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Por Natalia Rivera

Dejé Brasil hace dieciséis años, y desde entonces he vivido en un país complejo y caótico. Me enamoré desde muy temprano. México se me presentó como un cajón de tesoros por descubrir. La bienvenida no fue muy cálida: no me gustaba la escuela, odiaba que las paletas picaran, detestaba que el chocolate fuese tan malo, comía muy poco, todo me caía mal, y el chile arruinaba la comida. La gente hablaba raro, la tortilla olía extraño, y mi madre vivía con temor de la ciudad. Entre todo esa incomodidad, un día abrí mi libro de historia y descubrí que en este país había pirámides. A los ocho años juraba que sólo en Egipto había tal cosa, pero el descubrimiento del México prehispánico fue como un flechazo de amor. Leí sobre el sacbé y la astronomía maya, sobre las chinampas mexicas y los guerreros jaguar; mi profesora explicó el grito de Dolores y habló sobre el abrazo de Acatempan. Seguí la historia con la Revolución mexicana y la expropiación petrolera. México me abrumó. Todo versaba sobre dioses y conocimiento, riqueza y justicia, sobre un pueblo y su unidad. Cosas abstractas, rebosantes de valor moral. El nacionalismo mexicano me sigue pareciendo ese coctel multicolor, Pemex y la virgen de Guadalupe, Francisco I. Madero y los indígenas de Chiapas; lo abstracto, lo ideal, lo que no podemos tocar.

Y es que en Brasil el discurso sobre lo nacional incorpora otros temas. No pretendo herir susceptibilidades, pero siempre me ha parecido algo desabrido. Sus elementos son demasiado concretos, materiales: el samba, el futbol, la caipirinha, las mujeres, el Cristo del Corcovado, elementos que, a su vez, contornan el espacio discursivo del turismo. No tuve oportunidad de conocer a fondo la historia de Brasil, pero cada que vuelvo, veo que escasamente articula un discurso público. De niños se nos cuenta sobre Tiradentes, pero no es posible hablar de una lucha de independencia, o una revolución por la democracia; las historias de heroísmo son más locales: desde Chico Mendes defendiendo los árboles del Amazonas, hasta Ronaldinho saliendo de un barrio humilde para hacerse mundialmente famoso.

En esta reflexión sobre lo ambiental –y lo monótono que puede ser escribir sobre ello– recordé que una de las lecciones más reproducidas en la educación básica brasileña –al menos hasta lo que mi experiencia puede contar– es la relación entre Brasil y el Amazonas, la importancia de la selva no sólo para el país, sino también para el equilibrio ambiental del planeta. La inclusión del Amazonas en esta lista de nacionalismo concreto, casi táctil, señala una relación mucho más curiosa: la insinuación de un estrecho vínculo entre el brasileño y la naturaleza. El cuerpo, el deporte, las mujeres, los árboles, nada demasiado abstracto; el nacionalismo brasileño es más inmediato, de mínimas intermediaciones.

Hace unos meses, Lula declaró que “el Amazonas es de los brasileños”, no en un acto de declaración nacionalista, sino en una clara estrategia de delimitación del ámbito de decisión política: lo que se hace en el Amazonas lo decide el gobierno brasileño. Y es que con la explosión del tema ambiental y del calentamiento global, el Amazonas se ha asumido prácticamente como un bien internacional. En la disputa no está sólo la selva tropical, sino todo un sistema de producción y desarrollo asociado al uso de la tierra. El gobierno brasileño parece enfrentarse a dicotomías ecológicas eternamente encadenadas: la decisión en un punto necesariamente genera una fricción en otro.

Desde 1975, el gobierno implementó el Plan Proálcool como una medida para estimular la sustitución de gasolina por alcohol en el uso de transporte terrestre y reducir así la dependencia de la importación del crudo y sus refinados. Ello porque la crisis del petróleo dominaba el escenario energético, y los precios del combustible estaban por los cielos. Para mediados de los ochenta, más de tres cuartas partes de los vehículos producidos anualmente en Brasil podían funcionar con etanol producido a base de caña de azúcar. En 2003, la medida se extendió, pues Volkswagen presentó la modalidad de coches flexi-fuel –con motores que pueden funcionar por combustión de gasolina o de alcohol–, y el porcentaje de estos vehículos en el mercado brasileño se elevó a 86 por ciento en 2007.

La caña se procesa en poco más de 300 fábricas, de las cuales 70 por ciento posee tierras propias y de las que se extrae alrededor de 60 por ciento de la materia prima. La industria es, por lo tanto, mayoritariamente local, de capital nacional (en 2007, el capital extranjero acreditaba sólo 6 por ciento) e integra fácilmente una cadena descentralizada de producción: tierra-caña-fábrica-alcohol, casi como “hecho en casa”. Según estimaciones con base en la producción de 2005, el alcohol que se produce en Brasil evita la emisión de 3 toneladas de CO2 eq. por m3 de etanol; y este biocombustible es, en el mercado brasileño, al día de hoy, alrededor de 60 por ciento más barato que la gasolina. Así también, por comparación de costos, el etanol brasileño a base de caña de azúcar es más competitivo que el estadunidense a base de maíz y que el europeo a base de remolacha. Para producir el mismo volumen de etanol, Estados Unidos necesita el doble del área de maíz que Brasil utiliza con caña de azúcar, y para implementar una mezcla de 10 por ciento en la gasolina, tendría que transformar la mitad de su producción de maíz en etanol, utilizando 15 por ciento de su tierra agrícola para producirlo. Pero el etanol brasileño no es competitivo en el mercado estadunidense por una medida proteccionista: un arancel de poco más de 50 centavos de dólar por galón, que encarece considerablemente el producto.[1]

Las ventajas, de cualquier manera, no son absolutas. La expansión de la industria sucro-alcoholera y la promesa de una fuente de energía alternativa han puesto sobre la mesa decisiones políticas, económicas y ecológicas. En 2003, el cultivo de la caña de azúcar en Brasil ocupaba más de seis millones de hectáreas, distribuidas en todas las regiones del país. De estos seis millones, cincuenta por ciento se destinaba a la producción de azúcar, y el otro cincuenta, a la de etanol (que representa cerca de 4 por ciento de la superficie agrícola del país). Pero las cifras podrían aumentar, por la legislación brasileña, que fija una mezcla mínima de alcohol en la gasolina, y por la competitividad económica del alcohol en el mercado de combustibles.

Esta posible expansión ha generado algunas preocupaciones: que las tierras destinadas a la cría de ganado, una industria agropecuaria muy fuerte, se trasladen a zonas amazónicas; que se reduzcan significativamente las hectáreas dedicadas al cultivo de alimentos, encareciendo aún más los productos de la alimentación básica; y que la práctica de quema en la cosecha de caña aumente las partículas de carbón en el aire y agrave los problemas de salud de los habitantes de las zonas en las que se cultiva la caña de azúcar. Además, en noviembre del año pasado, el gobierno brasileño anunció el descubrimiento más grande del siglo en yacimientos petroleros a gran profundidad. Se han hecho los planes de inversión y las proyecciones de extracción, y las cifras apuntan a escenarios en los que el precio del barril de petróleo bajará considerablemente, afectando el precio de la gasolina y reduciendo la competitividad del alcohol en los mercados nacional e internacional de combustibles. En cualquier caso, la producción y consumo de etanol como materia de combustión están asegurados por regulaciones oficiales en las mezclas nacionales; la incertidumbre reside en las variaciones de producción y comercialización, en las elecciones de inversión y en la tendencia del consumo. Las fricciones ecológicas surgen con cada proyecto, a cada alternativa. No todas las decisiones están tomadas.

El tema seguirá en la mesa, tanto por el mercado internacional y los problemas ambientales, como por la relevancia que la ecología asume en el discurso sobre Brasil y el brasileño. Lo interesante discursivamente será seguir las metamorfosis a partir de las decisiones, las variaciones en las atribuciones de significados tras los cambios en el mercado de combustibles. Las relaciones entre nacionalismo y política pública tienen mucho por descubrir.

[1] Las cifras son de Galeno Tinoco Ferraz Filho, “O setor de biocombustiveis no Brasil” en La industria de biocombustibles en el Mercosur, Red Mercosur de Investigaciones Económicas, disponible en http://www.redmercosur.org.uy/?q=node/267; y de “La solución latinoamericana” en http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/specials/2007/etanol/newsid_6280000/6280651.stm

Natalia Rivera Hoyos

Licenciatura en Política y Administración Pública por El Colegio de México. De padres colombianos, nació en São Paulo, Brasil, pero desde pequeña viajó a México. Aquí vive y de aquí es. Desde su fundación es consejera editorial de Distintas Latitudes. Huraña, pero de risa fácil.

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