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Es domingo y es de tarde. Estamos de pie frente a un monumento, manifestándonos en contra de un decreto que atenta contra la democracia y demás cosas solemnes. Somos pocos, no más de doscientos. Los que han venido lucen camisas azules con letras blancas y no porque tengan muy en cuenta que se está atentando sobre la patria ni sobre esa bandera azul que se alza sobre nuestras cabezas, no. Visten de blanco porque esa noche juega la Selecta en la Copa de Oro y no es un partido cualquiera. Jugamos contra México, el acérrimo rival de siempre por motivos que datan de lo prehispánico e indígena, pero que en este país sin memoria no resultan relevantes.

Todos me odian por predecir que perderían. Y, en efecto, perdieron. Cinco a cero. Los titulares habrían de dar las excusas de siempre: que si el proceso, que si el técnico, que si el miedo a los escenarios grandes. Que si los jugadores, que si la falta de compromiso. Que si el nivel que tenemos no es para la Copa de Oro, que si “la actitud del indio cuscatleco”. Excusas. Por todos lados. Caras largas por todos lados, caras largas que nunca comprenderé.

Siempre que se aproximan las eliminatorias para los torneos internacionales, el orgullo patrio, por demás tan oculto, parece florecer: todos los artículos promocionales de las empresas se tiñen de azul y blanco; los promocionales de las ventas de repuestos se cubren de “Selecta, todos con vos” y siempre me pregunto quiénes somos “todos”, porque yo no formo parte del conjunto. Si voy a decepcionarme, prefiero decepcionarme con algo que de verdad sea mío. El Alianza*, por ejemplo. Si alguien va a poner en mal mi bandera y el orgullo de mi país por el suelo, prefiero que sea alguien confiable.

A decir verdad, mi escepticismo no es compartido por mucha gente. Torneo tras torneo, partido tras partido, el ritual es el mismo: el mundo se detiene cuando juega la Selecta. Las pantallas se unen a una misma señal, los insultos de la gente se olvidan del presidente y de la Asamblea y de la libra de frijoles y se centran en veintidós subalimentados corriendo detrás de una pelota[i], once de ellos visten de azul. La mente se limpia y por un lapso de dos horas ignora a las patrullas que pasan con la sirena encendida, usualmente indicando que han matado a alguien. Ignora al muchacho con aspecto de marero que lleva dos horas parado en la esquina. Ignora que la luz sube el 15% este mes. Lo ignora todo, le importa un bledo todo, porque está jugando la Selecta.

Es mayo de 2000 y se van a jugar las eliminatorias para el mundial Corea-Japón 2002. Tengo trece años y he decidido entrar a un concurso de oratoria en mi colegio. Escribo un ensayo, “Identidad nacional en el siglo XXI”. Escribo que mi país basa su valor en dos cosas: las pupusas y la Selecta. Nada más. Todo lo que somos, todo de lo que nos sentimos orgullosos es un platillo típico cuya autoría suele disputarnos Honduras a la menor provocación. Eso y once fulanos vestidos de azul que desde España ’82 no clasifican a un mundial, cuya remembranza de tal fecha fue haber recibido la hasta entonces mayor goleada en torneo mundial, perder 10-1 contra Hungría. Nos enorgullecemos de ese mísero gol, uno en un partido de once. Nos enorgullecemos tanto que, años después de escrito el ensayo, alguien decide hacer un documental acerca de la goleada[ii].  Y esto es algo que nunca comprenderé ¿Por qué enorgullecerse de haber hecho el ridículo así? ¿Por qué mencionarlo como uno de los puntos álgidos de la década de los ochentas?

Mi papá decía que yo nunca lo entenderé porque no lo viví. Que yo nunca supe qué es tener un país en la fase más cruda de la represión política y poder cantar tu himno nacional a todo pulmón sin ser tachado de antisistema. Que nunca voy a entender el poder del himno nacional, la única cosa que lograba en aquel entonces que un militar dejara de matar. “Vos cantabas el himno y los cuilios[iii] asumían posición de descanso, se ponían la mano al pecho y cantaban”. Y en aquel represivo y sangriento 1982, once compatriotas lograban que los cuerpos policiales dejasen de perseguir, que las operaciones militares en el campo se detuviesen, que la guerrilla dejase de avanzar. Todos, con radio o con televisor, dejaban lo que estuviesen haciendo para seguir el desempeño de la Selecta.  Ni la Junta Revolucionaria de Gobierno, ni el Estado Mayor Conjunto del Ejército, ni Ronald Reagan lograban detener al país así.

Entonces El Salvador era un paisito más del patio trasero que enfrentaba “la amenaza comunista”. Desde entonces nada bueno se dice de nosotros en los noticiarios y nada bueno pensamos nosotros sobre nosotros mismos. Sabemos que el mito del salvadoreño trabajador, “el salvadoreño que se rebusca” es simple instinto de supervivencia. Sabemos que el bendito “indio cuscatleco” es eso mismo, la respuesta ante el hostil ambiente, la lucha vehemente por no morir. Hay, desde entonces y desde mucho antes, tanta muerte, tanto crimen y tanta injusticia mezclada con nuestra bandera, que nada nos queda más para basar nuestro escaso y corroído orgullo que dos cosas: las pupusas y la Selecta.

Ilustración de Emilio Velis, @dubsnipe *

Dice el dicho que “donde hay salvadoreños, hay pupusas”, y es cierto. Maryland hierve en pupuserías. La zona del valle en California también, a veces mezcladas con comida mexicana y por esta causa, frecuentemente confundidas con las gorditas. Lugar con alta concentración de salvadoreños es lugar con pupusería, con una bandera azul-blanco-azul y algún cartel de la Selecta, representando a cualquiera de sus generaciones. La Selecta  de la guerra de 1969 y que fue a México ’70; la Selecta del Mágico González que fue a España ’82; la Selecta de Fito Zelaya que ganó ante México en el nuestro, el Cuscatlán, el estadio más grande de Centroamérica, en 2009. La primera vez que deseé con toda mi alma haber ido al estadio a ver a jugar al equipo que se supone es mío, más mío que el Alianza, pero que nunca voy a dejar de sentir ajeno.

Es jueves y llueve. Estoy en la universidad y me he escapado de clases porque juega la Selecta su pase a la segunda ronda de la Copa de Oro. Jugamos contra otro archirrival, Costa Rica. Cantamos el himno con cierta vergüenza porque estamos en público. Acá se canta el himno solamente en las escuelas públicas y en los actos de gobierno, pero los clasemedieros de universidad privada nos ponemos la mano sobre el corazón y cantamos ese bendito himno que falsamente decimos es el segundo mejor del mundo, luego de La Marsellesa y el himno gringo. Cantamos un “saludemos la patria orgullosos de hijos suyos podernos llamar” en crescendo, desde el murmullo en “y juremos la vida animosos”  hasta el grito en “sin descanso a su bien consagrar”. Es tan extraño el orgullo patrio que entonces nos llena el pecho que no sabemos cómo manejarlo. Nunca falta quien llora. Las más de las veces, quien llora soy yo.

Empieza el partido. Nos defendemos y jugamos hasta bonito, tan bonito que vamos ganando. Es el segundo tiempo y parece que lo logramos, que clasificamos por nosotros y no porque los números hagan el milagro. El escepticismo poco a poco me abandona. La cafetería de mi universidad está rebosante de gente, gente que se ha escapado de clases, gente que no atiende a nada más que al televisor. Las noviecitas inquietas preguntan qué es un fuera de lugar, los amigos indiscretos las callan sin reparar en quién habló. Ataca Costa Rica, la detiene el portero nuestro, ya no del Águila, ya no del Metapán ni del Alianza, hoy el portero es nuestro. Sobran los “puta”, los “tu madre”, los “árbitro hijuesesentamil”. Sigo viendo alrededor. Las caras esperanzadas, la gente con sus celulares, el gol que nos anularon y era válido. La expectativa. El silbato final. Las caras largas. La decepción conmigo, por haber dejado que me ganara la emoción cuando yo sabía que no se podía. La decepción en la cara de los clasemedieros universitarios, que veían sus relojes para ver si había tiempo de escuchar algo de la clase. La decepción en la cara del portero, del técnico. Del compatriota que fue al estadio. La decepción, en corto. El casi tener y ya no. La historia de El Salvador resumida en noventa minutos.

 


[i] Castellanos Moya, Horacio (1997) El asco

[ii] “Uno: historia de un gol”.  Trailer: <http://www.youtube.com/watch?v=UHFkW7Z7c_8>

[iii] Cuilio: soldado

* San Salvador, 1986. Ingeniero industrial. Escribe y diseña sobre arte, tecnología, innovación y desarrollo social.

 

Virginia Lemus

El Salvador, 1987. Estudiante de Derecho en la Universidad Centroamericana y Política Latinoamericana en FLACSO-El Salvador.

4 Comments

  • Lilián López dice:

    Uta, qué hermoso texto, Virginia. Soy bien poco original en mis comentarios en DL, pero es cierto. Qué emoción sentí al leerte. Es muy crudo lo que dices y precisamente por la simpleza con que lo haces, sin saber gran cosa de El Salvador, uno puede imaginarse esas dos columnas tambaleantes en las que una nación entera basa su identidad, su patriotismo, su orgullo y hasta su desdicha. Es, claro, terriblemente injusto decir que El Salvador es sólo “la Selecta y las pupusas”, un país que busca salir del casi pero no puede porque ha sido golpeado por todos los flancos. En fin, si vale algo de optimismo y cursilería, yo quiero pensar que el futuro de tu país, las nuevas columnas en las que se sostendrá, no serán la Selecta y las pupusas, sino los periodistas, escritores, politólogos y pensadores como tú, como Ana, esos jóvenes que pueden leer la historia reciente y comprenderla, sin juzgarla. Interpretarla porque ahí reside el poder de transformarla.

  • Ralexis dice:

    Estimada Virginia, Sin duda que quien te lee se queda con la impresión de que escribes “bueno, breve y sustancioso”. Sin embargo, no coincido con tu opinión de hoy y, como salvadoreño, incluso me causa desagrado. Decir que todo “lo que somos, todo de lo que nos sentimos orgullosos” o que “nuestro escaso y corroído orgullo” se basa en tortillas rellenas y la selección de futbol me parece un despropósito. Estamos jodidos, pero no tanto. Las pupusas son un símbolo representativo del país, pero sólo eso. Y la bendita selecta y el fútbol, como pasa en todos los países y con todos los deportes, es algo que realza momentáneamente el nacionalismo, pero al final sólo es la oportunidad de enajenarte de la realidad y de hacer catarsis por 90 minutos.                 Soy un apasionado del fútbol y como vos creo que nuestra selección da más pena que alegría, pero aún así siempre estoy deseando que gane y sentado frente al televisor viéndola jugar, o mejor dicho perder. Pero ¡vamos, que no es para tanto! Aunque le ganara en el último minuto a México o pierda por 11 a 1 o 7 a 0, después de un par de días ni quien se acuerde. La historia de El Salvador no se resume en un partido (ni como metáfora) y tampoco el “valor” del país ni nuestra “identidad nacional” o el orgullo de ser salvadoreño se basa en un gol o una pupusa revuelta de Olocuilta. Más bien pensaría en Monseñor Romero, Enrique Álvarez Córdoba, Roque Dalton, Alberto Masferrer, nuestro pasado indígena, el flechazo en la pierna de Pedro de Alvarado, la calidad de nuestro café, etc. Saludos   

  • Anónimo dice:

    Creo que la identidad como salvadoreños es difusa y que la Selecta también representa mucho de lo que somos, incluso en sus niveles de corrupción, todos sabemos esas historias. Creo que rufugiarnos en las pupusas y las selecta es más bonito que aceptarnos como país violento y como las pandillas. ¿Qué quedó del pulgarcito de América? ¿Del país de la sonrisa? Esos intentos por construir una identidad nacional positiva se vienen abajo cuando se nos reconoce por las maras. Entonces ahí vamos, promulgando las pupusas y promulgando el fútbol, como todos los latinoamericanos.  Yo pensaría en la identidad como Monseñor Romero o Roque Dalton, si fueran íconos para todos, si se hubiera hecho justicia.  Entonces todo eso me vuelve a la identidad negativa: El Salvador es una Ley de Amnistía, una falta de justicia, y un genocidio a los indígenas en 1932, un país lleno de muerte. Uno lo sabe y aún es capaz de sentir orgullo, y eso es una cosa que jamás podré entender. Seguiré comiendo pupusas y viendo el futbol seguro. Ser salvadoreño en positivo es díficil, prefiero ser salvadoreña viendo todos los errores y defectos y decir “Estamos jodidos, y así te quiero”. 

    Ana Escoto

  • Oscurro Aarseth dice:

    evidente panfleto, como dijo el gran Silvio Rodriguez….

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