En estos días se discute el gran interés en la violencia y el crimen (en especial, el narcotráfico) de mucho de la narrativa mexicana actual.
Podemos ir un poco más allá y decir que, al menos por el momento, la de la violencia (y en especial la del narco) es la narrativa mexicana: su tronco principal, el tema que le da impulso y sentido. El mercado del libro en México, pequeño como es, no gira de ningún modo alrededor de la literatura ni siquiera de la narrativa, e incluso en ese espacio tan reducido —en la narrativa que efectivamente se publica— no hay nada con la misma fuerza mediática: la misma posibilidad de reconocimiento por parte de un lector ocasional, o de un no-lector, de los que forman el grueso de la población nacional.
Esto se debe, primero, a la situación actual del país: la violencia cotidiana y el deterioro del Estado, que pierde terreno ante el crimen organizado, pueden haber tenido equivalentes en otras etapas históricas, pero en la presente llaman la atención general como nunca desde la Revolución Mexicana a principios del siglo XX. De hecho, la de ahora podría ser una nueva “Literatura de la Revolución”, que es como se ha etiquetado a las obras del canon literario mexicano escritas en esa época. Justamente su canonización dependía de su “pertinencia”: la mayor parte, y la que más se dio a notar entre lectores y críticos, giraba alrededor de la lucha armada y sus consecuencias para la política nacional, tanto en su superficie (quién se sienta en la silla presidencial; quién hace matar a quién) como en sus profundidades (cómo cambian los modos de actuar de los políticos; cómo afectan a las sociedades y cómo se ven afectados por éstas).
La narrativa de entonces tiene semejanzas cruciales con la de ahora: el realismo como modo fundamental del discurso, lo social y lo político como focos del interés de los escritores y, por supuesto, los argumentos centrados en el poder: las transformaciones y movimientos del poder, a partir de las cuales se entiende todo lo demás en los mundos narrados. También ahora, como entonces, la inestabilidad del país y la conciencia de esa inseguridad —incluso lejos de los lugares donde se libra alguna lucha armada— es la causa del interés general en los relatos de “lo que sucede”: México hereda del siglo XIX, como el resto del Occidente, la idea de que la realidad puede ser aprehendida, descrita, analizada y hasta modificada por el lenguaje literario, y esta convicción refuerza a su vez otra importante noción decimonónica: el compromiso del escritor y su obligación (incluso de orden moral) de consagrarse a la observación de lo real.
La diferencia entre este siglo y el anterior es la segunda causa de la preeminencia actual de la narrativa de la violencia: en México la literatura tiene un sitio marginal, mucho menos importante que nunca antes. No es sólo el desastre educativo que se discute interminablemente (aunque sigue sin solución desde hace décadas) y que apunta, como otros signos, a la sospecha terrible del “estado fallido”, del fracaso de México como proyecto de nación tras apenas dos siglos de historia: al contrario, la declinación de la lectura literaria convencional entre nosotros sólo es más acelerada que en otros países. El mundo entero colocó a las artes y medios audiovisuales en el lugar de privilegio que tenía la narrativa hace un siglo, y no parece que esa situación vaya a cambiar con el auge de internet y la comunicación digital. Cuando mucho, la narrativa tradicional se ha colgado del nuevo medio y busca mantener sus costumbres y su relación de siempre con los lectores; por ello es incapaz de asimilar o aceptar siquiera las modificaciones profundas que los medios digitales anuncian ya para la escritura y la lectura.
Para seguir subsistiendo en un mercado literario débil, de lectores escasos e indiferentes, los escritores mexicanos actuales han desarrollado una serie de alternativas vitales y laborales que parten de la misma certeza amarga: casi ninguno podrá encontrar un público no especializado que se interese en su trabajo. Podrán aspirar a becas, financiamientos y premios, en especial durante sus años de formación; podrán intentar convertirse en funcionarios culturales (aunque esta opción se vuelve más y más difícil a medida que pasa el tiempo, pues autores/funcionarios de mayor edad siguen con vida y trabajando en los puestos a los que aspiran los más jóvenes), o bien buscar otros tipos de autoridad o de celebridad; podrán buscarse lectores en el exterior, publicando en editoriales extranjeras (una ilusión muy preciada de las generaciones actuales, pero no más que un espejismo para casi todos). Etcétera.
Otra alternativa para muchos es apoyarse en la actualidad: escribir acerca de lo que ya los medios han considerado importante, “subirse al carro” de los temas de moda. Así sucede con la escritura de la violencia mexicana, que más allá del raquítico medio literario (es decir, prácticamente en todo México) pesa únicamente porque puede comentarse en relación con su tema como parte de la agenda política, que la mayoría sigue, sin espíritu crítico pero con atención, a la vez por miedo y atracción morbosa. Su posible valor literario (cuando llega a haberlo) no cuenta en absoluto. No todos los autores buscan exclusivamente ganar notoriedad de este modo, pero las editoriales, en especial las más grandes, sí suelen hacerlo. Toda obra publicada que se inserta o se escribe deliberadamente en este subgénero se promueve de la misma forma: todas son libros (casi exclusivamente novelas) apasionantes, descarnados, actuales, comprometidos con el presente, dedicados a analizar el México violento de hoy. La parte del “análisis” es importante: estos libros, se nos dice veladamente, se redimen de ser “literatura” —es decir, entretenimiento pretencioso— consagrándose a asuntos serios, importantes, que interesan a la gente normal, es decir, la que no lee.
(Promover libros de esta manera no es nuevo, desde luego. Por ejemplo, un precursor directo y curioso de la difusión actual de la literatura de la violencia, aunque no de sus temas, fue la novela La victoria del politólogo Jaime Sánchez Susarrey; publicada poco antes de las elecciones presidenciales de 2006, describía un México de pesadilla en el que era presidente un personaje similar a Andrés Manuel López Obrador, entonces candidato del PRD, blanco de una campaña en su contra de muchos medios y hombre polémico que dividía todas las discusiones. No he vuelto a encontrar mención alguna del libro luego de 2006.)
La percepción uniforme de los “libros de la violencia nacional” es injusta, pues ignora las particularidades de cada autor y cada texto y produce lecturas absurdas. El estilo de Hilario Peña no es igual que el que Élmer Mendoza; concentrarse únicamente en el tema de la corrupción o en la abundante violencia de 36 toneladas de Iris García es ignorar el tema de la identidad, aún más importante en la novela; Hielo negro de Bernardo Fernández “Bef” no es una historia del “crimen real” sino una mezcla juguetona de influencias pop que tiene también, entre otros, elementos de cómic y de ciencia ficción… Otro absurdo habitual es la impresión de que estos autores, de los más estimables dentro de la narrativa de la violencia (Yuri Herrera, F. G. Haghenbeck, Rogelio Guedea y muy pocos más estarían en el mismo grupo), son básicamente iguales a sus colegas cuando en realidad son una minoría pequeñísima: cuando, para decirlo claro, el grueso de la narrativa de la violencia es pésimo, una serie interminable de libros de ínfima calidad y sin otra aspiración que aprovechar la coyuntura.
Narraciones sensacionalistas, con largas y constantes escenas de violencia (tiroteos, torturas, golpizas) y argumentos llenos de lugares comunes y prejuicios raciales, de clase y de género. Todos los policías —en algunas, todos los mexicanos de clase baja— son gordos, morenos y estúpidos. Todos los sicarios son vulgares y explosivos. Todos los capos son de maldad infinita e inexplicable. Todas las mujeres están a la espera de alguien que se las coja bien y tendrán sexo con quien sea a la primera oportunidad, sin importar que comience o termine en violencia. Todas las tramas se aceleran o rematan con persecuciones y balaceras “épicas”. Etcétera.
Invariablemente estos libros se siguen proponiendo como “reflejos duros y comprometidos de la realidad actual” (debo haber leído esta frase, u otras muy semejantes, decenas de veces); invariablemente terminan por parecerse más a las películas o a novelas previas. No hay mucho, o nada, de auténtica investigación, ni siquiera de intentos sinceros de imaginar la realidad. Como escribió recientemente J. M. Servín, “Cuando aparece la cocaína, basta con que un personaje inhale unas cuantas rayas para darnos cuenta de que la única droga dura que el autor ha consumido es la coca cola”…
Para mí, al menos, otro rasgo adicional y muy irritante de esa tropa tiene que ver con su actitud. Al menos en los medios, su pose también es uniforme y todos terminan por decir lo mismo: qué grande es su compromiso con la actualidad, qué lejos están del escritor irresponsable “que inventa”, cuánto ha superado la realidad a la ficción y qué conscientes están ellos de la ventaja de la realidad, a la que sirven con valentía.
Pero, sinceramente, no hay valentía en copiar o fingir que se copian las noticias del día. No hay valentía, tampoco, en repetir lo que ya dijeron tantas películas y novelas. Cuando leo bravatas semejantes (que, encima, realmente enturbian la reputación de los escasos autores con talento que publican libros relacionados con la violencia), siempre acabo por preguntarme si, para ser congruente con lo que dice y con este momento de la historia, no sería mejor que quien habla renunciara a la literatura: que se uniera, o al menos intentara unirse, a los grandes periodistas y cronistas de nuestro tiempo, que como sabemos se juegan la vida para traernos lo que encuentran en la realidad. Y que escriben mejor.