Por Carlos Felipe Pardo (@CarlosFPardo)
Psicólogo con Maestría en Urbanismo. Director de la Fundación Despacio
El proceso de paz en Colombia suena a la repetición de la repetidera. Y es inevitable acordarse de aquella foto clásica del expresidente Pastrana, sentado y aburrido en una mesa de negociación, a la cual nunca llegaron los representantes de las FARC.
También uno se acuerda de ese enorme pedazo de país que perdimos durante un tiempo a causa de la llamada “Zona de distensión” (que, a mi parecer, no redujo ninguna tensión). En general, uno recuerda intentos reales de mejorar las condiciones para la paz, que iban acompañados de una falta de interés real por parte de unos y otros de llegar a acuerdos reales… y duraderos.
En un nivel personal, todo lo que tenga que ver con conflicto y paz en Colombia me remite invariablemente a los secuestrados de mi familia. Aunque no eran hermanos ni padres, sí eran familiares que yo veía con alguna frecuencia y me horrorizaba saber que estaban durmiendo en una especie de jaulas. La situación duró algunos meses, pero afortunadamente salieron vivos de esa pesadilla gracias a la ayuda y a la negociación de varias partes.
Así pues, ante el nuevo proceso de paz que comienza en Colombia, por el momento tengo algún grado de esperanza que esto va a ser más que una buena intención (si es que lo es, uno nunca sabe), y que realmente va a haber algún progreso. Por lo menos sí parece que hay aprendizajes sobre los procesos anteriores, y que los actores involucrados se están blindando de la politiquería y del sensacionalismo hasta cierto punto. Pero también tengo un nivel increíblemente alto de incredulidad (que espero sea solo eso) y no sé si de verdad en algún momento del futuro próximo uno pueda decir que por fin (después de más de cincuenta años) uno vive en un país en paz. Se me hace un nudo en la garganta tan sólo de pensar que esa frase pudiera ser real. Esperanza e incredulidad, de momento.