Cuando aparezca esta nota faltarán unos veinte días para la entrega de los Oscares 2011, y para saber si la película Biutiful, del mexicano Alejandro González Iñarritu, podría obtener el reconocimiento por la Mejor Película Extranjera.
La quiniela juega en su contra; su principal contrincante es la ganadora de la emisión anterior, El secreto de sus ojos, del argentino Juan José Campanella, que parecería cubrir la cuota latinoamericana para la Academia durante al menos un lustro; además, la pertinencia política -el juez más predecible de Hollywood- probablemente será sensible con los estallidos revolucionarios en Túnez y Egipto, y corone a la argelina Hors-la-loi (Fuera de la ley) de Rachid Bouchareb. Pero eso no termina de explicar la frialdad con la que se ha recibido en México la nominación de Biutiful, quizá porque medios, espectadores y el mismo gremio cinematográfico no termina de considerarla representativa del país. Es una historia situada en Barcelona, con personajes catalanes, chinos y africanos, producida en gran parte con gestiones y capitales españoles; lo mexicano ocurre como de carambola, gracias al azaroso lugar de origen del director.
A Alejandro González Iñárritu no debe importarle mucho esta percepción, incluso parecería disfrutar su condición de desarraigo, de ciudadano del mundo que no se anquilosa en localismos aposcaguados, sino que se prodiga en narrar la tragedia de la condición humana en toda su universalidad. Al menos así ha ocurrido desde su segunda película, 200 gramos (03), que se sitúa en una ciudad norteamericana y con personajes que van más allá de los clichés nacionales. En Babel (06) recupera el norte del país, aunque solamente para justificar el espanto de los niñitos Debbie (Elle Fanning) y Mike (Nathan Gamble) cuando su imprudente nana Amelia (Adriana Barraza) los lleva a una boda de pueblo y ven cómo matan a una gallina torciéndole el pescuezo.
Con tanta ostentación altermundista, no parece extraño que ahora intente el malabar europeo, justamente en Barcelona, uno de los nuevos puntos neurálgicos de las oportunidades, la actualidad y las contradicciones globales. Si en Vicky Cristina Barcelona (08) Woody Allen decidió sacar a pasear a sus personajes habituales -despampanantes Scarlett Johannson y Rebecca Hall- por la catedral de Gaudí, y de paso hacerlas vivir una ciudad de folleto turístico, con clichés tan codiciables como el buen vino, las galerías sorprendentes y los machos inauditos (o como le quieran llamar a Javier Bardem chambeando de bohemio garañón), ahora González Iñárritu, con su crítica social perfectemente bien calibrada, acude a los barrios populares de la ciudad, con una versión de Bardem menos romántica y más depauperada. Esto, en el marco de una ciudad con inmigrantes desarraigados, marginacion postindustrial y desolación sigloveintiunera. Una Barcelona que querría fingirse más real que la del neoyorquino, vía los personajes jodidos y la sordidez.
Desde que a Uxbal (Javier Bardem) le diagnostican cáncer en la próstata, sus desgracias se precipitan con la velocidad de una escaleta inverosímil: se le reaparece su exmujer y no se sabe qué tan alcohólica o rehabilitada, se le complican sus negocios chuecos con inmigrantes y contrabando, debe reconocer el cadáver de un padre que nunca vio vivo, su mujer golpea a su hijo y lo engaña con su propio hermano, se le mueren montonazo de chinos encerrados en un galerón poco ventilado: tal rosario de infortunios, que un maestro de guionismo hubiera pedido mesura por ser tan exagerados, en la obra de Alejandro González Iñarritu querría convertirse en estética y maña emomediática: su cine ha logrado hilar discursos de corrección política conmovedores, que junto con una ejecución técnica meritoria, disfraza los chantajes sociales en una suerte de estoicismo putumayo, que parecería convertir al director en una atormentada autoridad global de las buenas conciencias.
Corrección política, pertinencia global y estética world music de lo cutre: en esta fórmula se ha traducido la originalidad de González Iñarritu. Y el resultado es incómodo por lo pertinente, pero tampoco deja de causar suspicacias su efectismo, que parece forzar una visión redentora sobre un verdadero riesgo creativo formal.
Otro debate que podría desprenderse del probable Oscar como Mejor Película Extranjera a Biutiful resultaría de discutir qué tan representativa es para la cinematografía nacional; una discusión que enfrentaría la modestia de las producciones locales contra cierto alarde cosmopolita. Y sin embargo, los argumentos se vuelven tan obvios como amañados: sugerir que la patriotería es un lastre para la expresión plena del cineasta; los ejemplos paradójicos: ¿Los olvidados de Luis Buñuel es una película mexicana, por el lugar donde se sitúa, o es española, por su director?; aludir a la actual tendencia de las coproducciones, que ha vuelto casi obligada para Latinoamérica la apropiación de temas o guiños ibéricos en sus argumentos; y hasta la conocida actitud cangrejo, según acuñó el futbolista Hugo Sánchez, que hace a los mexicanos desdeñar o cuestionar el éxito de sus compatriotas en el extranjero.
Hace un año, cuando El secreto de sus ojos se llevó el muñequito dorado, la discusion en Argentina tomó cauces similares. Quienes fácilmente recurrieron al triunfalismo y se agregaron al carnaval celebratorio, quienes miraron con recelo la propuesta de Campanella, demasiado clásica y complaciente con la industria norteamericana, de poco riesgo para las coordenadas de su cine nacional. ¿Ocurriría lo mismo si Biutiful se volviera en el paradigna mexicano según Hollywood? ¿Significaría retornar a la estética del miserabilismo que ya habían cultivado Cazals o Ripstein? Pero la misma peculiaridad de Biutiful quizá será la que impida que se convierta en una influencia central para el cine mexicano: el cine de Alejandro González Iñarritu, semejante más a una isla autosuficiente, incapaz de tender puentes con sus pares, que parece regodearse en el onanismo de su buena conciencia.