Skip to main content
No querer traer sin caos
portátiles vocablos
Alejandra Pizarnik

 

Pareciera una cosa del contexto sociohistórico: hoy todo se dice en plural. No hablamos ya de La Mujer sino de las mujeres, los ciudadanos, los varones. Después de un largo camino y de experiencias dolorosas en la historia de nuestra “civilización” (ahora también es obligado cuestionar este término), parece que por fin hemos aprendido a reconocer y hasta celebrar las diferencias, y a traducirlas en el campo semántico como un plural(ismo) permanente. Por eso hoy también hablamos de feminismos.

Explicar las diferencias entre ellos resulta una tarea complicada e imposible de plasmar en un artículo de 2000 palabras. Más bien pretendo dar algunas guías, puntos básicos para entender ciertas posturas (tampoco pretendo abarcarlas todas)  que en la actualidad se discuten en los estudios feministas. Debo aclarar, también, que mi perspectiva sobre ellas es la de alguien que pretende ‘hacer investigación’ y que a menudo se lamenta de pasar bastantes más horas leyendo en su escritorio que marchando en la calle.

Antes de empezar creo que es necesario hacer una precisión conceptual importante: ¿de qué hablamos cuando decimos ‘feminismo’? Espero no parezca muy ingenua la aclaración, pero con mucha más frecuencia de lo que me gustaría me topo con nociones de sentido común sobre el término: que si es el opuesto a ‘machismo’ y entonces ahora las mujeres queremos dominar a los hombres, que si las feministas odiamos a los varones y por eso somos todas lesbianas, que si una feminista es la bruja de los nuevos tiempos: la que no se depila, no se casa y vive con gatos, o bien la que sí se depila, tiene un cuerpazo y usa a los hombres. Bueno pues, nada de eso. El feminismo se trata, sobre todo, de un movimiento político. En palabras de Eli Bartra y Adriana Valadés:

El feminismo es la lucha consciente y organizada de las mujeres contra el sistema opresor y explotador que vivimos: subvierte todas las esferas posibles, pública y privadas, de ese sistema que no solamente es clasista, sino también sexista, racista, que explota y oprime de múltiples maneras a todos los  grupos fuera de las esferas de poder (1985: 129)

Como verán, la definición no es nada tranquilizadora, pero al menos es muchísimo más interesante que el arjonesco ‘nosotros con el machismo, ustedes al feminismo’.

El feminismo de la igualdad: porque las mujeres también podemos pensar

Nuestra moderna civilización occidental ha basado buena parte del desarrollo de su pensamiento en un modelo dicotómico: se opone la luz a la oscuridad, lo duro a lo blando, la cultura a la naturaleza, lo objetivo a lo subjetivo, entre muchos otros pares de características exhaustivas y excluyentes.

A las feministas esto nos importa porque estos conceptos se han jerarquizado  (lo duro vale más que lo blando) y sexualizado: los hombres son duros, las mujeres somos blandas.

La dicotomía más importante es la que opone la mente al cuerpo. La Razón, esa musa en la que se basó el pensamiento político de la modernidad, corresponde a los hombres. A las mujeres, por el contrario, nos corresponde encarnar a la naturaleza, que se ha conceptualizado como algo salvaje, incontrolable, que debe ser entendido por el hombre pero sólo en un intento por dominarla[1].

En este pensamiento las mujeres no podemos escapar a nuestra materialidad, a un cuerpo interpretado de forma bastante misógina: nosotras parimos, menstruamos, producimos leche. Y esto para el pensamiento occidental es no sólo desagradable, sino algo que interfiere de manera directa con nuestra capacidad de pensar: las mujeres no podemos pensar porque estamos sujetas a nuestra biología. Así por ejemplo, para Platón las mujeres tenemos un alma concupiscible (la más baja en su jerarquía de alma racional, alma irascible y alma concupiscible) porque tenemos útero, y el útero era para este filósofo una “criatura independiente poseída por el deseo de hacer niños, un demonio adentro de otro demonio” (citado por Diana Maffia, 2005).[2]

Para el pensamiento ilustrado, un “sujeto” es aquel que tiene capacidad de razón y autonomía (Estela Serret, 2002). Pero las mujeres somos pura biología, así que no podemos ser sujetas. Y con base en estos argumentos fuimos excluidas de la política, de las universidades y de otros campos de la vida social: la “Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano” era literal: una declaración de los derechos de los hombres, de los varones.

El movimiento feminista de la igualdad lucha entonces por el reconocimiento de que somos iguales en términos de nuestra facultad de razonamiento. No idénticos, por supuesto (nosotras tenemos vagina, pechos y sangramos cada mes), pero iguales en nuestra individualidad, nuestras capacidades y deberíamos serlo también en términos de nuestros derechos.

El derecho al voto, por ejemplo, fue una de las principales demandas del movimiento de mujeres adscrito a esta corriente. Aunque parezca algo muy lejano, debemos recordar que en América Latina la posibilidad de las mujeres de votar y ser votadas fue reconocida apenas en el siglo pasado [3].

Aunque poco a poco se ha avanzado en algunos aspectos, todavía el día de hoy nuestra participación política en puestos de poder y representación sigue siendo considerablemente menor a la de los varones (ver infografía presentada en este número), nuestros salarios más bajos, nuestra presencia en puestos de decisión académica bastante más endeble (rectoras, investigadoras del nivel más alto reconocido por los institutos de investigación), etc.

Por eso, en una región plagada de desigualdades como América Latina, la consigna de esta postura sigue siendo válida: queremos ser iguales, queremos tener las mismas posibilidades de participación, decisión y elección. No queremos ser ‘mujeres liberadas’ sino seres humanas libres.

El feminismo de la diferencia: porque otras cosas también importan

Esta postura disiente con el feminismo de la igualdad y de alguna manera trata de reivindicar las características ‘femeninas’ de los pares dicotómicos. Si el par es, por ejemplo, razón–emoción, las feministas de la diferencia no dirán que las mujeres también somos capaces de ser racionales. Dirán, en cambio, que la emoción es infinitamente superior a la razón masculina; que nosotras, en nuestra calidad de mujeres, podemos de hecho sentir de forma distinta y que si nos dejaran expresar nuestro genuino punto de vista, éste sería sin duda un mundo mejor.

Esta corriente es muy crítica de los ideales ilustrados y de la política de la modernidad. Con ejemplos concretos e históricos como los campos de concentración, las innumerables guerras y genocidios, etcétera, condenan una forma de pensamiento basada en un ideal de razón que nos ha llevado hasta donde estamos.

Al igual que muchos otros grupos excluidos de los núcleos de poder, las feministas de la diferencia proponen otra forma de ser y entender el mundo. Se plantea, por ejemplo, que dada nuestra capacidad de ser madres tenemos un mayor entendimiento de la naturaleza (la Tierra es nuestra Madre, luego es mujer como nosotras) y por eso, en un modelo alternativo de política nos relacionaríamos con el planeta no en términos de dominación (que es un ideal androcéntrico), sino en términos de comunicación y comprensión.

En este sentido, la demanda de este movimiento es resignificar, revalorar y reapropiarnos de categorías “femeninas” que han sido históricamente negadas, invisibilizadas y denostadas por un poder androcéntrico y opresor.

Por supuesto, dentro del feminismo de la diferencia también hay algunas divergencias importantes. Los polos de esta postura oscilan entre el llamado “feminismo cultural” que plantea que en efecto las mujeres tenemos una esencia femenina que hay que cultivar y resituar en el mundo, hasta el feminismo psicoanalítico de la diferencia, que retomando algunas ideas lacanianas sugiere que el camino para descubrir quiénes somos las mujeres consiste en inventar un lenguaje nuevo, que trate de decir nuestro cuerpo y nos ayude a descubrirnos y expresarnos en una voz propia.

En América Latina este pensamiento ha estado ligado sobre todo a movimientos ecologistas vinculados con la Teología de la Liberación. En una región como la nuestra, en la que las mujeres históricamente hemos aprendido a ser madres, campesinas y trabajadoras de la tierra, es frecuente que nos reconozcamos como tales, que expresemos nuestro hartazgo con los modelos tradicionales de política que han dado resultados tan indignantes como pobreza, exclusión, muerte, etc., y que nuestro cuerpo o aprendizaje femenino se nos aparezca como una herramienta en este intento por construir un mundo distinto.

¿Feminismo institucional? Porque no podemos dejar de ser críticas

Hasta aquí he presentado dos de las principales posturas, que de ninguna manera son las únicas existentes. El feminismo postestructural, el poscolonial, el cyberfeminismo y otros también han tenido cierto eco académico y político en nuestra región.

Sin embargo, por razones del espacio debo dejarlos fuera para concentrarme en un último punto relevante para América Latina: el feminismo institucional. Y es que en nuestra región poco a poco se ha ido cediendo un espacio dentro de los gobiernos y otras instancias internacionales a la “perspectiva de género”. Así, por ejemplo, en 1975 la Organización de las Naciones Unidas decretó el inicio de la Década de las Mujeres, mostrando con ello la preocupación de las instituciones por la equidad de género. Hoy en día sigue habiendo temas y agendas referentes a las mujeres en los objetivos internacionales, y no hay ningún país en América Latina que no tenga una instancia encargada de promover el desarrollo de las mujeres por medio de políticas públicas y planes gubernamentales.

Por supuesto que a todas las mujeres nos beneficia que haya políticas enfocadas a revertir ciertas desigualdades. Sin embargo, un número importante de mujeres nos preguntamos si podemos reconocer en ello un avance feminista, o si se trata únicamente de una asimilación del régimen de nuestras otrora demandas disruptivas.

Se habla entonces de ‘perspectiva de género’ y no de feminismo, porque este último término sigue siendo contencioso, y porque los gobiernos entienden más fácilmente la idea del género como un “algo” amorfo e indefinido que involucre a mujeres: si nuestras estadísticas del censo están desglosadas por sexo entonces tienen ‘perspectiva de género’, sin importar que la redacción de las preguntas siga siendo androcéntrica y discriminadora.

Esta institucionalización, a su vez, ha creado la figura de ‘expertas del género’: mujeres que pueden o no reconocerse como feministas, pero se promueven como consultoras y reciben financiamientos millonarios de los organismos internacionales.

Las expertas del género, por su parte, se defienden de las encarnizadas acusaciones de las feministas argumentando que la institucionalización es un ‘feminismo de lo posible’, mientras que el resto orgullosamente reafirmamos que sí, que nosotras seguimos siendo feministas utópicas y autónomas.

Más allá de los enfrentamientos entre posturas y perspectivas, lo que verdaderamente importa, supongo, es conservar una característica esencial del pensamiento feminista: su capacidad para autoexaminarse continuamente (y en caso necesario replantearse). Lo que me lleva al último punto:

Pequeño manifiesto de una feminista confundida

Navegar entre tantas posturas resulta a veces un poco confuso y contradictorio. Todas ellas tienen algo valioso que ofrecer y también algunos puntos que no pueden ser pasados por alto en la crítica y reflexión. Sin embargo, ¿cómo pensarnos como feministas en este siglo y este espacio?

Creo que una de las pocas cosas en las que todos los feminismos coinciden es que se trata siempre de una teoría crítica. Una teoría que trata de pensar desde los márgenes, de buscar alternativas, de transformar una realidad social que nos enoja e indigna.

Recuerdo el emocionante momento en el que Marcela Lagarde (la famosa antropóloga mexicana) y Diana Maffia (la también famosa filósofa argentina) compartieron con nosotras, un grupo de estudiantes de la UNAM, su experiencia feminista. Ellas tienen claro sus orígenes, no podían dejar de hablar de su feminismo sin referirse a las efervescentes décadas de los sesenta y setenta en América Latina: entonces el feminismo era disruptivo, entonces leíamos a Marx y usábamos minifaldas, entonces participábamos en los movimientos estudiantiles… Por supuesto, tener claro un origen no determina de entrada un fin, pero ayuda mucho, supongo.

A mí como feminista de otra generación no me queda suficientemente claro ni el principio ni el final. En un contexto de capitalismo liberal y democrático, a menudo escucho consignas y argumentos que no me convencen del todo: ¿pero qué quieren las feministas si ya pueden ser presidentas, si ya existen importantes directoras ejecutivas que aparecen en la revista Entrepreneur, si pueden escoger lo que quieran ser: científicas, amas de casa, prostitutas de altos vuelos? ¿Todavía no quedan conformes? ¿Qué quieren, qué?, nos preguntan con exasperación.

La respuesta, por supuesto, no es sencilla ni unánime. Queremos todo y, al mismo tiempo, queremos otra cosa. No lo existente, no las pobres posibilidades que un sistema de por sí injusto y desigual nos ofrece. Queremos crear posibilidades nuevas: inventar todo el tiempo qué queremos ser, y luego pensar en caminos para ello (y así entonces nos inventamos conceptos como “objetividad dinámica” y “racionalidad subjetiva” que desafían las dicotomías y complejizan el pensamiento, la práctica científica, la realidad social)

Estamos aprendiendo y queremos seguirlo haciendo, pero bajo nuestros propios términos. En palabras de Diana Maffia: “estamos descubriendo que no queremos someternos a la violencia subliminal de la asignación de espacios para expresarnos, estamos liberándonos de la definición externa de identidades y ejerciendo nuestra libertad de ser nosotras mismas en todos los ámbitos” (citada por Francesca Gargallo, 2004). Y en ello queremos mantener la originalidad del feminismo latinoamericano: la capacidad de vincular siempre la contingencia política y económica del subcontinente con nuestras ideas de transformación social.

Bibliografía

Bartra Eli y Adriana Valadés, 1985. La naturaleza femenina. Tercer coloquio nacional de filosofía. Universidad Nacional Autónoma de México. México.

 

Gargallo Francesca, 2004. Ideas feministas latinoamericanas. Universidad de la Ciudad de México, Gobierno del Distrito Federal. México.

 

Maffia Diana, 2005. “El contrato moral” en  Carrió, E. y Maffia, D. Búsquedas de Sentido para una nueva Política. Paidós, Buenos Aires

 

Serret Estela, 2002. Identidad femenina y proyecto ético. Universidad Autónoma Metropolitana, Programa Universitario de Estudios de Género, Grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa. México.

 

 


[1] Bacon, por ejemplo, usa metáforas sumamente sexistas para referirse a la relación del científico con la naturaleza: “el científico debe arrancarle a la naturaleza su secreto, perseguirla hasta su recámara y violarla si es necesario, para que la naturaleza ceda o para arrancarle a la fuerza esa cifra que rige la ley natural” (citado en Maffia, 2005)

[2] Y sí, claro, ya sabemos que han pasado muchas cosas desde Platón, pero aún hoy es frecuente y cotidiano que nos encontremos con expresiones del tipo de “está en sus días, no le hagas caso”, o “¡ay, mujeres! No hay que comprenderlas, sólo quererlas”, porque claro, somos incomprensibles, pura naturaleza desordenada y hormonal. ¿Vieron? Nuestro útero sigue siendo lo decisivo para unos cuantos que nos ven.

[3] Argentina reconoció este derecho en 1947, Chile en 1949 y México en 1953, por ejemplo.

7 Comments

  • Algunas observaciones:

    1) La cita de Platón [“el útero es una criatura independiente poseída por el deseo de hacer niños, un demonio adentro de otro demonio”], que, no me sorprende, está tomada de una autora feminista, es anacrónica y parcial. El daimón griego es algo extremadamente más ambiguo y complejo que la traducción tamizada de judeocristianismo “demonio”. No voy a discutir acá la misoginia de Platón y de la mentalidad griega clásica, es inocultable, pero los daimones griegos no son demonios en el sentido judeocristiano o musulmán, son espíritus libres y anárquicos que en ocasiones poseen a la gente (theiamanía, enthusiasmos), con resultados muy variados, no todos ellos negativos. Es por esta naturaleza posesa y “demoníaca” que los griegos le atribuían a las mujeres la capacidad de intuición y precognición que todavía se le atribuyen muchas veces, un entendimiento irracional de la realidad que muchas veces podía (¿puede?) superar o anticipar el racional de los hombres. Para los griegos la mujer no era una vaca estúpida, era algo misterioso, sucio y sobre todo PELIGROSO, y que por eso mismo debía ser reprimido. La visión griega de la mujer era muchísimo más “feminista” que la judeocristiana, porque planteaba las cosas en términos de conflicto directo entre los géneros, pero era por esto mismo que existía todo un aparato mítico, religioso, político y legal, implementado muy conscientemente, que mantenía a la mujer sojuzgada y restringía su poder al ámbito privado. Este falocentrismo exacerbado generaba extrañas libertades: los griegos muchas veces no concebían al lesbianismo como infidelidad, porque para ellos apenas era sexo, así que muy comúnmente las mujeres casadas eran libres de solazarse con sus esclavas y amigas.2) La visión del planeta como una Madre Tierra es una linda metáfora. Si nos la tomamos en serio, es pensamiento mágico. Eso la deja fuera de cualquier discusión medianamente científica o racional. Amén de un reduccionismo importante, ya que es sabido que el concepto “hembra” es pensable sólo en contraposición con el macho, por lo que es sabido que cualquier construcción mítica del mundo implicó siempre ambos principios. Fuera de eso estamos hablando de reproducción asexual, dudo que un concepto como la Mitosis-Tierra sea atractivo para las eco-feministas “vaginocéntricas”. La operación evidente aquí, identificar a la mujer con la fertilidad de la tierra y ubicar al macho en una posición de esterilidad sin función aparente, es una falsificación absurda y reduccionista que tiene implicaciones fascistoides y, afortunadamente, cae por su propio peso. 3) Las distinciones realizadas en el artículo son pertinentes, pero falta un cierre. ¿¡”estamos liberándonos de la definición externa de identidades y ejerciendo nuestra libertad de ser nosotras mismas en todos los ámbitos”?! Qué ingenuo, yo que pensaba que esta era una conquista humana, no algo solamente para las mujeres… mejor me voy a abrir una cerveza, mirar el partido y bajarme una porno para el entretiempo, no sea que mis amigos piensen que soy marica. 

  • Nates dice:

    Gracias por el interesantísimo comentario. Ahora unas respuestas,
    breves (espero):

    1.     L1. Lo
    del demonio griego o judeocristiano me ha resultado muy esclarecedor, y creo
    que lejos de contradecir, refuerza y profundiza el argumento expuesto en el
    artículo. Nada puede pensar menos que un ser peligroso, dominado a fin de
    cuentas por una (llamémosle) fuerza extraña. Y si nos vamos a poner delicados
    con las palabras pues uff, bueno, no podemos decir que éste era un régimen ‘mas
    feminista’ que el judeocristiano. Ninguno de los dos es NADA feminista, así que
    digamos que era una forma patriarcal diferente, quizás menos opresiva.

    2.       2. Que
    permitía extrañas libertades. Creo que lo fascinante (bueno, lo que a mí más me
    gusta por lo menos) de los estudios de género es justo eso, que cada régimen
    normativo (político, social, económico, histórico) patriarcal (que hasta ahora
    no conocemos uno que no lo sea) no ha podido (afortunadamente) ser lo
    suficientemente cerrado como para impedir la transformación en las relaciones
    de género. Todos tienen sus ‘extrañas libertades’, o lo que a las feministas
    nos gusta llamarles ‘grietas’ que abren posibilidades. Creo que esto refuerza
    también la idea de que para pensar en el género, hay que salirse del
    pensamiento dicotómico. No todo es ‘bueno’ o ‘malo’, y hay un montón de
    prácticas que pueden resignificarse (bonitos ejemplos de las diferentes
    ‘libertades’ de las mujeres en los regímenes históricos son presentados por
    Celia Amorós, en el libro “Tiempo de feminismo”)

    3.       3. También
    los mitos pueden resignificarse. Como el de la Madre Tierra. Es evidente que es
    una metáfora, pero resulta que las metáforas han configurado también nuestro
    pensamiento, representaciones y organizaciones políticas (han sido pero requete muy “tomadas en serio”). Que la naturaleza sea
    conceptualizada como ‘femenina’ por supuesto que no es un hecho científico,
    pero lo que no puede negarse es que esta metáfora ha dado lugar a formas
    concretas de pensar la ciencia, al científico (hombre) que domina a la
    naturaleza (mujer), al poeta (hombre) que domina a las palabras (mujeres, como
    en el poema de Octavio Paz, “dales la vuelta, cógelas del rabo (chillen,
    putas), azótalas….”). Entonces claro, es una metáfora. La lucha entonces es por
    de alguna manera darle la vuelta al argumento, por reapropiarse de ese mito (que
    ha servido para excluir y dominar)  y convertirlo
    por medio de la resignificación en una herramienta de lucha.

    4.     4. 4. Y por
    último, que si es un alcance de las mujeres o de la humanidad. Hace como dos meses
    tuvimos una discusión parecida, una compañera insistía en decirle ‘ética humana
    o humanista’, mientras otras éramos partidarias de la ‘ética feminista’. Lo feminista,
    por supuesto, no es sinónimo de mujeril. Si yo planteo una ética feminista de igualdad
    (por ejemplo) lo que estoy haciendo es estirar la ética a la humanidad (no a las
    mujeres) pero bajo ciertos términos específicos. Para mí (y para muchas) una ética
    en la que quepamos todos se llama ética feminista. Como seguramente lo planteé super
    mal, sugiero mejor que si te interesa le eches un ojo a los debates sobre ética
    en feminismo (Carol Gilligan, Estela Serret, Nancy Hartsock, y prometo después acordarme
    de otras).

    Pues eso, parece que no estuvieron breves
    mis apuntes, pero estuvo rico reflexionarlo. Saludos.

     

  • 1. El sistema mítico juedoecristiano, a través de la figura de María, relega a la mujer a un plano exclusivamente pasivo de servidumbre que se redime no a través de la inteligencia sino de la obediencia. El griego ve a la mujer como algo incomprensible, poderoso y peligroso que debe ser encerrado. Creo que las diferencias hablan por sí mismas. Por supuesto que usar el término feminista en un contexto griego clásico es un anacronismo, por eso dije “feminista” entre comillas, esto no tendría ni que explicarlo.

    2. En efecto, TODOS los individuos oprimidos buscan grietas en todo sistema opresor a lo largo de la historia, y es interesante estudiarlos. No las mujeres. Todos los individuos. Para un buen estudio de esto SIN perspectiva de género sino estudiando a ambos géneros al mismo tiempo, véase “Cultura popular y Edad Media” de Mikhail Bajtín. Desde mi perspectiva, estudiar sólo las mujeres es un reduccionismo, en el mejor de los casos. Lo enriquecedor, me parece, es estudiar ambos géneros y las relaciones entre sí, no solamente “Las mujeres y ______ .”

    3. En un contexto científico, los mitos no se resignifican: se desmitifican. La ciencia es para eso, lamento si esto te sorprende. Hacer la guerra a un sistema mítico considerado opresor con otro sistema mítico también opresor no es ciencia, ni justicia, ni progreso: es guerra semiótica. De hecho, es precisamente lo que hacen las sociedades primitivas cuando se genera una nueva relación de fuerzas entre una sociedad matriarcal y una patriarcal (“Los mitos griegos” de Graves explica todo el sistema mítico griego a partir de una guerra  semiótica que crea un nuevo sistema mítico patriarcal). Si bien el pensamiento mítico es algo fascinante, me gusta pensar que hemos progresado un poco desde entonces. La tierra es la tierra y la mujer es la mujer, acá nos estamos ocupando de entender la realidad y mejorarla, no de hacer metáforas (trabajo que le dejo a Octavio Paz, quien lo hace infinitamente mejor que nosotros).

    4. A es A y B es B. Una ética de igualdad se llama una ética de igualdad. Que lo hacés desde tu posición de mujer es una verdad de perogrullo, no hace falta meterle el rótulo “feminista” para aclararlo. Ahora, si te interesa la igualdad sólo para las mujeres, entonces eso no es una ética humanista ni es una ética de la igualdad, porque por si no lo notaste son ambos los sexos que están oprimidos por la pobreza y por construcciones sociales perversas (de género y no). Y no sé vos, pero yo no pienso cagarme en el sexo opuesto para hacer un mundo mejor, porque por definición un mundo mejor es un mundo mejor para todos, no sólo para las mujeres. En resumen: una ética en la que quepamos todos no se llama, ni podrá llamarse nunca, feminista. A menos que quieran abrogarse la tenencia exclusiva del pensamiento ético, claro. Psch. 

    Cada vez que discuto de estas cosas con una mujer llego a la misma conclusión: todo este constructo intelectual de la perspectiva de género sólo agrava los problemas actuales de comunicación y solidaridad entre géneros. Por si no te diste cuenta, en la sociedad académica los hombres estamos más que interesados en mejorar nuestro entendimiento con ustedes tras siglos de tribalismo y atraso, pero no vemos que sea recíproco, sino al contrario: el feminismo está aislando a los sexos. Yo no me relaciono con el sexo opuesto en términos de lucha sino que construyo vínculos de mutuo enriquecimiento e intento difundir este sistema para que reemplace, eventualmente, los sistemas de opresión. Tal vez deberías cambiar tu enfoque. Te lo digo: se siente muy bien.

    Sí que estuvo rica la discusión, gracias por la atención prestada y las citas. Lamento nuevamente mi falta de brevedad.

  • Nates dice:

    *Sobre LAS MUJERES como un reduccionismo, podría recomendarle ciertos textos sobre la categoría analítica de género. Se trata de un concepto relacional que investiga cómo (a través de qué mecanismos) se distribuye el poder en forma diferenciada entre hombres y mujeres. Dice usted que “Todos los individuos. No las mujeres.”, que yo lo plantearía como ‘todos los individuos; TAMBIEN las mujeres’. Esto abre interesantes perspectivas epistemológicas, para ejemplo ver a Sandra Harding y su teoría sobre el punto de vista. Analizar la exclusión y las formas de subvertir la opresión de las mujeres no implica reducir el planteamiento e ignorar otras opresiones (y sus consiguientes subversiones). No sólo no lo contradice, en cierto posibilita y enriquece el análisis de otras categorías de dominación. 

    * Sobre los mitos, la ciencia y la metáfora pues… ¿y qué le puedo decir, si me habla usted desde un paradigma positivista? Nada puedo hacer cuando usted cree que la ciencia es objetiva y no recurre a estas representaciones simbólicas. Bueno, quizás sí puedo hacer algo: recomendarle que lea teoría crítica, y tal vez a Kuhn. Y, para metáforas científicas y perspectiva de género, pues algo de su compatriota Diana Maffia, o de la mexicana Norma Blazquez (tiene un libro – válgame dios qué poco científico – que se llama “el retorno de las brujas; las mujeres y la ciencia”)

    *Ética feminista no es sinónimo de ética mujeril o sólo para mujeres. También la ética feminista se propone ese lindo sueño de “un mundo mejor para todos, no sólo para las mujeres”. Otra vez se me ocurre Estela Serret, Celia Amorós, y las filósofas que andan peleando por una “ética del cuidado” (tengo a mi lado un libro editado por Mary Jeanne Larrabee: an ethic of care; feminist and interdisciplinare perspectives; otro editado por Carol Gilligan, Mapping the moral domain; otro escrito por Daryl Koehn “rethinking feminist ethics”). Ninguna de estas autoras teoriza sobre una ética que “se cague en el sexo opuesto para hacer un mundo mejor”. Para nada. 

    *Por suerte, yo no cada vez que discuto con un hombre llego a las mismas conclusiones. Principalmente porque no todos los hombres son iguales, y hay algunos que se reconocen como feministas, y otros que no, pero que al menos se toman la molestia de tomar en serio las décadas que lleva este pensamiento tratando de introducir rupturas epistemológicas, teóricas y metodológicas. Yo no creo que “el feminismo esté aislando a los sexos” (en los 70’s, por cierto, Christine Delphy publicó un artículo que se llamaba “el enemigo principal”, discutiendo con las marxistas que el enemigo principal de las mujeres no era el capitalismo, sino los hombres… ríos de tinta (feminista, por supuesto) han corrido desde entonces explicando por qué Delphy no tenía razón), tampoco me relaciono con el sexo opuesto en términos de “lucha”.  Creo que lo que aísla a los géneros es justamente la actitud de sordera, la devaluación de la hermenéutica. El que se asuma como por sentido común que “feminista” es sinónimo de mujeril, y entonces ni siquiera merezca la pena tomarse en serio (porque si esos académicos que usted dice que quieren mejorar su entendimiento con las feministas se tomaran en serio esta perspectiva, tendrían la seriedad de por lo menos dedicar un poquito de tiempo a leer lo muchísimo que las feministas hemos publicado, reflexionado y debatido antes de venir a descalificar de entrada apelando a un argumento de neutralidad, sentido común, y humanismo anacrónico). Y sí, tal vez debería cambiar mi enfoque, tal vez todos deberíamos hacerlo en busca de una genuina acción comunicativa (que no prescribe de entrada quién está equivocada – ergo cambia tu enfoque – y quién no – ergo mantiene el suyo-). Saludos.  

     

  • Héctor Malacara dice:

    Me agrada que sigan habiendo mujeres en la lucha por la igualdad jurídica (entre muchos otros tipos de igualdades y equidades según el caso) y no sólo por lograrla sino mantenerla, que es lo que muchas veces se nos olvida a los ciudadanos y las ciudadanas; ejercer y hacer valer los derechos adquiridos por nuestros antecesores (en luchas sociales pasadas). Con respecto a tu feminismo a veces más académico y tratante de hacer investigación, está por demás decirlo porque se que lo sabes, pero es grandemente necesario, es el argumento y el arma científica para que este movimiento tan dinámico pueda seguir firmemente y con vigencia en las futuras condiciones en que se encuentre nuestra sociedad.

    Respeto mucho las opiniones de Guillermo Alén, pero a pesar de no contar con tanta literatura sobre el tema como ambos lo demostraron, tengo una experiencia de vida con mi familia, la universidad y mis amigos y me consta la desigualdad de condiciones en que sobreviven día a día las mujeres, por lo que no sólo no comparto su opinión, sino que algunas de sus menciones se me hicieron totalmente desagradables a tan motivante lectura.

  • Maldita sea, estuve una hora escribiendo una respuesta como la gente y por algún motivo el Google Chrome decidió él solito que era un buen momento para recargar la página. Grrrr. En fin, no voy a escribir todo el maldito choclo nuevamente. Sobre mi “humanismo anacrónico”, podría ponerme ingenioso yo también y decirte que tu retórica feminista es una “escolástica inútil”, por ejemplo. Pero no es eso lo que pienso. Contesto con el mea culpa que hizo Naomi Klein en el capítulo 3º de No Logo:

    Antes de graduarme, a finales de la década de 1980 y
    principios de la de 1990, yo era una de tantas estudiantes que no me daba
    cuenta de la lenta invasión en las universidades de las marcas. Y mi
    experiencia personal me permite decir que no es que no notáramos la presencia cada
    vez mayor de las empresas en las universidades, pues hasta a veces nos
    quejábamos de ella. Pero no nos molestaba. Sabíamos que las compañías de
    comidas rápidas abrían restaurantes junto a la biblioteca y que los profesores
    de ciencias aplicadas hacían buenas ganancias gracias a las empresas
    farmacéuticas, pero saber qué sucedía exactamente en las salas de consejo y en
    los laboratorios hubiera exigido demasiado esfuerzo, y, francamente hablando,
    teníamos mucho que hacer. Estábamos luchando para que los judíos pudieran
    ingresar en el comité, para la igualdad racial del centro femenino y para
    averiguar por qué la reunión para discutir el tema se había programado para la misma
    hora que la que iba a tratar sobre los gays y las lesbianas. ¿Acaso los
    organizadores negaban la existencia de lesbianas judías? ¿O de bisexuales
    negros?

    […] Con el tiempo, la política de la identidad se
    confundió hasta tal punto con la política personal que llegó a eclipsar el
    resto del mundo. El eslogan «lo personal es político » reemplazó a lo económico
    como factor político, y por fin incluso a la política a secas. Mientras más
    significación dábamos al tema de la representación, más importancia adquiría en
    nuestras vidas, quizá porque, en ausencia de objetivos políticos más tangibles,
    todo movimiento que luche por crear mejores espejos sociales terminará siendo víctima
    de su propio narcisismo. [No Logo, Paidós, 2001. Pp. 130-31]Por cierto, no es que pretenda una recompensa, pero no sé si soy el único que se da cuenta de la casi nula participación de hombres en los posts sobre feminismo en DL. Para reflexionar. 

Deja un comentario