1.
Miro por la ventana de la flota – así le decimos al autobús aquí – unas casitas de adobe que se dispersan en la planicie altiplánica y unos niños que corren desabrigados a tres grados bajo cero, y pienso en una famosa frase de Zavaleta: “[Bolivia] es la patria de la injusticia social, y si no fuera por sus masas, sería mejor que no existiera”. La frase era muy extraña para su tiempo – Zavaleta la escribió en los ochentas: lo de la injusticia social estaba claro: sabido es que Bolivia es dramáticamente pobre y desigual, pero lo de las masas contradecía el sentido común que había predominado durante dos siglos en la intelectualidad boliviana, que difícilmente encontraba algo de valor en las masas empobrecidas y relegadas – especialmente en los indios. La frase de Zavaleta era intempestiva, no parecía dicha para esos tiempos, sino para estos.
Y es que, en general, las élites bolivianas habían mirado siempre a esta mayoría con una mezcla inestable de vergüenza, miedo y paternalismo; cierto es que en los últimos años hicieron varias concesiones – la reforma de 1994, por ejemplo, que permitió a cientos de campesinos e indígenas hacerse del poder local – pero en lo fundamental su lugar seguía siendo secundario: para la gran mayoría de los bolivianos que vivían en las ciudades – un poco más de la mitad de la población – seguía siendo difícil imaginar que alguien que no viniera de las clases dominantes de La Paz, Santa Cruz o Cochabamba – bien vestido, educado, de preferencia, en una universidad norteamericana – pudiera hacerse cargo de este país. Hubiera sido, de hecho, absolutamente imposible pensar que uno de los niños como los que ahora veo por la venta, nacido y crecido en una de las zonas más remotas e inhóspitas de los andes, sin instrucción básica y modales occidentales – un niño como Evaristo Morales, en suma – podría llegar a la presidencia.
Pero en política, lo imposible se hace posible con relativa frecuencia y rapidez. A partir del inicio del ciclo de movilizaciones iniciado en 2000 con la Guerra del Agua en Cochabamba, las burguesías y las clases altas comenzaron a estar cada vez más conscientes de que la pax democrática que habían construido era frágil, fragilísima: severamente cuestionado por sus magros resultados, su neoliberalismo criollo se desmoronaba; su democracia cupular, con sus élites acostumbradas a repartirse civilizadamente la administración estatal, comenzó a resquebrajarse aceleradamente después de la revuelta popular de octubre de 2003, que obligó a un presidente boliviano a dejar su puesto después de 18 años de relativa estabilidad; de pronto, los movimientos populares, derrotados por casi dos décadas, se rearticulaba y parecían capaces de construir un discurso hegemónico.
No hubo nada que las derechas y los conservadurismos pudieran hacer: Morales llegó al poder de manera espectacular: cosechó las miserias del viejo y desacreditado sistema político, ganó con mayoría absoluta las elecciones nacionales y sin perder tiempo comenzó a cambiar casi todo lo que estaba en sus manos cambiar, desde la comida que se servía en Palacio hasta la Constitución Política del Estado, todo esto mientras repetía algo que a las burguesías les ponía los pelos de punta: que había llegado para que los indígenas, los campesinos y los obreros se quedaran en el poder 100, 200, 500 años, el mismo tiempo que habían permanecido excluidos.
¿Hubiera sonreído Zavaleta? Sí, probablemente sí.
2.
Después de ver en casa Quién mató a la llamita blanca (Rodrigo Bellot, 2006), la película más taquillera de la historia del cine boliviano, me quedo pensando en que hay casos en los que el arte no se limita a reflejar lo que está ocurriendo en la sociedad sino que a veces se le adelanta.
En una escena hilarante, Dustin Larsen, un cruceño bien parecido que ha pasado toda su vida en Montana y acaba de ser electo Mister Bolivia mientras vacacionaba en el país, se salva por un pelo de ser linchado por una comunidad aymara que lo acusa de haber atropellado una pequeña llamita blanca. Es imposible no reírse del gringo aquél que apenas si habla español y grita “!yo soy boliviano! ¡Yo soy boliviano!” frente a los comunarios furiosos. Supongo que cuando Bellot filmó esta escena, a mediados de 2005, quería jugar, entre otras cosas, con la idea de un país cuyos representantes apenas si representan a sus representados y con dos Bolivias muy distintas entre sí qué vaya a saberse por qué insistían en mantenerse unidas. Era ironía pura, fina ironía que hacía reír.
En la vida real, Dustin Larsen – que efectivamente se llama así y efectivamente fue electo Mister Bolivia en diciembre de 2004 – es hijo de Ronald Larsen, un norteamericano que en los años 70 le compró alrededor de 50 000 hectáreas en el sur del departamento de Santa Cruz a una familia aristocrática, que a su vez las había recibido del Estado boliviano a fines del siglo XIX, cuando finalmente se había podido derrotar a la resistencia guaraní y arrebatarle sus tierras.
Tres cosas complicaron la vida de los Larsen: la primera es que con la llegada de Morales al poder, la reforma agraria tomó un segundo aire – y los guaraníes no habían olvidado donde estaban sus tierras, la segunda es que a estos reclamos se sumaron las cada vez más frecuentes denuncias por explotación y servidumbre – cuando el Estado derrotó a los guaraníes, los repartió entre las nuevas haciendas para que los “civilizaran”, y la tercera es que a fines de 2007 se descubrió un pozo petrolero en Caraparicito, su principal propiedad. Se avecinaban días difíciles para los Larsen.
En febrero de 2008, Larsen padre y Larsen hijo agruparon a los ganaderos de la zona y organizaron una milicia armada para evitar que el Instituto de Reforma Agraria inspeccionara sus tierras, querían esperar que Santa Cruz aprobara su estatuto autonómico para evitar cualquier reparto agrario, y parecían dispuestos a todo: no dudaron en disparar contra vehículos oficiales, secuestrar a las autoridades a cargo y mantener bloqueada la zona por nueve días. Tuvieron que pasar ocho meses para que el Gobierno se animara – ya después de haber reducido a sus opositores – a regresar a la zona y pudiera continuar con el proceso de inspección y repartición, que todavía no ha concluido.
Larsen no mató a la llamita blanca, pero sí cometió – según las leyes bolivianas – sedición, secuestro y otros crímenes varios. Aunque se haya dado el lujo de decir que en un país como Bolivia las mayorías no deberían tomar decisiones ni votar, ya que son demasiado ignorantes, nadie va a linchar a Dustin Larsen. Eso sí, es muy difícil que vaya a salirse con la suya. Lejos están los días en que podía jugar a ser un cowboy en el lejano oriente, lejos está el tiempo en que podía ejercer soberanía sobre su pequeño feudo.
3.
Miro algunos de los graffitis escritos en las paredes blancas de Sucre, la pequeña ciudad colonial – famosa por su arquitectura colonial y republicana – en la que crecí: “Evo Cabrón, García Linera Maricón”, “Paceños, llamas de mierda”. Los graffitis son todos cicatrices de la violencia en noviembre del 2007, cuando el Movimiento al Socialismo (MAS) – el partido de Morales – decidió excluir arbitrariamente de la Asamblea Constituyente la discusión sobre el regreso de los poderes legislativo y ejecutivo a Sucre (que los había perdido en una guerra contra La Paz, hace más de cien años), que obviamente ponía nerviosa a la mayoría oficialista, cuyo bastión principal es el eje andino Oruro- El Alto – La Paz.
Fue una decisión bastante torpe, porque encendió la ira de una mayoría de sucrenses – especialmente de los universitarios – que sospechosamente bien pertrechados y organizados, obligaron a los asambleístas a sesionar en un cuartel militar, se enfrentaron a la policía y la derrotaron, e instauraron un momentáneo reino del terror durante el cual destrozaron la casa del prefecto de la región – era del MAS, castigaron a todo traidor a la ciudad que pudieron encontrar y quemaron toda la infraestructura policial – no se salvó ni el edificio del cuerpo de bomberos – que pudieron encontrar.
Aunque no faltó quien quisiera enmarcar todo aquello en una narrativa épica – los oficialistas diciendo que había sido una revuelta de oligarcas, los sucrenses creyendo que habían protagonizado una nueva gesta libertaria, lo horriblemente absurdo de los hechos se hizo evidente: 4 civiles muertos y más de cien heridos, la mayoría de ellos pertenecientes a las clases populares (3 de los cuatro muertos, de hecho, habían votado por Morales en 2005 y por sus asambleístas en 2006); la ciudad había perdido a su policía, lo que se tradujo en un aumento de la criminalidad, y la Constitución Política había sido aprobada aceleradamente bajo protección militar.
No fue ni el primero ni el peor de los eventos violentos en que los bolivianos dimos prueba de qué tan cerca estábamos de enfrentarnos en algo parecido a una guerra civil. Los graffitis estos no son sólo ecos de la violencia acaecida en Sucre, sino de una violencia que tocó varios puntos del territorio nacional: en enero de 2007, en Cochabamba, las juventudes “democráticas” se enfrentaron armadas de bates y armas de fuego contra los cocaleros, armados con palos y machetes; el saldo: tres muertos y casi cien heridos. En febrero de 2008 pasó lo de Larsen y compañía. En mayo de 2008, un grupo de campesinos e indígenas quechuas fueron torturados y vejados públicamente en la Plaza central de Sucre, como reprimenda de lo ocurrido en noviembre de 2007. En septiembre de 2008, en Pando, choques entre sicarios con alta capacidad de fuego y campesinos movilizados por el gobierno dieron como resultado la tragedia de 30 muertos – la mayoría de ellos campesinos – y la intervención del ejército nacional en el departamento. Vaya final para un año en el que comenzábamos a acostumbrarnos a que los grupos de choque – tanto en Santa Cruz como en El Alto – le propinaran palizas a sus oponentes como si nada. Pero el 2009 también traería lo suyo: en abril, un comando especial de las fuerzas armadas bolivianos acribilló a tiros en un hotel de Santa Cruz a unos presuntos terroristas que – según versiones oficiales – planeaban asesinar al Presidente Morales.
No deja de ser impresionante que el Presidente Morales y sus seguidores hayan salido victoriosos de todos estos episodios. Incluso quienes no simpatizan con ellos tienen que aceptar que han mostrado una inmensa astucia política: con una combinación de fuerza, negociación y suerte, han logrado, contra viento y marea, imponer la Nueva Constitución Política del Estado, crecer notablemente en las regiones opositoras – con reparto de tierras incluido – y desarticular a la oposición. Los graffitis permanecen, es cierto, pero están gastados, lavados por la lluvia, son viva metáfora del deterioro de una oposición que, presa del desprestigio y el faccionalismo, todavía no consigue recuperarse.
1.5