, en general, el asunto del reconocimiento —entre líneas, que hizo un libro al respecto—, y además hizo mención de su relación natural con las grandes editoriales y sobre todo con las no tan grandes editoriales, y (lo que no consta en la versión digital que ofrece la página de la Fil) de su labor o afición como impresor de textos propios en ediciones de autor, artesanales, que tiraba con diversos motivos para regalarle a sus amigos. Cosas dichas off the record frente a cientos de personas, quizá miles, que registraban o no registraban la ligera divergencia en las líneas del poeta, mientras éste parecía charlar para sí mismo, para su esposa, o para miles de personas, pero no para esas personas que estábamos ahí.
Sentir y saber que hablaba conmigo pero no hablaba para mí me disuadió de intentar acercarme entre tanta gente que intentaba acercarse y le estrechaba la mano y le extendía sus libros para arrancarle un gesto manuscrito. Me alejé sin acercarme por toda seña de empatía.
Segovia, pensé entonces, era como Ciro Smith salvando al náufrago, su propio náufrago, de la barbarie. Era menester que todo en él pareciera sacado de la nada —de esa nada que es la nada antes del peso del lenguaje—, y que luchara con los monos que amagaban con quitarle el fortuito beneficio del petit comité.
Si en su país era un preso político, border; en esa isla misteriosa era como un rey. Le bastaba —hablo de Smith, hablo de Segovia— el consenso, acaso insulso, de un pequeño grupo de súbditos: de su dominio de la técnica o la ciencia (en su acepción no de lo verdadero sino de lo comprobable) manaba, con naturalidad, la majestad necesaria para gobernarlos.
La forma en que el poeta se acercaba al lenguaje de la poesía (lo de antes de escribir y no lo escrito, su acercando) podrían ser contempladas como el último gesto de su soledad poniéndose a resguardo: la del hombre que anda a una cita en el café, demorando su viaje, caminando lento hasta la epifanía, el beep de que ella está en la mesa, sonriendo, pidiendo un vaso de agua para esperar, sí, al señor Segovia que viene un poco tarde, un poco a tiempo.
En sus ensayos, en cambio, se percibe al solitario pleno: al lingüista solitario, al lector solitario, al crítico que explora dentro de sí mismo cuando explora dentro de una obra. Las revelaciones, por esa causa, son doblemente placenteras, doblemente reveladoras, por su capacidad de contagiar poesía no sólo a lo mirado, sino también a la mirada en torno de la literatura. Ver y mostrar para que otros pudieran también ver, que significa, decíamos, ver por sí mismo y por todos al unísono: la manera más sola, quevediana, de estar acompañado.
Y esta forma de compartirse por lo escrito, acción que desde luego implica perpetuarse para el mundo (considerando que compartirse es generoso y perpetuarse en ello es un riesgo para el yo), y de usar siempre una piel nueva para esas viejas ceremonias (como dice otro poeta), hace de Segovia un autor compatible, antojable, pero no portátil. “Pero pon, desmesura, / otra flecha en tu arco”, dice, y con ello asaeta su poesía entera.
Hace seis años yo intenté, y fue mal intento (el bad intent de Jethro Tull), diagramar o, más bien, entrampar un viaje sobre el poema “Besos”, pero fui rebasado por la multitud de miradas, de labios o de flechas que rodeaban al cuerpo, en ese texto, como una piel hecha de escalofrío. Decir algunos besos era decir un rato, cuando la cualidad de ese poema es, justamente, su permanencia sobre una caricia que es al mismo tiempo comunión plena y fugaz.
Tras el discurso, que pese a todo para mí era narrativa, monólogo, me olvidé del autor y de la obra y regresé a mí mismo, a su obra que podía llevar bajo el brazo, al café donde Segovia me esperaba en una mesa vacía, sin vaso de agua, con la soledad de ser acompañado por otra silla muda, como esos novios que sentados uno frente a otro persisten en hablarse a través de papelitos.
Al revisar mi correo un par de días después vi que mi amiga Nereida (que es ahora mi esposa) me escribió preguntando si ya tenía cáncer de tanto andar bajo el solazo tapatío. Me dio risa. Siguiendo su consejo de experimentar me compré una nieve de rosas que abandoné al primer bocado y se derritió en algún sitio. Los artesanos me llamaban güerito, campeón, pásele. Hacía sol. Tengo una foto en la que llevo manga corta y audífonos al cuello.
No recuerdo quién tomó la foto, quizá Ale, la estudiante de turismo que conocí en aquellos días y que hacía su servicio social en la Fil. Aparezco en ella junto al viejo poeta, Segovia, en el vestíbulo de la Rectoría de la UdeG. Era muy temprano y develaban su busto, como parte del ceremonial del premio recién adjudicado. Había muy poca gente, y él parecía disfrutarlo más, salvo por la excentricidad de verse de un día para otro duplicado en bronce. Finalmente el fetiche había vencido al performance y me animé a buscarlo, verlo, saludarlo, y a extenderle mi libro para que, manuscrito, pudiera poner en mi ejemplar de Anagnórisis (voz griega que significa reconocimiento): “Para Miguel, de su bustificado amigo Tomás.”