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La Ciudad Autónoma de Buenos Aires es el distrito más rico de la Argentina. Al repasar diferentes indicadores al azar, desde el ingreso per cápita que cada porteño recibe hasta la concentración de los servicios financieros que aportan un significativo porcentaje del valor agregado nacional en ese plano, la encontramos en la posición más alta respecto a las restantes provincias de nuestro país. Sin embargo, riqueza no es lo mismo que igualdad. Y la capital de todos los argentinos no se caracteriza precisamente por ser una ciudad igualitaria. Salud, educación y vivienda son tres ejemplos centrales de una gestión política –la de la administración que gobierna el distrito desde 2007, aunque sea posible remontarse un par de años atrás para indagar algunas decisiones que luego se profundizaron– que ha acentuado las diferencias socioeconómicas entre aquellos que más tienen y los más desposeídos. Diferencias que, en el espacio, se expresan geográficamente entre los barrios “bien” y los barrios bravos.

A fines de 2010, el Parque Indoamericano, ubicado en el barrio de Villa Soldati, fue escenario de un conflicto dramático. En reclamo de viviendas, 1,500 familias ocuparon uno de los espacios verdes más grandes de la ciudad y construyeron allí asentamientos precarios (más aún que aquellos en los que se alojaban previamente) a la espera de una solución a demandas que se actualizaron dolorosamente en esos días, pero que arrastraban desde un tiempo más pronunciado. La protesta fue reprimida por la Policía Federal y la Policía Metropolitana y arrojó un saldo comprobado de 3 muertos. Desde ese ejemplo, demoledor de las condiciones de vida de una buena parte de la sociedad porteña y de la respuesta que las clases dirigentes le brindaron, basaremos este artículo con el propósito de analizar la mirada que estigmatiza a los barrios bravos en general (acusados de determinados males sociales que parecerían no tener causas previas, sino que surgen casi espontáneamente debido a un designio del lugar de nacimiento) y a los barrios del sur de la ciudad de Buenos Aires en particular. En otras palabras, y desde todos los ángulos, el karma de vivir al sur.

 

El tema del presupuesto: impacto de los números en la realidad concreta

Con datos oficiales en mano, el excelente blog Sardinas en el Desierto grafica una política a través de números contundentes: si en 2005 el porcentaje sobre el total de gastos en la ciudad de Buenos Aires dedicado a salud, educación y vivienda (en los dos primeros casos, representados por ministerios; en el tercero, a partir de un Instituto) era 54,55%, en 2010 había descendido un total de 8 puntos hasta llegar a un 46,55%. Si se analiza punto por punto, la ecuación no se modifica sino que más bien se evidencia con crudeza la baja prioridad que el gobierno local le asigna a estas vitales asignaturas. Un 30% de ejecución del presupuesto de infraestructura escolar, mientras crece el gasto en educación privada que no todos pueden pagar. Un 44,6% de ejecución del presupuesto del Instituto de Vivienda, mientras el famoso “boom inmobiliario” provoca la construcción de grandes torres en los barrios de mayor poder adquisitivo, que son inaccesibles para buena parte de las personas que habitan la ciudad. La salud, en tanto, registró la menor participación sobre el total de gastos en toda una década: 20,71%.

La exhibición de esos datos se vuelve más aguda si se analiza a través del prisma Norte-Sur. En un interesante documento de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, titulado “La discriminación educativa en la ciudad de Buenos Aires”, se pueden visualizar las consecuencias de políticas que acrecientan las diferencias entre un barrio y otro en un plano fundamental que determinará, aunque no excluyentemente, el acceso de oportunidades de cada ciudadano.

Ahora bien, y ya involucrándonos de lleno en el dossier que propone Distintas Latitudes en su número 19, ¿cómo impacta la numerología presupuestaria en la configuración de los vínculos socio-espaciales alrededor y en esos barrios bravos (que para nosotros son, sin mayor distinción precisa, los barrios al sur de la ciudad de Buenos Aires)? ¿La violencia que muchas veces surge desde allí es “porque son feos, sucios y malos” o es efecto de una violencia infinitamente mayor que se explicita con la sutileza de una partida que se redirige de un ministerio a otro? ¿Qué hay en esos barrios bravos a nivel de expresiones políticas, culturales y sociales que desmitifique la imagen que crean las clases dominantes? A través del Parque Indoamericano y de la recorrida por alguno de esos otros mundos, intentaremos que el planteo quede bien asentado en los lectores.

 

Xenofobia, violencia y relaciones no tan bravas

  En aquellos días, el jefe de Gobierno de la ciudad, Mauricio Macri, realizó declaraciones donde responsabilizaba a la “inmigración descontrolada” por la ocupación del Parque Indoamericano en vez de hacerse cargo de una brutal represión y de una política que no ha priorizado la construcción de viviendas sociales, sino más bien el incentivo a un negocio inmobiliario para pocos, en el cual amigos y conocidos del ex presidente de Boca Juniors tienen notable injerencia. En consecuencia, esos números en abstracto dicen mucho, pero en concreto configuran todavía más una sociedad donde la desigualdad prima. En los territorios más olvidados, eso se siente y un día explota. La paciencia no es infinita sobre todo si hay promesas en el medio.

Según la ley 1770 que se aprobó en 2005, el gobierno porteño debería llevar a cabo un plan de urbanización en las villas de la ciudad a partir de la construcción de 1,600 casas. En el presupuesto 2011, se contemplaba solamente edificar apenas 650 y en 4 villas. De cara al año que viene, los datos no son menos alentadores: se reduce en 23% la cifra asignada a vivienda. Es difícil pensar que la violencia nace “naturalmente” en esos ciudadanos despojados de derechos básicos y, sin exagerar, de la propia noción de ciudadanía.

Después de los dichos de Macri (quien a mitad de 2011 fue reelecto por otros 4 años), respaldado públicamente por una buena parte su gabinete[1], el Parque Indoamericano dejó de ser el escenario excluyente de la desesperanza y la represión de unos días antes para convertirse en un campo de batalla entre pobres y pobres. De un lado, la personificación de aquellos a los que estigmatizaban desde el discurso oficial (que, claro está, no eran todos bolivianos ni paraguayos ni inmigrantes indocumentados) y del otro, aquellos que, con poco, se situaban un nivel más arriba en la escala social respecto a quienes nada tenían. Estos últimos, aplicando el lenguaje discriminador que había partido de las altas esferas gubernamentales. Ambos, habitantes de esos barrios bravos del sur de la ciudad, pero ubicados en planos diferentes: unos buscando subsistencia digna, otros tratando de protegerla. ¿De qué? De posiciones como las siguientes: “Ellos nos invadieron, son millones. Vas a la escuela y no podés anotar a los chicos porque hay 600 bolivianos; vas al hospital y no hay camas por culpa de estos negros”[2]. Un pensamiento arraigado en una parte de la sociedad desde la década de los 90 (por lo menos) se había activado explícita y brutalmente generando infelices consecuencias.

Sin embargo, esas imágenes crudas y reales que se vivenciaron en esas fatídicas jornadas (y sobre todo esa última etapa donde los hermanos se peleaban y el de afuera devoraba, parafraseando al Martín Fierro) no expresan genuinamente lo que significa el sur a la hora de dar cuenta de su vibración interna, de su vitalidad cultural, de su mística popular. A unas cuadras del Parque Indoamericano, ya insertos en los contornos del Bajo Flores, nos encontramos por ejemplo con el Centro Social, Cultural y Deportivo Flores Sur que tiene múltiples actividades que congregan a vecinos del barrio y más allá. Desde competencias deportivas infantiles y juveniles hasta una cooperativa gráfica pasando por la presencia de una murga, talleres de formación o la organización de peñas y mateadas. Hoy, y como corolario de la política que se impulsa desde el oficialismo capitalino, el predio corre peligro de desalojo, aunque afortunadamente se transita un camino de negociación que podría dar pie al mantenimiento del lugar en todas sus facetas. Esa y otras iniciativas desde diversos espacios generan contención social – algo que el Estado no otorga en su justa dimensión – al tiempo que crean mundos muy disímiles del que nos muestra la tele cuando referencia al sur. Un karma que existe desde arriba, pero que desde abajo intentan desterrar en un día a día complejo pero con la motivación de soñar con un mundo mejor, más justo e igualitario.



[1] “Si permitimos esto, mañana vendrán por el Parque Las Heras, Parque Pereyra, Parque Centenario o Parque Chacabuco. Los vecinos de la ciudad nos apoyan”; “Decir que los contribuyentes de la Ciudad no pueden pagar viviendas a Latinoamérica no es xenofobia, sino realidad” o “A los que tienen trabajo hay que legalizarlos. Y si se encuentra un inmigrante ilegal en situación de delito, se lo tiene que deportar” son algunas de esas expresiones que merecen el repudio de cualquier mirada que tenga como eje la igualdad de oportunidades, sin identificación de suelo.

Sebastian Tafuro

Nació en 1984 en Buenos Aires, Argentina. Sociólogo por la Universidad de Buenos Aires y estudiante de Periodismo (ETER). Es ayudante en el Taller sobre Cambio Social (UBA) y becario del Centro Cultural de la Cooperación por el proyecto La media luna en Bolivia: un análisis sobre las acciones y discursos de la oposición política al gobierno de Evo Morales junto a Marianela Albornoz.

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