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“Pero todo eso ya lo puede encontrar en las novelas” es la frase que abre la estupenda obra de Siegfried Kracauer, The Salaried Masses, que el autor registró cuando preguntó a una trabajadora asalariada, que había conocido en un tren hacia un suburbio de Berlín, que describiera su vida en la oficina. Sí: era verdad. Kracauer escribía esas líneas alrededor de 1930, en la Alemania de Weimar. Para ese entonces ya había un rico mundo de literatura sobre la “nueva casta” de empleados asalariados, burócratas, funcionarios, trabajadores de cuello blanco: una pequeña burguesía que empezaba a poblar las ciudades cada vez más crecientes, complejas y racionalizadas de Europa occidental. La segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX estaban llenas de novelas monumentales con burócratas protagonistas. El pobre Gregorio Samsa, en La metamorfosis, de Franz Kafka, es sólo uno de los ejemplos. Pero también Franz Werfel había escrito sobre las condiciones y penas de un pequeño burócrata en La muerte del pequeño burgués, como también lo había hecho Hermann Broch, en Esch o el anarquista, en su trilogía Los sonámbulos. Los funcionarios –pequeños, medianos, grandes, públicos o privados–, las oficinas, los procesos, los jefes y las jerarquías eran ya elementos bien posicionados en la literatura europea. Era verdad: sobre eso se podía leer en las novelas, pero Kracauer tenía una mirada diferente. No quería novelar personajes cotidianos (muchas veces antihéroes), dotarlos de vicios y virtudes, relacionarlos con la decadencia de la cultura occidental, o con la transformación del mentado espíritu de la época. Quería mirar personas, que se levantaban todos los días para ir al trabajo, con un horario fijo, un puesto designado, un jefe, un calendario y una lista de actividades. Quería saber qué hacían, cómo, en qué momentos y por qué; saber qué querían, qué deseaban de la vida, cómo imaginaban su entorno y sus relaciones sociales. Quería, en pocas palabras, estudiarlos como grupo, sociológicamente.

I.               El burócrata y la ciudad

Estoy convencida de que el burócrata es una identidad firmemente urbana. Seguramente no falta el incrédulo, que esté leyendo estas líneas, que piense que el burócrata es sólo una profesión, que nada tiene que ver con las identidades o con los procesos de desarrollo urbano. Estoy en total desacuerdo, y me parece, incluso, que utilizar la categoría “identidad urbana” como algo exclusivo de grupos “marginales” (emos, punketos, skatos y demás) es casi un acto de discriminación.

La ciudad, finalmente, opera como un escenario social, un espacio en el que miles de interacciones producen hechos sociales: edificios, avenidas, señales de tráfico, pero también estructuras de poder, lugares políticos, zonas de marginación e identidades sociales. Hay, evidentemente, un orden físico, material y concreto, pero también hay un orden social y abstracto, muchas veces ambiguo e inasible. La interacción entre ambos órdenes produce y reproduce constantemente el escenario propiamente urbano.

El desarrollo de la ciudad (“la ciudad” como estructura de organización social) se ha constituido, históricamente, de la mano del desarrollo del Estado. La constitución de un poder político estable y sólido logró la pacificación del territorio y de las relaciones sociales, y permitió la concentración de población en núcleos territoriales. Pensemos, básicamente, que mucha gente en poco espacio produce consecuencias particulares: el intercambio de bienes es más intenso (y se constituyen mercados, redes de producción e intercambio), las relaciones sociales construyen redes de interdependencia, se forman estructuras de control social y poder político. Nacen categorías como “empresario”, “comerciante”, “político”, “alcalde” y, por supuesto, “burócrata”. A diferencia de las identidades tradicionales, el burócrata no se crea por intermediación de la tradición o del origen social, sino por otros medios de socialización: la educación, la formación profesional, la experiencia laboral, medios despersonalizados, básicamente individuales.

El desarrollo de las estructuras del Estado y de la industria privada, concentradas en los centros urbanos, provocó la multiplicación de oficinas, sellos, papeles, trámites, y la urgente necesidad de colocar a gente que representara esos poderes y gestionara esos recursos. He ahí el nacimiento de nuestro personaje. En el burócrata se reproduce la estructura de una organización: debe estar vestido formalmente (el traje y la corbata, casi como distintivo, o la falda en traje sastre, con tacones y maquillaje), para reflejar el sentido de formalidad, limpieza y seriedad; el tono y el vocabulario ensayados, para no perder la compostura y comunicarse propiamente; y debe desempeñar con eficiencia y eficacia las tareas asignadas a su puesto, para encaminar medios en el cumplimiento de un fin. Todo en tono con los rasgos propios de los procesos de urbanización: formalidad, distancia, racionalización, eficiencia, individualismo. El burócrata, por tanto, es un personaje definitivamente anclado a la ciudad como espacio social.

II.             Producción y consumo

Encuentro social esporádico, en el que me encuentro a alguien a quien  hacía tiempo no veía. Típica conversación inicial:

El encontrado: ¡Hola! ¿Cómo estás?

Yo: Muy bien, gracias. ¿Tú qué tal?

El encontrado: Bien, también gracias.

Yo: ¡Qué bien! Me da gusto.

El encontrado: – Y tú, ¿en dónde estás?

Yo: (Hacia mis adentros: “agghh… esa pregunta no podía faltar. Siempre esperan una respuesta como ‘en tal oficina’, ‘en tal secretaría’, ‘en esta institución’”). En tono sarcástico: pues aquí, tomando y hablando contigo.

El encontrado: (Risitas) No, me refiero a dónde estás trabajando.

Yo: (De nuevo, hacia mis adentros: “Ya sabía. Debió haberse dado cuenta de la flojera que me provoca su pregunta. Trabajo de lunes a domingo, en mi casa, entre 17 y 20 horas al día. No creo que quiera hablar de eso”). Sí, ya sabía. En realidad trabajo por proyecto. Ahora estoy en…(y le narro mis proyectos actuales, mientras pienso en la necesidad de hacer esa pregunta como una manera cordial de preguntar por el otro, como si responder “en tal oficina” fuese tan obvio y natural como decir “bien, gracias”. Y empiezo a pensar en la identidad del burócrata oficinista como un lugar común de la urbanidad, en la manera en la que vivo al margen de esa estructura, y, en consecuencia, en la relevancia de escribir este texto).

Hoy en día no soy una burócrata, pero lo fui hace algunos meses, y seguramente volveré a serlo en algún momento de mi vida. He experimentado el régimen de horarios y jefes, reuniones, llenado de formatos, hora de llegada y anhelada hora de salida, tiempo muerto y hora-nalga, saludar a toda la oficina mientras uno va por el pasillo, echar el chisme de quién se acuesta con quién, hacer el café, ir a comer y chatear en Messenger con el compañero de al lado. Y con el tiempo, uno se da cuenta de que hay todo un mundo que gira alrededor de esas rutinas: no sólo los funcionarios (públicos y privados) que se ganan el pan de cada día con su asistencia a la oficina, sino todo lo que, a partir de ese simple hecho, se genera en la estructura económica de una ciudad, de un país.

Y es que la organización burocrática produce patrones propios de producción y consumo. No me refiero sólo a la estructura de alguna organización en la que participe, propiamente, un burócrata como trabajador, sino en todas las actividades que se alimentan de la organización y funcionamiento de la burocracia como estructura. Un burócrata es, básicamente, un trabajador asalariado. Eso quiere decir que tiene un ingreso fijo y estable, que recibe periódicamente, en plazos y momentos determinados. Y eso implica no solamente que debe producir en plazos fijos y determinados, sino que puede consumir en periodos estables y regulados.

Y me doy cuenta de que toda la parafernalia de plazos fijos, sin intereses, de “compre hoy y empiece a pagar en seis meses” están anclados a la economía del trabajador asalariado: un trabajador que recibe una cantidad cierto día y que debe administrarla hasta que vuelva a recibir la misma cantidad, otro día. Como recibe el dinero lo paga: en cantidades fijas, a plazos regulares, sin intereses. Y el mundo de los descuentos y de las facilidades de pago, de los créditos de consumo y vivienda, beneficia a los trabajadores formales, asalariados, y que los otros trabajadores, como yo, vivimos al margen de esos sistemas de producción y consumo. Con un mercado laboral tan volátil y precario como el nuestro, en unos años, ¿de qué irán las nuevas estrategias de publicidad y ventas?

Lo mismo sucede con los paquetes de comida en restaurantes, con los negocios de comida corrida, con lugares como Sanborn’s Café, Starbucks, o estrategias de venta masiva como el Buen Fin: están dirigidos a hombres y mujeres de vestimenta formal (y los miembros de sus familias), que necesitan un lugar eficiente de encuentro, en el que las opciones estén predeterminadas y los descuentos permitan un consumo constante y estable. Nada muy complejo, oneroso o complicado, sino un encuentro rápido, distante, replicable en cualquier lugar, a cualquier escala.

Son interacciones constantes, cotidianas, que producen y reproducen relaciones particulares, muchas veces en rangos y estratos: jefes y subordinados, compañeros, gerente, sub-director, director, secretario, y de ahí se desprenden prácticas propias: los amoríos de oficina, las infidelidades matrimoniales, los chismes de cada día, la secretaria que evita sacar las copias, el compañero que no comparte información. La oficina, por ello, también es un espacio social: construye relaciones, vinculaciones de poder y estructuras de orden. Y a partir de ese nuevo orden, se crea también una estructura articulada de producción y consumo.

III.           La identidad Godínez

En la primera temporada de Mad Men, Don Draper y sus secuaces tratan de preservar la cuenta del Liberty Bank. El galán de la serie da un discurso convincente sobre la necesidad de independencia y libertad del hombre moderno, sobre sus áreas de confort y sus demandas de privacidad. La “cuenta ejecutiva” sería ese producto que marcaría la diferencia entre el ejecutivo moderno y  libre y la masa de trabajadores tradicionales, no ejecutivos, no modernos y no libres.

Cuando Kracauer estaba escribiendo su libro, Alemania y Europa occidental estaban en pleno proceso de transformación social. Eran los años después de la Primera Guerra Mundial, en que las mujeres habían salido al mercado laboral, en que los países se estaban recuperando de las economías de guerra y se estaban ajustando al Tratado de Versalles. Para muchos, se había acabado la Europa tal y como la conocían. Se habían terminado los grandes imperios y los grupos estamentales tradicionales. Surgían nuevos grupos sociales y nuevas condiciones de vida material. Cuando Kracauer escribía The Salaried Masses, el trabajador asalariado era el grupo que crecía en contraposición al obrero, el que contendría los impulsos comunistas y socialistas, el que mantendría a raya las demandas laborales y el descontento social.

Con la quiebra de 1929, no obstante, las condiciones de vida de los burócratas los acercaron, en posibilidades materiales y demandas sociales, a los obreros y trabajadores industriales. Me parece cada vez más curioso que, a pesar de la solidez de la burocracia como estructura, la frontera entre uno y otro grupo laboral–en términos de poder adquisitivo, vida material y demandas sociales– sea cada vez menos clara. Al parecer, siempre hay recursos para trazar la frontera, pero son recursos cada vez más frágiles y contingentes. La identidad burócrata, al parecer, descansa sobre estructuras todavía sólidas, pero que ya empiezan su proceso de transición.

Natalia Rivera Hoyos

Licenciatura en Política y Administración Pública por El Colegio de México. De padres colombianos, nació en São Paulo, Brasil, pero desde pequeña viajó a México. Aquí vive y de aquí es. Desde su fundación es consejera editorial de Distintas Latitudes. Huraña, pero de risa fácil.

One Comment

  • Diego Macías dice:

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    Fíjate, en mi hasta ahora breve experiencia como burócrata (“funcionario” para los finos), he pensado que un elemento muy distintivo del gremio es la falta de espacios para tomar decisiones respecto del trabajo o las actividades que desempeña. Esa falta de espacios y oportunidades se convierte, a la larga, en una falta de capacidades para tomar decisiones.Posiblemente los obreros sean el otro grupo laboral-social que comparta ese déficit con los burócratas, pero en este caso es un tanto más impresionante porque, creo, los burócratas son los únicos clasemedieros que no las toman. El comerciante las toma, el empleado independiente las toma, el freelancer las toma, el médico o el abogado o el arquitecto que trabaja para sí y por proyecto las toma, el profesor-investigador las toma, el artista o el artesano las toma… todo mundo decide, con cierta libertad (limitada, obviamente, por cuestiones del entorno socio-económico -¿qué me pagará mejor?, ¿a qué hora me conviene?-), pero no los burócratas.Los burócratas siguen, además de los horarios y plazos fijos, algunas actividades fijas y rutinarias. Trabajan ocho horas al día según los esquemas que les dictan sus superiores, recurriendo a ellos para resolver cualquier duda, por simple que ésta sea. No toman decisiones y esperan, invariablemente, el comentario o visto bueno del jefe. Son(mos) casi incapaces de tomar iniciativa en algo y arriesgar (pues finalmente arriesgar es sinónimo de tomar una decisión) y podemos incluso sacrificar la productividad en favor de la tranquilidad patética que nos ofrece el hecho de no comprometernos con alguna decisión.Y siento que eso se traduce, también, en los patrones de vida y de consumo de los que muy bien hablaste. El burócrata tradicional, cuando sale a la vida real, toma pocas decisiones individuales. Compra lo que la mayoría compra y en donde la mayoría lo hace; come lo que la mayoría come y viste igual que todos. Claro, podríamos asumir que esa es una decisión individual, pero siento que más bien es la ausencia de ésta.

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