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Todos sabemos quién es Julio Cortázar. Todos leímos Rayuela, las Historias de Cronopios y de Famas, el Bestiario, Las Armas secretas. Todos sabemos que tradujo a Poe, que fumaba Gitanes y Gauloises, que hablaba raro y que amaba el jazz. Fuera de esto comienza el terreno de la trivia: su primer libro que, además, fue de poemas bajo el pseudónimo de Julio Denís; sus otras cuatro novelas que no son Rayuela; el cómic de Fantomas contra los vampiros multinacionales; esas dos misceláneas que llevan por título Último Round y La vuelta al día en ochenta mundos (ni hablar ya de su Teoría del tunel y de los tres tomos de crítica literaria), por citar sólo algunos de los textos del argentino que no gozan de la atención de muchos lectores, o viceversa. Estas generalidades obligan a preguntarse ¿para qué se publicaron estos Papeles inesperados? o, mejor, ¿para quién se publicaron?

Por motivos que no viene a cuento explicar aquí, Cortázar carga y cargará con la cruel labor de iniciador, de maestro al que aferrarse un tiempo antes de traicionarlo. El mejor ejemplo de esto son las palabras de otro argentino, Cesar Aira, para quien “el mejor Cortázar es un mal Borges”. El suyo es un público de viajantes de paso inmensamente agradecidos, que no dudarán en recomendarlo pero quizá sí en regresar una y otra vez a él. Esto no implica, por supuesto, que haya quien allí se quede e incluso sostenga que “Sólo un escritor como Julio Cortázar puede volver desde una dimensión fantástica a regalar una joya póstuma a sus lectores en todo el mundo”, sin siquiera pensar que Cortázar no ha vuelto de ninguna parte y mucho menos ha sido el artífice de esta artimaña editorial.

El Cortázar que todos conocemos aparece muy poco en el libro. ¿Quién que no haya leído El libro de Manuel o Un tal Lucas podría interesarse por sus retazos excluidos, por sus sobrantes? ¿Qué devoto de los cuentos podría identificarse con sus borradores poéticos, sus notas políticas o sus autoentrevistas? ¿Si el libro se planeta con un reencuentro con el escritor no bastaría para eso la relectura de los textos favoritos? ¿Si el libro se propone como un regalo para los lectores no sería buena también la reedición de esa parte de su obra que no es la popular? A veinticinco años de la muerte del autor el libro pareciera nacer viejo. Su público, si lo hay, es el académico, que sabrá sacar ventaja de los fragmentos, los artículos de literatura, discursos y cualquier otro texto que cuadre o descuadre con las pocas o muchas lecturas críticas en boga.

Es imposible escapar al lugar común y preguntarse qué habría opinado Cortázar de todo esto. Por fortuna nunca lo sabremos, porque por fortuna los escritores mueren y nos dejan a solas con su obra. El tema, sin embargo, va más allá de tópico y consiste en reflexionar qué se necesita para violar el secreto a que todo artista tiene derecho. ¿Si es cierto que el autor dejó estos papeles guardados en una gaveta –como dicen los editores– con qué criterio decidieron publicarlos? ¿Si en realidad el más interesado y más interesante lector para este libro es el académico, no bastaba con poner el archivo a disposición de un centro de investigación?

A todo decreto de publicación de este tipo no le vendría mal sustentarse en muy pocas pero valiosas reflexiones. La relevancia de los textos para un público amplio si el tiraje de la edición es masivo, su calidad, su papel en relación con la parte de la obra que ha sobrevivido al tiempo. Poca gente, por desgracia, puede hacer esto. A mucha menos le interesa. Los criterios editoriales toman en cuenta otras cosas. El libro, al parecer, se vende bien y sólo queda desear que se lea de la misma manera.

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