La primera novela argentina, resaltan orgullosos los manuales escolares, es “Facundo: Civilización y barbarie”, de Domingo Faustino Sarmiento. Publicada en 1845, algunas décadas antes de que “el primer maestro” asumiese como presidente de la Nación, es, en realidad, un planteo ideológico sobre el “deber ser” de la cultura argentina. En sus páginas, Sarmiento plantea lo que hará explicito después desde las páginas de los diarios, desde los discursos políticos, desde los planes de gobierno: a él, y para ser justos a toda una generación de intelectuales, les interesaba poblar a la argentina, un desierto poblacional entonces, de inmigración europea calificada. Era imprescindible dejar paso a esta cultura superior europea pero, entonces, ¿qué hacer con el salvaje indígena, con el peón rural, con el gaucho autóctono, con la barbarie caudillista?
Durante 40 años, de 1860 a 1900, se incentivó la inmigración europea desde el Ejecutivo Nacional, se crearon mecanismos de reabsorción cultural como la escuela pública e inclusive, durante el gobierno del Presidente Roca, se llevó a cabo la segunda Campaña al Desierto con el objetivo claro de diezmar a las poblaciones indígenas y empujarlas a territorios menos deseables. Las consecuencias de estas políticas de Estado dejaron su huella imborrable en la historia y en la cultura: la invisibilización total de ciertas minorías que se negaban a dejarse homogeneizar por la “América europea”. De la mano de cierto darwinismo social que postulaba la superioridad europea y criolla sobre las razas estériles y salvajes, se llevaron a cabo prácticas de exterminio y discriminación para construir sobre los huesos de los aborígenes un ideal de civilización burguesa y europeizante.
Tan exitoso resultó este plan, que algunos latinoamericanos se sorprenderán al enterarse que en el territorio argentino existen más de 600,000 indígenas descendientes de más de 30 pueblos originarios (Mapuches, Guaraníes, Comechingones, Kollas, Macovís y Tobas son algunas de las etnias con mayor población). Son un 1,6% de la población que rara vez se ve en las pantallas de tv de los livings de la Capital Federal.
Esa es, tal vez, la herencia más notable de aquella generación de “constructores de la patria”: fuera de la vista, fuera de la mente. Ni siquiera el peronismo, que hizo suyas muchas de las reivindicaciones de la clase obrera, hizo hincapié en las necesidades de los pueblos originarios, muchos de los cuales viven, aún hoy, en una pobreza extrema, sin gozar de los derechos que les son suyos por amparo de la Constitucional Nacional desde su modificación en 1994. En el artículo 75, inciso 17, se establece el respeto a la identidad, a la educación bilingüe e intercultural de los pueblos originarios; se reconoce la personería jurídica de sus comunidades y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan. Estos derechos, que el Estado debería garantizar, son las reivindicaciones constantes de los grupos indígenas en la Argentina hoy.
La “Tupac”: indigenismo y peronismo
Una de las organizaciones sociales que más repercusión tiene en Buenos Aires es la Tupac Amaru. Nacida de la CTA (Central de Trabajadores Argentinos) La Tupac es una hibridación netamente argentina de movimiento indigenista, porque es también peronista. De hecho, en la página web de esta organización social barrial se mezclan fotos de Evo Morales con las de Perón y Evita. No es casual. Tal vez de todas las organizaciones sociales nacidas después de la crisis del 2001, la Tupac Amaru – y, ¿cómo hablar de la Tupac sin pensar en su líder kolla Milagro Sala? – es una de las pocas que entendió ese mandato peronista, aquel que reza: “La organización vence al tiempo”.
Y es que hacia finales del siglo pasado en las provincias argentinas, especialmente las provincias pobres del Norte como la Jujuy de Milagro Sala, se necesitaba organización, y mucha. La noche liberal de los 90 y la desregulación que le siguió tuvo consecuencias nefastas para las provincias que tuvieron que soportar el peso de políticas de ajuste estructural e importantes reestructuraciones productivas para alcanzar estabilidad macroeconómica. La desregulación financiera, la liberalización comercial a cualquier costo – caiga quien caiga – y las famosas privatizaciones menemistas de empresas del Estado fueron algunos de los mecanismos elegidos por el entonces Ministro de Economía, Domingo Cavallo. La carga que recibieron las provincias durante los 90 fue, en muchos casos, casi letal: hacia 2001, cuando el sistema financiero argentino colapsó sin remedio y se salió de la convertibilidad devaluando el peso en un 40%, descubrimos los números de la tragedia, la cifra de la deuda: en total las provincias argentinas debían 73.912 millones de pesos y se vieron obligadas a emitir cuasi monedas para pagar muchos de los gastos trasladados de la Nación hacia las provincias, como educación o salud. Esta deuda, que en mayo de 2010 fue refinanciada en un %89 por el Gobierno Nacional de Cristina Fernández de Kirchner, fue el beso de la muerte para las precarias economías del interior que se vieron forzadas, también, a reducir gastos –el famoso ajuste.
Pero en la hora más oscura de la Argentina, se erguían faros —pequeños, sencillos, humildes, basados en el truque y en la solidaridad común, agrupados en organizaciones simples, barriales. Milagro Sala ya era, por entonces, delegada de la CTA (Central de los Trabajadores Argentinos). Hija de una madre kolla que la abandonó en una caja de bebé, Milagro fue adoptada por una familia blanca y sufrió – como nadie, como todos – el flagelo de saberse de un color diferente al de las estrellas de la tele, al de las chicas blancas que, como explica Sandra Russo en su libro “Milagro Sala. Jallalla: la Tupac Amaru, una utopía en construcción”, nadaban en las piletas municipales para refugiarse del calor sofocante de San Salvador de Jujuy. Cuando se enteró de sus orígenes, a los 14, se escapó de su casa y se refugió en las calles donde conoció la droga y el delito. Pero también, después, conocería allí su vocación de lucha. En 2002, cuando el gobierno provisorio de Eduardo Duhalde procuró tapar con parches asistencialistas la miseria que se había generado durante los años de opulencia menemista con planes como el “jefes y jefas de hogar”, Milagro Sala ya era delegada de la CTA y, junto con otros, se juntaba en una oficina de ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) en San Salvador de Jujuy y pensaban en cómo podían organizar eficientemente estos planes; cómo podían sacar a los chicos de la calle, presas de la represión policial, y ponerlos al servicio de otros como ellos. No tenían nombre entonces pero serían los primeros miembros de la organización Tupac Amaru.
El crecimiento de “La Tupac” en Jujuy es incomparable; su eficiencia pone en ridículo al estado jujeño. Con el dinero que fluye del Estado Nacional –200 millones de dólares que salen del Ministerio de Desarrollo Social, en su momento en manos de Alicia Kirchner, quien le dio el impulso inicial– La Tupac invirtió no en ladrillos y cemento, sino en construir fábricas que hicieran autosustentable la construcción de casas para los perdedores del sistema. Mientras que al estado Jujeño le cuesta 30,000 dólares construir una de estas viviendas, La Tupac lo hace por 20,000 dólares y en un cuarto del tiempo. Ésta emplea a los suyos, a los excluidos, a los de la calle, y les pone condiciones: ni drogas ni alcohol. Pero el trabajo de esta organización de 50,000 personas no termina ahí. Construyeron dos escuelas con bibliotecas y computadoras para que los chicos puedan estudiar con los mismos beneficios que las escuelas porteñas. Allí trabajan 150 maestros. Hay un Hospital con un tomógrafo donde trabajan 40 médicos e incluso, recientemente, se abrió un consultorio odontológico. Se abrieron otras fábricas, textiles en este caso, que fabrican los delantales y las remeras para los chicos de la provincia. Pero tal vez las más interesantes de todas las construcciones de La Tupac sean las piletas, los parques acuáticos que parecen obsesionar a Milagro Sala, una herencia de los recreos sindicales peronistas de los años 50 en donde el trabajador conoció, por primera vez, su derecho al ocio.
Lo curioso es que pocos de estos logros hubiesen llegado a Buenos Aires sino fuese por la ayuda que le dio el Senador Jujeño por la UCR (Unión Cívica Radical), Gerardo Morales. En 2009 el Senador, que ideológicamente podría ubicarse en la centro-derecha, llevó a Milagro Sala a los titulares Nacionales cuando la acusó, a ella y a su organización social La Tupac Amaru, de haber estado detrás de un escrache[1] a su persona a la salida de un seminario. Morales la acusó también de narcotraficante y a la organización que dirige de mafiosa. Su estrecha relación con el Gobierno Nacional la hace el blanco de las críticas de dirigentes de la oposición y también de otras organizaciones indígenas que acusan a Sala de usar la violencia para obtener su cooperación en marchas y escraches. Lo cierto es que, a pesar de las diferencias, La Tupac Amaru marchó junto a otras 30 delegaciones indígenas de diferentes puntos del país hacia la Plaza de Mayo en mayo de 2010. Y el reclamo, único y contundente, fue el mismo de los últimos dos siglos: tierra, rechazo a las empresas que los desalojan, respeto a su cultura ancestral y justicia frente a los atropellos del pasado y el presente. “La tierra, robada, será recuperada”, cantaron, organizados.
Y es que, finalmente, La Tupac logró lo impensable en un país donde las minorías son ignoradas y aplastadas por esa construcción ciudadana sarmientina del inmigrante europeo, blanco y civilizado: una organización propia, con sus propias reglas, más cerca de aquel líder indígena del siglo XVIII que de quienes lo torturaron y asesinaron. Una organización que toma en sus manos su propio destino; que le da la mano a los avances tecnológicos que prometen sacarlos de la miseria pero que intenta hacerlo hablando el idioma de los Incas.
[1] Nota: este es un modismo argentino: escrachar, del italiano schiacciare, significa manifestarse, pero también puede ser evidenciar a una persona pública dando a conocer sus características negativas.