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La pornografía, para muchos, lleva inevitablemente a un debate en torno a la legitimidad de la sexualidad en sí misma: se trata de un todo-o-nada en torno al sexo y al placer. Estar a favor de la pornografía implica estar a favor de una sexualidad libre, placentera; estar en contra de la pornografía implica estar en contra de la perversión y degradación de la sexualidad (redimida, en el fondo, sólo a través del matrimonio reproductivo). Es la diferencia entre creer que el sexo es bueno y que es perverso… sucio. La pornografía –que no es sino la puesta en escena del sexo (no reproductivo, no privado)– se convierte en un vehículo legítimo del placer o en una herramienta de corrupción. De ahí su liberación o su censura. De ahí si se tiene derecho a ella o existe un interés público fundamental que justifique su restricción.

El debate que describí en el párrafo anterior ocurrió, primordialmente, en los años sesenta y setenta en Estados Unidos. La pornografía, en ese momento, fue una de las áreas en las que la pugna en torno a la liberación sexual ocurrió. El campo en el que se luchaba por liberar al cuerpo, al placer, al sexo del control gubernamental y de la vigilia social. Esta fue la época de Hugh Hefner –fundador de Playboy (1953)– y Larry Flynt –fundador de Hustler (1972)–, de Deep Throat (1972) y The Devil in Miss Jones (1973) –símbolos del porno chic–, de Stanley v. Georgia (1969) y Miller v. California (1973) –de los fallos más importantes de la Suprema Corte de EUA en este tema– y de la Comisión del entonces Presidente Lyndon Johnson sobre obscenidad (1970) –en la que se determinó que para los adultos, ver porno no era dañino–.

Existe otro debate, sin embargo, en el que la pornografía se ha visto envuelta en las últimas décadas y que no siempre recibe la misma atención, a pesar de que es terroríficamente relevante para muchos de los problemas contemporáneos: la pugna que libró con el feminismo radical. Y, por lo mismo, la discusión que terminó suscitando entre los feminismos (sí: existe más de un feminismo). En los ochenta, la preocupación en relación al porno cambió.

Como dije, antes, era un tema de todo-o-nada. En el nuevo debate, sin embargo, el problema no era el sexo en sí mismo, sino el tipo de sexo mostrado:  aquél en el que la mujer no es sino un objeto a poseer, a coger, a humillar, a penetrar, a violentar. Aquél en el que la relación sexual que predomina es la de la subordinación y cosificación de la mujer. Dada la industria de la pornografía –hecha por hombres, para hombres–, no sorprende que para el feminismo radical, la gran mayoría de los productos porno reflejaran, precisamente, esa idea: la mujer como propiedad.

Las grandes representantes de esta postura en torno a la pornografía son Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin. Feministas preocupadas primordialmente por la subordinación, discriminación y violencia en contra de las mujeres en distintos ámbitos: en la casa, en el trabajo, en la calle. Pero, a diferencia del llamado feminismo de la primera ola, estas pensadoras no estaban preocupadas por superar los obstáculos meramente formales de discriminación, sino identificar y erradicar las prácticas cotidianas –sociales, económicas, políticas y legales– que tuvieran como resultado la subordinación de la mujer. Puede decirse que la consternación de esta generación obligaba a realizar análisis más cuidadosos, complicados, precisos de la realidad. Ya no era tan sencillo como identificar normas que le prohibieran a las mujeres desempeñar ciertas labores –como votar o trabajar–, sino visibilizar las prácticas sociales complejas que terminaban por provocar su subordinación.

En este contexto es que pensadoras como MacKinnon y Dworkin se interesaron por la pornografía. Ante las cifras espeluznantes[1] de la violencia que sufrían las mujeres –en sus casas, en sus trabajos, en las calles–, uno de sus propósitos era determinar el origen de esta violencia. La forma en la que era perpetuada. La manera en la que la idea –las mujeres son cosas– se concretaba en la realidad –la violación–. Una de las respuestas a las que llegaron fue que la pornografía era parcialmente responsable de ello. ¿Por qué? Porque la pornografía no es sino el vehículo a través del cual esa idea –la de la cosificación sexual de la mujer– se transmite de generación a generación, de hombre a hombre, de adulto a joven, de padre a hijo, de amigo a amigo.

La pornografía como constitutiva de la identidad masculina: el espacio en el que aprenden lo que es el sexo, lo que es la mujer, lo que es el placer, lo que es la masculinidad, lo que es la sexualidad. El ciclo interminable en que la industria recoge lo que el público quiere, y el público quiere lo que la industria demuestra. Pero, el problema no se detiene ahí. Aunque las mujeres están ausentes del ciclo de producción y consumo de pornografía, están presentes como objetos a lo largo del proceso: ellas son el material a retratar, fotografiar, videograbar, penetrar. Ellas son los center-folds. Pero también son las receptáculas finales de la fantasía masculina: la novia a la que se le exige recrear una escenografía, la esposa a la que se le impone cierta posición, la niña a la que se le pide realice cierto acto sexual, la puta contratada para encadenarse como en la película.

La pornografía no sólo muestra un concepto de sexualidad específico, sino que termina constituyendo a la experiencia sexual: lo sexual es lo que endurece al pene. Lo que endurece al pene es la pornografía. La pornografía es la violación de la mujer. La violación de la mujer endurece al pene. La violación es el placer del pene. Lo sexual es la violación de la mujer. Pero, nos diría MacKinnon, la perversión del sistema es que invisibiliza la violencia. Todo opera con una presunción: esto no es sólo lo que los hombres quieren, sino lo que las mujeres desean también.[2] Es esta idea –que las mujeres realmente quieren lo que los hombres quieren de ellas– la que borra la distinción entre la violación y el sexo. Los equipara: la violación es sexo. La violación es placer. De pronto, la violación ya no es violación. Es la experiencia cotidiana. Es la noche más común. Es la vida de todos y todas. Es elección. Es identidad. Es.

Era obvio que las críticas de estas feministas suscitarían, por lo menos, una reacción del mismo calibre. El resultado fueron las llamadas Sex wars. Pocas épocas han sido tan prolíficas en la investigación del porno como cuando ellas se avalanzaron contra el sistema. Había que comprobar que ese daño no existía. Diría MacKinnon: billones de dólares –por no decir el sistema patriarcal– estaban en juego. Me parece sensato decir que, técnicamente, las feministas radicales perdieron la batalla. Sus análisis teóricos convertidos en propuestas jurídicas –de prohibir la pornografía que mostrara a las mujeres en posiciones degradantes, violentas o subordinadas– fueron derrocadas en la sede legislativa y en la judicial. En la arena académica, a pesar de los múltiples esfuerzos, nunca fue comprobado el perjuicio que se decía provocaba la pornografía. Y creo que es evidente que, a pesar de todo, la industria del porno hecho por y para hombres no sólo no decreció (o modificó sus prácticas), sino que se consolida en los billones anuales año con año. Con todo, creo importante señalar algunas reflexiones y cambios que, a mi entender, le debemos al feminismo radical.

Creo que resulta evidente que, lo que en el fondo está discutiéndose, no es sólo la pornografía, sino la sexualidad. Lo que tenemos son teorías de la misma que pretenden responder a múltiples preguntas que, al menos en el público en general, no siempre se plantean. Si algo invitan estos debates es a realizar las siguientes interrogantes, no sólo en la arena pública, sino en lo personal: ¿De dónde proviene el deseo? ¿Por qué deseo lo que deseo? ¿Por qué cojo como cojo? ¿Por qué beso como beso? Esto, al final, invita a reflexionar en torno a: ¿En qué momento y a través de qué dispositivos configuré mi concepto del placer, del amor, del sexo? ¿En qué, de todo ello, participó el porno? ¿El cine, la literatura, la televisión, la música? En este sentido, la discusión en torno al porno no está limitada a ella exclusivamente: se trata, en el fondo, de los mecanismos a través de los cuales se reproducen ciertas ideas –en este caso, de lo que es ser hombre, ser mujer, ser heterosexual, ser homosexual, ser erótico–.

Implica una revisión crítica de la sexualidad propia. En este sentido, lleva no sólo a inquirir por sus orígenes, sino también por sus resultados. Los debates feministas no son, a mi entender, sino un debate en torno al Otro. La lucha, al final, estriba en reconocerlo. Verlo. Considerarlo. La pregunta no es sólo qué siento yo, sino que está sintiendo ella. ¿Qué me dice su mirada? ¿Qué me dicen sus besos? ¿Qué me dicen sus piernas? ¿Qué me dicen sus palabras? Incluso en el porno, el ejercicio obliga ver más allá de los agujeros y los palos y tratar de ver a las personas –si es que existen– detrás. ¿Qué se tuvo que realizar para que yo obtuviera este video, esta fotografía? Evidencía las condiciones de producción detrás de la industria, las condiciones de intercambio entre las partes. De aquí, siguen las interrogantes: ¿Cómo se configura el consentimiento de las partes? ¿Qué significa que un contrato –de trabajo sexual, como el porno o el matrimonio–, se pactó libremente? ¿Qué significa el ? ¿Qué implica el no?

Desde aquí, el feminismo radical obliga a prestar atención al proceso a partir del cual se define el placer. En este sentido, lo que ocurre en la pornografía es similar a lo que ocurre en la política. ¿Qué sucede cuando al proceso de definición de lo que son los derechos o la justicia –o el placer– se introduce un nuevo jugador? ¿Una nueva mirada? ¿Cómo cambia lo que se considera erótico o pornográfico? Aquí es precisamente en donde nace el porno feminista: aquél que pretende ofrecer una nueva forma de mirar a los cuerpos, a los actos sexuales, a las relaciones que se suscitan en los participantes a través de la puesta en escena que es el porno.[3] Sí: un porno en el que la forma en la que la mujer figura, en la que el hombre participa, en la que la relación se suscita es distinta a lo que por lo general se produce. Y que lo hace de manera consciente. Si lo personal es político,  es justo aquí donde resultan indistinguibles. Lo que tenemos son orgasmos como statements políticos. Qué bien.


[1] Según un estudio del perfil de los internos por el delito de violación en el Sistema Penitenciario de la Ciudad de México, al 2005,  el 99.68% de los delitos sexuales eran cometidos por hombres, el resto por mujeres. El 63% de los delitos sexuales son de violación, en sus distintas modalidades (de los 2,229 delitos, sólo 8 fueron cometidos por mujeres). De una muestra de 400 de estos casos, en el 70.25% de ellos la víctima tenía una relación con el agresor; en el 23.5% se trató de un familiar directo, en el 16% un familiar indirecto, y en el 30.75% de un conocido. (Para más datos, véase Ruiz Ortega, Antonio, “Estudio comparativo del perfil de los internos por el delito de violación en el sistema penitenciario de la Ciudad de México”, disponible en: http://bit.ly/kYwnLx.) Según UN Women, una de cada tres mujeres en el mundo ha sido golpeada, violada o abusada en algún punto en su vida, por lo general, por alguien conocido. Para más cifras, véase “Violencia contra las mujeres – Datos y cifras”, UN Women; y el documento del Fondo Fiduciario de las Naciones Unidas para Eliminar la Violencia Contra la Mujer del 2008. El primero está disponible en: http://bit.ly/iiAuuO El segundo está disponible en: http://bit.ly/lUsFtE

[2] Catharine MacKinnon, “Sexuality, Pornography, and Method: ‘Pleasure Under the Patriarchy’”, Ethics, vol. 99, núm. 2, 1989, p. 330.

[3] Revisen Lust Films (ha sido galardonada en los Feminist Porn Awards –sí, existen– por sus películas); los Dirty Diaries; también los diversos sitios que vienen en este link; el Crash Pad Series; a Annie Sprinkle; a Belladonna; el documental The Naked Feminist y Hot and Bothered: feminist pornography; y a Syd Blakovich.

 

Estefanía Vela

Monterrey. Noviembre de 1984. Licenciada en Derecho del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Responsable del Área de Derechos Sexuales y Reproductivos del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE).

9 Comments

  • Ivan yo-yo dice:

    Noviembre 1984???

  • Anónimo dice:

    Lo que más me gusta del texto es que nos hace mirar qué tipo de discursos e imaginarios hay incluso allí donde no tenemos la costumbre de analizarlos. Es decir, como acertadamente apuntas (xD) no se trata ya de preocuparnos por los obstáculos formales que enfrentamos como mujeres, sino por las barreras mentales escondidas -pero presentes- en el transitar de la cotidianidad. Es por eso que el feminismo es tan pertinente hoy en día (recordando ese otro gran texto de Lilián López Camberos en este mismo número).

    Lo que vemos en la pornografía hace parte al final de nuestra propia experiencia sexual (y sobre todo de nuestro repertorio).  Y vale la pena mirar de forma crítica lo que nos excita y qué dice eso de nosotros como personas. Es casi como lo que me gusta hacer al analizar el discurso amoroso en el cine y la televisión y ver de qué manera eso influye -o ha influido- en nuestra manera de amarnos y enfrentarnos al otro; pero tú lo haces con el porno y eso me resulta sencillamente fascinante. Y necesario.

    “Orgasmos como statements políticos”… genial.

  • Deidre dice:

    La descripción de las Sex Wars me dejó pensando en la controversia en torno a The Dinner Party de Judy Chicago, alrededor de esa misma época o un poquitito antes (principios de los ochenta). Los senadores furiosos argumentando que “eso no es arte” sino obscenidad, pornografía…

    Más allá del lugar común de la hipocresía y la doble moral, hay mucho de interesante en que una serie de vaginas-platos como statement político y como discurso artístico resulten tan “ofensivas” que se les tilde de pornográficos (e incluso simplistas al “reducir a la mujer a una vagina”) desde la esfera política para restarle valor artístico y por otro lado a la par se libre un debate que concluye que la pornografía tal cual la describes “no es ofensiva” y no debe censurarse porque no tiene efectos probadamente negativos. Desde el privilegio no se ve la desventaja, pero las amenazas a status quo nunca pasan desapercibidas.

    En fin…

  • Lo curioso de los discursos feministas anti-porno es que fallan en ver lo evidente, léase, que la objetualización de la mujer y el efecto de cosificación sobre el acto sexual en sí mismo son igualmente represivos para el hombre, es una escenificación impotente del deseo masculino.

    Más allá del plano de lo obvio, de la mujer como objeto, del cumshot como eje central del coito pornográfico, del ostracismo del orgasmo femenino como objeto de interés (muy a mi pesar), está el problema del sexo como puesta en escena. Como hombre, siempre encontré al porno como algo inquietante, y no es debido a mi formación católica: es en cierto punto aterrador porque es falso, pero al mismo tiempo tiene una entidad aún mayor que la experiencia sexual real.

    Un texto de Baudrillard que distó de ser popular entre las feministas lo explica mejor que yo:

    “El porno es la cuadrifonía del sexo. Añade una tercera y una cuarta pista al acto sexual. Reina la alucinación del detalle -la ciencia ya nos ha acostumbrado a esta microscopía, a este exceso de lo real en su detalle microscópico, a este voyeurismo de la exactitud, del primer plano de las estructuras invisibles de la célula, a esta noción de una verdad inexorable que ya no se mide con el juego de las apariencias y que sólo puede revelar la sofisticación de un aparato técnico. Fin del secreto. […] Que todo sea producido, que todo se lea, que todo suceda en lo real, en lo visible y en la cifra de la eficacia, que todo se transcriba en relaciones de fuerza, en sistemas de conceptos o en energía computable, que todo sea dicho, acumulado, repertoriado, enumerado: así es el sexo del porno, y ése es más ampliamente el propósito de nuestra cultura, cuya obscenidad es su condición natural: cultura del mostrador, de la demostración productiva. Ambigüedad insoluble: el porno pone fin mediante el sexo a cualquier seducción […] Nos revolcamos en esta liberalización que no es sino el proceso creciente de la obscenidad. Todo lo que está escondido, y goza aún de lo prohibido, será devuelto a la palabra y a la evidencia. Lo real crece, lo real se ensancha, un día todo el universo será real, y cuando lo real sea universal, será la muerte”. [Jean Baudrillard, De la seducción; Bs. As., Rei, 1987. Cap. III]

    Que me perdonen las feministas, pero no hay tal cosa como un porno liberador: en cuanto el sexo se filma, se objetualiza, se transforma por en algo por definición embotellado y rotulado. El porno es lo que el capitalismo y la industria ofrecen al deseo, porque es una práctica agotadora esencialmente falta de seducción, de comunicación y, en general, hasta de calentura. No hay pasión en el porno, ni dolor, ni verdadero deseo, la mayoría de las veces ni siquiera placer, y se lo considera mejor hecho (más “profesional”) cuanto más carente es de todas estas cosas. Artificial, aséptico y empaquetado en plástico brillante, como un condón. Una gimnasia helada, estéril, esterilizada y por todo eso, sobre todo, esterilizadora, castradora.

  • Sambuka dice:

    Son debates distintos, creo. Tú vas mucho más por el lado de Barba y Montes en La ceremonia del porno. Gran texto (y creo que ahí hablan del miedo inquietante al que te refieres). Ahí aluden también a todo el debate en torno a las posibilidades del porno: mínimas, que se agotan en diez posiciones, quince escenarios y tres tipos de iluminación. Asocian, de hecho, al porno con el ¿mecanicismo cartesiano de inicios de la modernidad? (El cuerpo como máquina; y el porno “es eso”: planos con cuerpos cortados, cuerpos mecánicos, dando placer.) Y la gran crítica a cómo el porno no es erotismo y, por tanto, es hueco. 

    Es uno de los grandes debates. Mucho más mainstream. Como el debate de arte versus porno. Y, pues sí: al menos en EUA la definición de Miller v. California dice mucho acerca de esto. El porno es, por definición, lo que carece de valor. Lo que no es ni artístico, ni político, ni literario, ni científico y, podría agregarse, ni erótico. Es el coito animal puesto en escena. 

    Y el lamento de cómo el capitalismo pervirtió todo… Está presente en, por ejemplo, el documental Inside Deep Throat (¡qué pasó con el porno chic! ¿para eso fue la revolución?), vaya, hasta en las mismas feministas radicales (Andrea Dworkin señala que el gran secreto de los hombres de la izquierda es que dicen ofrecer libertad, pero en realidad venden el sexo.)

    Pero creo que incluso si nos vamos por tu debate –el porno es hueco, es estéril, es aburrido, se agota en unas cuantas posturas–, muchas de las herramientas que el feminismo radical utilizó para deconstruirlo aplican acá también. Primera pregunta: ¿crees que el porno esencialmente así es o puede cambiarse? (Si es un discurso, si es un género de la comunicación… Si es, digamos, como la literatura, el cine, la música: que puede tener épocas, que puede tener contenidos distintos, que puede tener historias distintas… o no. ¿Es una construcción social, afectada por el contexto o no? (Que en el mismo texto de Baudrillard que señalas habla de cómo estamos en la cultura del mostrador y cómo la ciencia -y el microscopio- nos ha acostumbrado al detalle. ¿Estamos en la modernidad, no?) Segunda: ¿por qué habría que cambiarlo o no? (Una respuesta puede ser: para utilizarlo como un vehículo que propicie una sexualidad distinta y más igualitaria. Otro podría ser: con independencia de la igualdad, que las personas aprendan a gozar de una sexualidad menos mecánica, más humana. Que aprendan que no todo se reduce al pene -y esto no sólo para las “pobres” mujeres, sino para los “pobres” hombres, también [porque ellos también sufren]-. Claro, aquí implicaría, supongo, reconocer que el porno sí impacta en la construcción que cada persona realiza de su sexualidad. Que impacta tanto como la música, el cine, la literatura…) Tercera: ¿cómo habría que cambiarlo? (Este es el gran debate de política pública. Fascinante en sí. ¿Qué papel tendría el Derecho en esto? ¿Habría que dejarlo todo a la industria y a sus buenas intenciones? ¿Deberían existir ONG’s del porno? Ja. Es fantástico.)

    Y no creo que las feministas radicales crean que las únicas que sufren sean las mujeres. Como ya han señalado muchas feministas: el sistema de género “encarcela” a “ambos sexos”. Ellas, pobrecitas, cosificadas. Y ellos, pobrecitos, cosificadores. Virginie Despentes en King Kong Theory habla, por ejemplo, de cómo la mayoría de sus clientes no eran los grandes y fornidos hijosdeputa, sino los debiluchos, ñoños, pobres hombres que no se adaptaban al estándar de “La Masculinidad” -y de La Sexualidad, obviamente- y acudían con ella -una puta-. Sí, los hombres también sufren. Sí, no todos los hombres son Hombres. Sí, todos sufrimos con el perverso sistema de género que nos impone formas de ser. 

    Y como muchas le señalaron a MacKinnon y a Dworkin: vaya, queridas, habemos quiénes sí disfrutamos del sexo hardcore y nada tiene que ver con el sometimiento que ustedes plantean. Aquí está Belladonna. Aquí está (o estaba, qué tristeza) Sasha Grey. Aquí está Annie Sprinkle. Aquí está todo el post-porno y el porno queer. Aquí están las lenchas sados. Aquí está Robert Mapplethorpe. Aquí está Buck Angel. Aquí está todo este grupo de sujetos que contestan: yo soy sujeto -no objeto-, y deseo el porno sadomasoquista, o hard core, o brutal. Y lo disfruto en mi vida personal. Y eso está bien.

    En fin. Lo fascinante del porno es que hay muchos debates. El que señalas tú es uno distinto, creo. Igual de interesante. (Snuff de Palahniuk, creo, es precisamente de lo que tú señalas.) No creo, sin embargo, que se oponga al debraye que traían las feministas radicales. 

    Es como el debate de permitir que las mujeres voten en la democracia, por ejemplo, versus todos los que señalan que la democracia no representa, realmente, a los ciudadanos o que es una pseudodemocracia. Digo, uno podría decirles: bola de taradas, nosotros estamos tratando de salir y ahí están ustedes queriendo votar. (Como les dicen a “los gays” para el matrimonio, verdá.) Y quizá en eso, habría algo de razón. Pero sigo creyendo que eso no quita “la lucha”. Ni para el porno, ni para la democracia, ni para el matrimonio. Ja. 

  • Sambuka dice:

    De todas anécdotas de las Sex Wars la que más me gusta es la historia de Mapplethorpe. Fotógrafo que murió de SIDA a inicios de los ochenta, y a finales de esta década deciden hacerle una exposición-homenaje. Bueno, es la primera vez en la historia de EUA en que un show de arte va a juicio por ser obsceno. Y aplicaron el criterio de Miller v. California: Mapplethorpe es obsceno, pero, ¿su valor artístico lo redime? Entonces el juicio consistió en un montón de “expertos de arte” explicándole al público por qué posicionar al pene de esa forma, o a los niños de cierta manera, o al sadomasoquismo bajo cierta luz, es arte. (Mapplethorpe tenía como temas el homoerotismo y el sadomasoquismo.) Hay un libro divino, divino, divino al respecto de Wendy Steiner: http://www.amazon.com/Scandal-Pleasure-Art-Age-Fundamentalism/dp/0226772241

    <3

  • Jaime Montejo dice:

    Muy buen análisis

  • Isaías Sosa dice:

    ¿Así se acaba? Yo pensaba que apenas empezaba la cosa.

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