[Si quieres ver las películas y documentales que aquí se mencionan, ve al final del artículo]
“Vivo en un país lleno de fisuras. Lo que fue el centro clandestino donde mis padres fueron secuestrados hoy es una comisaría. La generación de mis padres, los que sobrevivieron a una época terrible, reclaman ser protagonistas de una historia que no les pertenece. Los que vinieron después (…) quedaron en el medio, heridos, construyendo sus vidas desde imágenes insoportables.”
Lo anterior lo dice Albertina Carri, directora y protagonista del documental Los rubios (2003). Es el momento culminante de su filme, cuando ya ha merodeado la provincia de Buenos Aires en busca de información sobre sus padres, detenidos y desaparecidos durante el Proceso. Su declaración funciona como postura generacional.
Los cineastas de la edad de Albertina, niños en los setenta, no militaron en los grupos que sufrieron la represión; conocen las historias de la dictadura desde sus tíos, sus abuelas o los sobrevivientes al régimen. Son hijos de aquellos militantes o revolucionarios que los militares llamaron “zurdos” o “subversivos”. Por eso reconocen el horror, la necesidad de la denuncia y la memoria. Pero también quieren trascender las coordenadas políticas de esos años para merodear otras zonas: los testimonios cotidianos, los silencios o rumores que recorrieron las calles, las vidas que ocurrían, titubeantes y medrosas, mientras se sabía que muy cerca se torturaba y asesinaba.
La urgencia del cine argentino por exhibir las atrocidades del Proceso va cediendo ante el interés por situar la cámara en ángulos más reposados, si se quiere reflexivos. Las películas argentinas del siglo XXI sobre la dictadura militar toman perspectiva para contar sus historias de nuevas formas.
La historia oficial / Todos sabían
La dictadura militar que inició en 1976 ha sido tema recurrente de la cinematografía argentina. Hacia 2011, el portal de Memoria Abierta daba noticia de un catálogo de 444 producciones, entre ficciones, documentales y cine experimental, que de manera directa o tangencial hablan sobre el periodo. Sus subtemas son amplios y complejos. Algunas películas revisan el papel de las izquierdas militantes y revolucionarias en los años previos al golpe; otras, las crónicas de los centros de detención y los desaparecidos; muchas reflexionan desde el exilio, desde la nerviosa contención de la sociedad, o desde la incertidumbre de los niños sustraídos de sus padres biológicos y entregados a familias adoptivas, en muchas ocasiones coludidas con los secuestradores.
Con el retorno de la democracia, un cine pazguato, de comedias que buscaban preservar valores familiares y patrióticos, cedió su paso a la denuncia cruenta, también didáctica, que ilustraba lo ocurrido antes de que se olvidara. Dos títulos de los ochenta constituyen el canon primigenio: La historia oficial (Puenzo, 85) y La noche de los lápices (Olivera, 86). En la primera, una maestra de historia, casada con un empresario coludido con los militares, se entera que su hija, adoptada, en realidad fue sustraída de una pareja de desaparecidos. La segunda es una crónica de siete adolescentes de La Plata detenidos ilegalmente, torturados y desaparecidos, por su participación política en su escuela secundaria. La historia oficial mereció reconocimientos internacionales (el primer Oscar que gana Argentina por Mejor Película Extranjera), que se tradujeron en el interés del mundo por conocer los crímenes del regimen militar; La noche de los lápices es tortuosa educación sentimental de la adolescencia argentina, tránsito doloroso y obligado, como The Wall o Trainspoitting.
Desde ahí, los títulos se suceden hacia dos espectros: los que buscan dar testimonio directo de la represión, y los que prefieren indagar sus repercusiones en la sociedad. Entre los primeros ejemplos descolla la cinta Garage Olimpo (Bechis, 99), que cimbró el maniqueísmo obligado al sugerir una historia de amor y dependencia entre secuestrador y secuestrada: los poros del bien y el mal se abren y matizan. Mientras que una cinta de pretensiones más intelectuales, Un muro de silencio (Stantic, 93), da en el clavo cuando al final Silvia, exmilitante que en su madurez ha preferido evadir el tema, lleva a su hija a uno de los centros clandestinos, para hacerla consciente de los horrores. La hija, incrédula, le pregunta si la gente no sabía lo que pasaba ahí. Silvia responde: “Todos sabían” y así abre el espectro hacia la indagación de una sociedad víctima pero también responsable de esos años oscuros.
La creación de las identidades
Con Los rubios (Carri, 2003) se desquebraja el afán didáctico de la cinematografía anterior. A propósito mal filmada, con problemas de sonido y sin una aparente organización argumental, la película de Albertina Carri propicia desde el caos una búsqueda errática de sus padres -Ana María Caruso y Roberto Carri, intelectuales que participaron en la organización Montoneros- y de lo que ocurrió en el barrio de su niñez durante los años de la dictadura.
Carri es insolente y usa muñecos de playmobil para narrar momentos álgidos, como el secuestro de sus padres; o apenas muestra desde un monitor con mala imagen los testimonios de los militantes compañeros de su padre. Así confronta a documentales más convencionales -como Cazadores de utopías (Blaustein, 96), o Montoneros, una historia (Di Tella, 94)-, que hacen del testimonio su valor y del discurso ideológico su justificación. Carri parece cansada de los argumentos políticos de historiadores, militantes y exmontoneros sobrevivientes; ella y sus hermanas se quedaron sin padres, y su documental es testimonio de la ausencia. También por eso la actriz Analía Couceyro representa a Albertina: en una historia de alias y verdades a medias, el desdoblamiento entre personaje y directora reafirma el trasiego de identidades, tiempos, presencias y fantasmas. Pero además, el documental tropieza en todo momento con su propia manufactura. Los esfuerzos para realizarlo crean distancia entre el tema y el presente; esto impide que la desaparición de los Carri sea épica o aleccionadora. Los padres desaparecidos equivalen al vacío, y Albertina, sus hermanas, la actriz que representa a Albertina y el resto del staff, viven el documental desde una orfandad más indolente que melodramática. Las entrevistas forzadas con los vecinos del barrio sugieren que en estos espacios sigue imperando la incertidumbre, la discreción como ropaje de la culpa, y las verdades oblicuas sobre la historia. Una solución final irreverente, usar pelucas rubias porque así llamaban los vecinos a sus padres, corona la búsqueda de Albertina desde la desfachatez y la asunción intima: la identidad no necesita politizarse; se trata de un asunto personal, que incluso confronta los ideales más apreciables.
El personaje escindido de Cautiva (Biraben, 2005), llamada Cristina Quadri por sus padres de crianza y Sofía Lombardi por su familia original, tiene disyuntivas semejantes a las de Albertina. La película vuelve a narrar el conflicto de la sustracción y apropiación de bebés, pero mientras en La historia oficial se mira desde la madre putativa, aquí se revisa desde la confusión de la adolescente, víctima no solamente del pasado, también del presente en el que las fuerzas de la justicia, la familia apócrifa y la real, y detrás de ambas las facciones enfrentadas durante la dictadura, siguen combatiendo, ahora en la identidad de la adolescente.
Apenas el juez le revela a Cristina que su verdadero nombre es Sofía Lombardi, y que es hija de desaparecidos políticos, su vida se mueve por tribunales, hogares, escuelas y calles lyncheanas, donde todo es aparente y fragmentado. La nueva abuela parece de inicio sombría, los espacios de sus padres son temibles cuchitriles de subversivos, justo lo que Cristina ha apendido a despreciar, los funcionarios de la justicia son amenazantes, sus amigas del antiguo colegio la ven como descastada y las del nuevo son muy distintas a su educación conservadora; pero más agobiante, quienes hasta ahora han sido sus padres son los menos dignos de crédito. Cristina/Sofía necesita conocer a otra hija de desaparecidos, Angélica, para asentar la confusión, y del mismo modo clandestino que militaron sus padres, ella debe conocer en un sótano a Martha, la enfermera que ayudó a su parto, para conocer las circunstancias de su nacimiento. La clandestinidad de los militantes de los setenta equivale a la clandestinidad de sus hijos para resolver sus identidades.
Las identidades de Elena y Natalia Levín en Hermanas (Solomonoff, 2005) no tienen el mismo misterio que la de Sofía. El conflicto, en todo caso, se encuentra en cómo estas identidades encararon la dictadura y qué heridas dejó en cada una. Elena es ama de casa, vive en Texas, y un año después del regreso de la democracia en Argentina, recibe la visita de su hermana Natalia, quien se exilió a España. La visita, al inicio festiva y solidaria, se transforma en una dura confrontación, que inicia con la diferencia de personalidad -Elena es conservadora, su mayor aspiración era tener una familia; Natalia es periodista, combativa, seguidora de su padre en sus aventuras intelectuales y políticas- y se agrava según asumen posiciones contrarias en los tiempos previos y durante la dictadura. Más allá del melodrama, lo importante se encuentra en el enfrentamiento a causa del vaivén político, incluso cuando los tiempos del régimen militar han terminado.
Elena y Natalia no necesitan rescatar su memoria, la tienen ahí, en la novela póstuma del padre y en la forma de lidiar con sus parejas, en la educación de Tomás, el hijo de Elena, y en las habilidades de ambas para hablar inglés. Argentina no les es un ámbito de nostalgia, una Arcadia con bandoneón y mate, sino un hoyo negro monstruoso, donde se configuró lo más agrio de quienes son ahora. La resolucion lacrimógena del conflicto tiene más que ver con la asunción de las identidades magulladas que con una solución dramática. La desangelada despedida de las hermanas las deja en suspenso: aun deben resolver mucho de quiénes son ellas con respecto a su país y a su historia reciente, para conciliar las diferencias cotidianas.
Más reciente en producción, Infancia clandestina (Ávila, 11) apuesta desde los géneros cinematográficos. Como Carri, Benjamín Ávila es hijo de una guerrillera montonera, detenida-desaparecida en 1979. Si Carri optó por la experimentación del vacío y la fragmentación, Ávila se disciplina desde la producción comercial, sin perder rigor en su planteamiento. Infancia clandestina semeja a la serie de TV Los años maravillosos, cifrado en argentino y en los tiempos más cruentos del Proceso. Juan, hijo de Montoneros, de doce años, regresa con sus padres al país, para participar en la contraofensiva que el grupo guerrillero intentó en 1979. Para entrar a Argentina debe usar otro nombre, Ernesto, homenaje al Che Guevara. La familia se instala en un pueblo del país y fingen dedicarse al negocio de los chocolates. Juan/Ernesto acude a la escuela de la región y se enamora de María, preadolescente que hace gimnasia. Los dos grandes temas de la trama, clandestinidad y primer amor, se amalgan y urden un melodrama que va de la política al género del coming of age.
No faltaría quien vea en Infancia clandestina una banalización del tema: la gravedad de la represión, la idealización de la guerrilla, el terror contenido en el país, parecen frivolizarse en escenas incluso gozosas, como la celebración de cumpleaños de Juan, el símil que hace el tío Beto de las chicas con los chocolates con cacahuate, o el enamoramiento de Juan/Ernesto y María. Alguna escena es poderosa en su candidez: los enamorados adolescentes se coquetean en el interior de un auto abandonado, quemado, que muy bien podría ser vestigio de algún antiguo acto de represión. Ávila incorpora con gran riesgo animaciones para sugerir las escenas de violencia, como lo hace Carri con sus muñecos de playmobil. El efecto al inicio parece alarde pop, en su tercer momento logra conmoción, cuando la captura de la familia de Juan se precipita en collage alucinante con imágenes del Che asesinado, la bandera argentina, los padres jóvenes, los centros de detención y María, el primer amor perdido. Todo es un compilado que parece querer explicar: la dictadura fue represión y familia, resistencia e historia, ideales y árboles, sangre y chocolates, silencios y gritos soterrados en galerones oscuros.
Albertina, Sofía, Elena, Natalia, Juan, se unen a la galería umbrosa de personajes de La noche de los lápices, La educación sentimental, Garage Olimpo o Un muro de silencio, y tantos más que los tiempos y los espacios han impedido comentar. Siguen buscando su identidad, asumen o evaden la memoria, se debaten entre la denuncia, la responsabilidad compartida con el Proceso, o el intento de trascender el horror. Pero en todos existe la conciencia de cierta dignidad: lo que han vivido es aprendizaje y consigna para seguir encarando a la dictadura, momento sombrío que perdura y se transforma según avanzan las décadas, los gobiernos, las conquistas, los logros de justicia o los pendientes que aún se dirimen en artículos, canciones, películas, protestas, mítines, boliches y hogares.
Agregado
Por motivos de espacio y unidad en el artículo, no se incluyeron muchísimas películas que al ver la lista parecerían obligadas. Una vuelta rápida por la web permite encontrar sinopsis y apreciaciones varias sobre ellas. Acá se ennumeran en un afán de hacer conscientes las omisiones.
Tiempo de revancha (Aristarain 1981)
Plata dulce (Ayala, 1982)
No habrá más penas ni olvido (Olivera, 83)
La República perdida (Pérez, 83)
Cuarteles de invierno (Murúa, 84)
Los chicos de la guerra (Kamín, 84)
Camila (Bemberg, 84)
Hay unos tipos abajo (Alfaro y Filippelli, 85)
La República perdida II (Pérez, 86)
Tangos: el exilio de Gardel (Solanas, 86)
Made en Argentina (Jusid, 87)
Revancha de un amigo (Santiago Oves, 1987)
Sur (Solanas, 1987)
Ico, el caballito valiente (García Ferré, 1987)
La deuda interna (Pereira, 88)
La amiga (Meerapfel, 88)
El lado oscuro (Suárez, 92)
Montoneros, una historia (Di Tella, 94)
Hundan al Belgrano (Urioste, 96)
Por esos ojos (Arijón y Martínez, 97)
G. O. (Bailo y Stefanello, 98)
Botín de Guerra (Blaustein, 98)
Fuckland (Marqués, 2000)
Historias cotidianas (Habegger, 2000)
Kamchatka (Marcelo Piñeyro, 2002)
Crónica de una fuga (Adrián Caetano, 2006)
Películas que no conseguí (se agradece que compartan streaming o torrent)
El poder de la censura (Vieyra, 1983)
El ausente (Filipelli, 87)
Mirta, de Liniers a Estambul (Coscia y Saura, 87)
El censor (Calcagno, 95)
Prohibido (Di Tella, 96)
1977, casa tomada (Pilotti, 97)
El visitante (Olivera, 98)
Operación Walsh (Gordillo, 2000)
Ni vivo, ni muerto (Ruiz, 01)
–Películas online–
- Los rubios
http://www.cinemargentino.com/films/914988608-los-rubios
2. La historia oficial
3. La noche de los lápices
4. Garage Olimpo
5. Un muro de silencio
6. Cazadores de utopías
7. Montoneros, una historia
8. Cautiva