El golpe de Estado contra el Presidente Manuel Zelaya ha sido internacionalmente considerado como un anacronismo político, cuyos orígenes son asociados principalmente con la injerencia del Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y con la tendencia reeleccionista latinoamericana. En este texto, sin embargo, me aparto de esta visión para sostener que la trama hondureña no es sino el efecto más brutal de un fenómeno totalmente vigente en buena parte de la región latinoamericana: un sistema democrático anquilosado y excluyente.
Tras el fin de la dictadura militar y la restauración del poder civil, en 1981, Honduras ha gozado de más de dos decenios de una relativa estabilidad política. Gracias a una nueva Constitución, redactada en 1982, las nuevas reglas del juego político quedaron bien definidas y las élites de los dos principales partidos políticos (el Liberal y el Nacional) resultaron sumamente beneficiadas al alternarse pacíficamente en el poder en ocho ocasiones. Para la mayoría de los hondureños, no obstante, dicho andamiaje constitucional ha resultado poco o nada beneficioso. El caso es que la estabilidad bipartidista y los votos en las urnas, hasta ahora, no han servido para generar gobiernos al servicio de los ciudadanos; muestra de ello son los índices socioeconómicos totalmente negativos que el país arrastra desde hace mucho tiempo, pues además de sus altísimos niveles de violencia Honduras se ubica como el tercer país más pobre del continente y los nacionales hondureños representan el segundo grupo más grande de inmigrantes que viajan hacia Estados Unidos. Por tanto, es claro que aquí, como en otros países de la región, el modelo de Estado no ha respondido a las necesidades de la gente, pero sí al de las minorías económicas y políticas que siguen ostentando el poder y que en más de 25 años no han hecho nada para responder a la confianza que, elección tras elección, el pueblo les ha brindado.
Con el triunfo electoral del candidato presidencial del Partido Liberal, José Manuel Zelaya Rosales, en 2006, el devenir político hondureño parecía seguir su curso. Si bien Zelaya trató de destacarse como un político cercano a la gente (su campaña política estuvo basada en el ambiguo uso del concepto de “poder ciudadano”, que para él significaba un compromiso personal por fortalecer la democracia participativa) y preocupado por el mejoramiento de las condiciones de vida de la población, hacia la mitad de su mandato seguía proyectándose como un clásico presidente del Partido Liberal de Honduras (PLH); quizá más preocupado que sus antecesores por el tema de la pobreza y con un discurso progresista no muy distante al de otros presidentes de centro-izquierda, pero finalmente dedicado a proteger los principios políticos y económicos de la derecha tradicional.
Dadas estas referencias, resulta sorprendente que el gobierno de Zelaya haya terminado víctima de un golpe de Estado y con la total oposición de las fuerzas políticas y sociales más poderosas del país, incluso con la de sus mismos compañeros del PLH. Recapitulemos: la tragicomedia del gobierno de Zelaya, grosso modo, inicia a principios de 2008 cuando gracias a su ingreso a Petrocaribe Honduras comienza a recibir del gobierno venezolano productos petrolíferos a precios preferenciales y con amplias facilidades de pago. Pese al temor de que esto pudiera implicar un compromiso político con el gobierno chavista, el que el precio del petróleo estuviera en sus máximos históricos sirvió para que la medida fuera aceptada sin mucha reticencia en el país. Sin embargo, desde entonces el Presidente Zelaya comenzó a fortalecer sus relaciones diplomáticas con Venezuela y sus aliados, al grado que, el 25 de agosto de 2008, Honduras ingresó oficialmente a la hoy conocida como Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). Dicho acontecimiento marcó un parteaguas en la historia política de Manuel Zelaya, pues desde entonces el lenguaje “revolucionario” y contestatario en contra de Estados Unidos, el empresariado y el libre comercio, similar al de Chávez o al del nicaragüense Daniel Ortega, formaría parte del léxico del mandatario hondureño.
La creciente desconfianza que la cercanía con el “socialismo del siglo XXI” despertaba en buena parte de la clase política hondureña, no fue suficiente como para impedir que el 09 de octubre el ingreso al ALBA fuera aprobado por 73 diputados del Congreso Nacional (el Congreso esta integrado por 128 diputados). Lo que creó la crisis politico-social y el derrocamiento de Zelaya fue su anuncio, el 22 de noviembre, de celebrar un plebiscito para poder convocar una Asamblea Constituyente en 2010. Pese a que Zelaya abiertamente manifestó que su intención no era crear un nuevo marco legal que le permitiera reelegirse a él personalmente, sus opositores (el empresariado y el Partido Nacional) lo acusaron de buscar una ruptura constitucional que le permitiera seguir en el poder al término de su mandato cuatrienal, en 2010. Incluso denunciaron que Zelaya pretendía emular a Hugo Chávez con el fin de establecer un gobierno dictatorial y una revolución socialista.
El empecinamiento de Manuel Zelaya por el tema de la nueva constitución le granjeó rápidamente la oposición de su propio partido, los demás poderes del Estado, las instituciones gubernamentales, los medios de comunicación, las fuerzas sociales y hasta de buena parte de la población hondureña; de hecho, según un estudio presentado por Consulta Mitofsky en abril de 2009, el Presidente Zelaya era el mandatario latinoamericano con el menor grado de aprobación (25 por ciento). El asunto trascendió al plano jurídico y confrontó al aislado presidente con el Congreso Nacional, la Corte Suprema de Justicia y el Tribunal Supremo Electoral, instancias que bloquearon la iniciativa presidencial con resoluciones, dictámenes y leyes. En este contexto, al bloqueársele jurídicamente la opción del plebiscito, Zelaya optó por una consulta popular o encuesta, que también sería ilegalizada por las autoridades judiciales. Finalmente la suerte de Zelaya quedó determinada cuando, tras intentar involucrar a las fuerzas armadas en la confrontación, perdió el apoyo de los altos mandos del ejército, quienes se negaron a obedecerle amparados en los fallos judiciales y aduciendo que constitucionalmente no podían obedecer una orden ilegal. Ante la inminente realización de la declarada ilegal consulta popular, el Ministerio Público hondureño imputó 18 cargos al Presidente Zelaya (entre ellos traición a la patria, abuso de autoridad y usurpación de funciones) y ordenó al ejército su detención, misma que fue realizada horas antes de que se abrieran las urnas, el domingo 28 de junio. Sin embargo, en lugar de presentar al Presidente Zelaya ante la justicia, los uniformados decidieron subirlo a un avión para sacarlo del país y despojarlo ilegalmente de la presidencia.
A la luz de los acontecimientos es claro que tanto el Presidente Zelaya como el gobierno de facto surgido del golpe de Estado violentaron groseramente la institucionalidad democrática. Cierto es que Zelaya, con sus acciones en torno a la consulta popular, vulneró el estado de derecho y alienó a casi todos los políticos de su país, a los tres poderes del Estado, a la Iglesia, a los empresarios, al Ejército y a buena parte de su población. Pero igualmente innegable es que el nuevo gobierno hondureño surge no gracias a un acto jurídico, sino a una acción totalmente execrable e inconstitucional del ejército. De aquí la condena internacional, pues está fuera de toda lógica jurídica que unas autoridades democráticas defiendan su Constitución violando los preceptos más elementales que en ella existen.
Las preguntas inevitables que surgen de todo esto es ¿qué dio origen a esta crisis política? y ¿por qué un empresario y terrateniente emanado del establishment político dio un golpe de timón en su forma de gobernar y decidió salirse de los márgenes tradicionales de la política hondureña? La derecha más conservadora del continente, entre celebraciones y voces de alerta, encuentra la explicación en la funesta injerencia de los petrodólares de Hugo Chávez y en el temor a que Zelaya quisiera imitar a su homologo venezolano para reelegirse ilegalmente y socavar la democracia. Aunque no es posible rechazar de tajo dichas apreciaciones, estas sólo son la parte más superficial de un problema de mayor trascendencia y que atañe no sólo a Honduras, sino también al resto de nuestra región. Y es que para alcanzar una mayor comprensión de este proceso es clave dar un rápido vistazo en la naturaleza del Zelaya político. Un hombre que yendo en contra de sus mismos orígenes hizo lo imposible por diferenciarse de la clase política hondureña; un hombre que retóricamente se ubicó del lado del “pueblo” y habló de darle el poder al ciudadano. En síntesis, un político que reconoció la abismal separación que había entre los ciudadanos hondureños y sus supuestos representantes y que sabía que aunque el sistema político de su país cumplía con la definición formal de una democracia electoral, esta no pasaba de ser una democracia trunca e incapaz de responder a las necesidades más elementales de una población mayoritariamente marginada y pobre.
Su objetivo, y muy legítimo, fue tratar de componer lo que estaba descompuesto: el sistema político hondureño. Lo que Zelaya intentó, entonces, fue modificar una democracia ajena a las masas y resolver la evidente falta de representación política y de vínculos entre la sociedad civil y la sociedad política. Lo grave del asunto fue que en lugar de buscar su objetivo como un reformador republicano, prefirió hacerlo como un caudillo populista y agente antisistema. Zelaya se justificaría de ello afirmando que para resolver la pobreza y lograr un cambio político en Honduras se necesitaba una transformación rápida y disruptiva del sistema; “yo pensé hacer los cambios desde dentro del esquema neoliberal. Pero los ricos no ceden un penique. Los ricos no ceden nada de su plata. Todo lo quieren para ellos. Entonces, lógicamente, para hacer cambios hay que incorporar al pueblo”, sostendría en una entrevista al periódico español El País, el 27 de junio de 2009.
El caso es que no podemos dejar de lado que tras Zelaya existía una democracia anquilosada, incapaz de generar crecimiento económico, de proveer seguridad y consolidar el estado de derecho, de combatir la pobreza y la desigualdad y de fortalecer efectivamente la inclusión política de la ciudadanía y su identificación con la democracia. En este sentido cabe preguntarnos ¿cuán lejos están algunos países latinoamericanos de presenciar el ascenso de idealistas antisistema y de padecer una crisis institucional como la hondureña? La realidad, lastimosamente, nos demuestra que aunque algunas democracias latinoamericanas están aún de pie, eso no quiere decir que sean estables. La única garantía está en construir una democracia representativa, participativa y eficaz. Aún no es demasiado tarde, pero el caso hondureño nos devela crudamente que el peligro esta latente.