“Yo venía a Estados Unidos a cruzar para como todos buscar el sueño americano, por un futuro mejor, por darle un futuro mejor a tu familia, a tus hermanos, y luego tener aunque sea algo para ti, un futuro para ti”. Rosa llegó a Tijuana por segunda ocasión hace 5 meses, después de atravesar la república mexicana, Guatemala y parte de su país, Honduras. Ya hace 2 años lo había intentado, pero en su ingenuidad/necesidad de indocumentada (o, mejor dicho, de “documentada” con pasaporte falso proporcionado por un coyote) trató ingresar a los Estados Unidos por la garita de San Ysidro, donde fue detenida por autoridades estadunidenses, encarcelada durante 6 meses en San Diego y deportada hasta Centroamérica. En marzo de este año decidió aventurarse nuevamente, ahora acompañada por su tío y un par de paisanos hondureños que –como ella– no han encontrado forma de sostenerse en su lugar de origen. Pero su experiencia esta vez ha sido más amarga: no sólo no ha podido entrar al país que cree le resolverá sus carencias económicas sino que en su trayecto de Chiapas a Veracruz fue secuestrada por quienes supone pertenecen a los Zetas.
Al platicar con los migrantes uno no alcanza a adivinar los testimonios con los que se puede hallar. Llegan a la frontera (si es que llegan) con heridas profundas, físicas y emocionales; llegan en su camino hacia el norte o ya expulsados del país de las ilusiones. Rosa me habló de su trayecto de Honduras a Tijuana conteniendo las lágrimas, con voz quedita, retraída en sus movimientos, algo nerviosa; narraba su supervivencia mientras al fondo escuchábamos algunos cánticos de las religiosas que presiden la casa del migrante donde estaba albergada. “A nosotros nos secuestraron y nosotros nos escapamos. Estuvimos tres días. Mi tío me abandonó, porque me dijo que era muy difícil, dijo que si me hacían algo como querer abusar de mí, que si actuaba a salvarme lo podían matar, pero gracias a dios no abusaron de mí ni de la otra muchacha, no nos torturaron, simplemente como a mi tío le iban a mandar dinero fuimos a otro pueblo con uno de ellos y se descuidó y nos escapamos los cuatro. Ese mismo día que nos escapamos venían por nosotros; a las mujeres, como éramos dos, nos iban a mandar para Monterrey donde está la mafia”. Después de echarse a correr se refugiaron en una iglesia, ya Rosa con una crisis nerviosa. Ahí fue cuando se separaron: la pareja tomó camino y su tío se entregó a las autoridades mexicanas de migración para que lo deportaran a Honduras.
Pueblo de tierra (casi fantasma de tan solitario), con casas subterráneas, en un estado sureño que no conoce o no quiso mencionar, cocinando para los criminales y los otros 30 migrantes levantados que alcanzó a contar, una avioneta que cayó donde iba –escuchó– un médico que les extraería los órganos. Son sus recuerdos de tres días de secuestrada. Mucho temor. “Ahora uno tiene miedo de entrar a los pueblos humildes, ahí es donde se están escondiendo los mafiosos, en los pueblitos, en las serranías, son pueblitos de tierra, nadie te va a encontrar, nadie sabe que estás ahí, pueblitos que no aparentan, de gente pobre, ya los tienen a todos atemorizados, ahí es donde están”. Pero Rosa, de 28 años, no claudicó en su travesía hacia Tijuana porque además de sus intenciones por llegar a los Estados Unidos tenía otro objetivo: rescatar a uno de sus hermanos, migrante que (como tantos) no logró cruzar y quedó perdido en la ciudad, entre las drogas y la prostitución. Con la ayuda de los grupos promigrantes consiguió sacarlo. Ahora Rosa no sabe si volverá intentar cruzar al otro lado, porque tiene miedo, porque es caro, porque no hay garantías de llegar, porque puede morir en el intento. “Honduras está bonito, sí secuestran gente pero gente de alcaldes, gente adinerada, pero aquí no, aquí México está mucho peor porque aquí de nada quieren sacar dinero los Zetas. Allá hay pandillas pero en las ciudades más grandes, donde vivo nada más hay narcos, si no te metes con ellos no te van a hacer nada. En todos lados se ve eso, pero el crimen organizado se ve más peor en México. Aquí los coyotes es una sola red con los narcotraficantes, porque de lo que sea quieren sacar dinero”.
De norte a sur a norte…
“No puedo volver supuestamente, pero al ratito nos vamos si dios quiere, ya otra vez a intentar a ver cómo nos va, primeramente dios espero que bien”. A Leticia y Lucina, mexicanas, las conocí el día que intentarían volver a cruzar de forma ilegal. Ellas carecen de papeles en los Estados Unidos y por eso han sido expulsadas del país en el que han vivido durante 15 y 30 años, respectivamente. Allá, en California, está su vida: hijos (con la ciudadanía estadunidense), amistades, trabajo, hermanos, padres y exmaridos. Leticia ingresó de forma ilegal a sus 13 años y no había vuelto a México desde entonces. Pero este año, con una hija preadolescente que dejó encargada a su expareja, quiso volver a Guadalajara para reencontrarse con su familia, lo que logró tras más de una década de ausencia. Sin embargo, de regreso hacia su casa californiana se encontró con que las autoridades migratorias le negaron el acceso vetándole además cualquier petición de visa por los siguientes 5 años.
La historia de Lucina es un poco distinta: ella no tenía intenciones (como Leticia) de volver a México, sino que fue detenida al realizar un pago administrativo de gobierno en el condado donde radica desde 1979. Estuvo casada con un ciudadano americano y por eso tuvo documentos que acreditaban su legitimidad en los Estados Unidos por muchos años; hasta que se divorció y el exmarido –narra Lucina– le quitó los papeles. Ella tiene cinco hijos, todos americanos, y a principios de agosto fue dejada en la puerta de entrada a Tijuana, “donde empieza la patria”, en calidad de deportada, trasladada por los migras a una ciudad que no conoce y con únicamente 2 dólares en la bolsa. A ambas las asistió el Grupo Beta, el cual después de ofrecerles un café y alimentos las condujo al Instituto Madre Assunta A.C., una casa para mujeres y niños migrantes.
Lucina teme no volver a su casa en California y ante ello su única preocupación son sus hijos, en especial los más chicos. “Ya mis hijos grandes tienen su vida, pero yo he pensado ¿y mis hijos pequeños? Todavía al más chiquito lo puedo dominar porque tiene 6 años, si digo ‘me lo llevo’ pues me lo llevo, pero el de 16 años es difícil, ¿cómo quitarles su vida que conocen allá? Entonces de a tiro para qué lo traigo a México, y al otro también, tendría que pensarlo”. Lo mismo pasa con Leticia, porque –aunque la mayor parte de su vida ha estado en un país donde no nació– se sigue sintiendo mexicana. “Aquí en México está lo que a mí me gusta, me siento a gusto, simplemente pues mi hija, la escuela, el estudio, si yo consiguiera un buen trabajo yo me quedara aquí, pero ya no tengo que ver por mí sino por ella”.
Tijuana es la ciudad que más repatriados recibe, de hecho por esta ciudad entran más deportados que por cualquier otro estado fronterizo. Tan sólo en el 2010 se realizaron 133 mil actos de repatriación (un total de 189 mil por Baja California) y según datos del Instituto Nacional de Migración en su delegación estatal la cifra ha bajado en un 20% en lo que va del 2011. Pero ésa no es la percepción de Lucina y Leticia, ni de la trabajadora social Mary Galván, que labora con las mujeres migrantes en el instituto. Ellas coinciden en que las políticas migratorias de los Estados Unidos se han endurecido; incluso Lucina y Leticia tienen inconformidad con la administración de Obama, pues lejos de ayudar a los indocumentados se les ha perseguido. “Todos mis hermanos y mis papás son ciudadanos y cuando votaron pues votaron por él, pero no porque a ellos les fuera a beneficiar sino para que yo y los que no tenemos papeles nos arreglemos, pero no sirvió de nada, ahora con la reelección creo que ni medio voto va a agarrar de ellos. Como vienen las elecciones ya empieza a prometer que va a dar permisos de trabajo, ya empieza a hablar cuando en el pasado no hizo nada. Al contrario, demasiadas deportaciones”.
Un hogar temporal
El Instituto Madre Assunta se fundó en Tijuana en 1994 enfocado a dar refugio temporal a las mujeres y sus hijos (sin importar nacionalidad) que en su paso hacia los Estados Unidos no tuvieran donde quedarse. Fue un año de crisis económica en el país y por lo tanto de gran flujo migratorio de sur a norte. Varios factores convergieron para que la migración fuera tan abundante por esos tiempos: por un lado, la crisis en México; pero por otro, la “facilidad” para cruzar sin documentos, pues no sólo no había un resguardo tan celoso de la frontera sino que la inseguridad no había alcanzado los niveles de esta década. Era menos incierto, pues, y los principales riesgos podían ser sucumbir al transitar por los desiertos o montañas: perderse, deshidratarse, sufrir quemaduras por el sol… Hubo quienes hasta por la playa, caminando por la orilla cual turistas, ingresaron a California. Pero esto cambió, de principio por las políticas antiinmigrantes en los Estados Unidos al implementar la Operación Guardián (justamente en 1994 ante la numerosa llegada de migrantes), que consistió en incrementar la guardia en los límites con México, sumando custodios y bardas a la frontera. La xenofobia fue creciendo entre los estadunidenses y con el tiempo se conformó un grupo ciudadano de vigilancia denominado Minuteman, que en ese afán por “defender” la frontera ha cometido incontables atropellos hacia los migrantes, incluso asesinatos. En 2001 ocurrió el ataque a las Torres Gemelas en Nueva York y con él todo acceso a los Estados Unidos fue blindado, acrecentando asimismo la seguridad y la barbarie de los agentes de la patrulla fronteriza.
Todo ello ha impactado también en las casas del migrante respecto a quienes alberga: ahora, como indica Mary Galván (trabajadora social del Instituto Madre Assunta), un 99% de las mujeres que reciben son deportadas. “En la actualidad está habiendo muchísimas deportaciones, la gran mayoría es gente que están sacando por el endurecimiento de la política migratoria, hay redadas, por cualquier felonía te detienen, incluso de tránsito, y te sacan del país”. La separación de madres e hijos es una constante entre los casos de repatriación y esto ha ocasionado un shock emocional en las mujeres, que muchas veces son repatriadas a una patria que no sienten suya. “Son mujeres que han vivido por más de 15, 20 ó 25 años en los Estados Unidos y prácticamente allá tienen hecha su vida, y sus hijos se quedaron allá, esto es lo grave del problema porque ellas dicen ‘bueno, me puedo adaptar a estar sin lo que sea pero no me puedo adaptar a estar sin mis hijos’, y resulta que los hijos no quieren venirse a un país que no conocen y que no es de ellos, porque no se adaptarían ni al idioma ni a la cultura ni tampoco a la pobreza que existe en nuestro país, desgraciadamente eso es una realidad”.
En el albergue (que se sostiene por donativos de fundaciones, del DIF y una pequeña partida del Gobierno del Estado) han procurado ofrecer un apoyo integral más allá de la asistencia social: además de tener un lugar donde dormir, comer y asearse, las migrantes reciben atención médica, pláticas sobre salud y riesgos de cruce, orientación psicológica, asesoría legal para las deportadas, comunicación con sus familias mediante teléfono, chat o email, y una bolsa de trabajo para quienes lo requieran.
Y las residentes de allí lo agradecen: se sienten seguras, apoyadas y hasta queridas por las religiosas y trabajadoras del lugar. Para Rosa es su segundo hogar: “Desde que me acogieron en esta casa yo me sentí muy bien, si no existieran estos albergues entonces ¿a dónde nosotros fuéramos a dar? porque en un hotel no es seguro y luego se te acaba el dinero, te quedas sin techo, totalmente en la calle. Aquí me han apoyado, me han querido casi como una hija, realmente las madres me tienen mucho aprecio y yo a ellas”. Leticia y Lucina, previo a su última misa en el instituto antes de intentar regresar con sus hijos, se encomiendan a dios para llegar a California y desde allá ser ellas quienes ayuden a la casa que las amparó: “Nos dijo la madre que ésta es nuestra casa, que cuantas veces necesitáramos ayuda aquí tenemos nuestra casa, que íbamos a ser recibidas, pero espero en dios ya no la necesitemos y después nosotros poderla ayudar a ella, ya no ella a nosotros”.