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Proyectos de olvido

Equiparar a la historia con la verdad es una idea clásica –y falaz– que los positivistas se empeñaron por defender y difundir. La historia se reescribe todo el tiempo porque lo que cierto es que brinda una verdad (una visión entre muchas); no es raro que un gobierno haga tabula rasa del pasado, quiero decir, de una forma de ver el pasado para imponer luego su propia verdad: a eso se le llama historia oficial.[1] (Los regímenes totalitarios conciben el control de la información como una de sus prioridades.) En un afán homogeneizador, los mexicas realizaban quemas de códices periódicamente. Shih Huang Ti fue el emperador chino que, además de ordenar la construcción de la gran muralla, abolió la historia al hacer que se quemaran todos los libros anteriores a él. Una operación similar a éstas podría atribuírsele a la Junta Militar que dio el golpe de Estado el 24 de marzo de 1976 en Argentina, sólo que esta vez la eliminación no fue de códices o libros, sino de cuerpos. El objetivo es el mismo en los tres casos: “Las huellas de lo que ha existido son o bien suprimidas, o bien maquilladas y transformadas; las mentiras y las invenciones ocupan el lugar de la realidad; se prohíbe la búsqueda y difusión de la verdad; cualquier medio es bueno para lograr este objetivo”.[2]

Todo proyecto de memoria trae consigo un proyecto de olvido –puesto que la memoria es siempre y necesariamente selectiva, se privilegian ciertos hechos del pasado en detrimento de otros–, es por eso que en toda sociedad siempre están en pugna por lo menos dos visiones del pasado: la historia oficial y otra que podemos llamar historia desde abajo; la primera siempre intenta callar, desaparecer y hacer olvidar a la otra. En realidad es una lucha por el poder, una lucha entre lo Mismo contra lo Otro.[3] Esta tensión se manifiesta en los modos de entender y contar la realidad:

Hay un circuito personal, privado, de la narración. Y hay una voz pública, un movimiento social del relato. El Estado centraliza esas historias; el Estado narra. Cuando se ejerce el poder político se está siempre imponiendo una manera de contar la realidad. Pero no hay una historia única y excluyente circulando en la sociedad.[4]

El poder tiene dos caras, una positiva –saber– y otra negativa –represión–, que se unen cuando el saber se instaura por vías represivas; si puede pensarse que el espacio del discurso es el espacio de lo Mismo, el espacio de lo Otro estaría habitado por aquello que ha sido excluido y silenciado, por un “lenguaje no-discursivo” o contramemoria. Este lenguaje contradiscursivo, horizontal es capaz de proporcionar una descripción totalmente diferente del discurso. Cada tanto las figuras de lo Otro pueden atravesar este pliegue del lenguaje no-discursivo y hablar.

El Estado argentino adquirió una doble faceta durante las dictaduras militares, una para cada parte del poder. La represiva: clandestina y terrorista, practicó una política del miedo a través del crimen sin responsables, eximida de responder a los reclamos. La otra (que responde al saber), pública, apoyada en un orden jurídico que ella misma estableció, silenciaba cualquier otra voz. Aunque el Estado ilegal fue corroyendo y corrompiendo al conjunto de las instituciones.[5]

El discurso del Estado estaba dirigido contra el no ser, lo que Luis Alberto Romero nombra una “subversión apátrida” que merecía ser exterminada, una entelequia de límites borrosos. Clausurados los espacios donde los individuos podían identificarse, cada uno quedó solo ante el Estado aterrorizador, que impuso su voz como única a un conjunto atomizado de habitantes en una ciudad ausente que presencia la fiesta del monstruo. Para tomar la imagen de León Rozitchner:

La ciudad está llena de alegorías. La sucesión de generaciones que dejan su espacio vacío va despojando a la ciudad de las miradas que la animaban cuando estaban vivos: se llevan su memoria. Después del genocidio no quieren que miradas nuevas, carentes aún de historia, vean las construcciones y los edificios donde los fantasmas todavía animan sus paredes que hablan. Que cada generación al irse se lleve con sus muertos la memoria de los hechos vividos, y que la narración siniestra de su pasado se aniquile como aniquilaron a los que se le opusieron. El capitalismo, que está hecho de asesinatos masivos y de crucificados, no quiere dejar rastros de su propio pasado, y pasa por encima con sus topadoras para hacer negocios en lugares vaciados de sentido y de historia. La ciudad es un campo de batalla donde el poder querría borrar las marcas de su rastro.[6]

El discurso oficial fue asumido e internalizado hasta los ámbitos más profundos de la vida social, debido a que “los políticos son los  nuevos filósofos: dictaminan qué debe entenderse por real, qué es lo posible, cuáles son los límites de la verdad”.[7] Fue sólo hacia el final del periodo de Videla que, estimulados por el descontento que generó la crisis económica que se agudizó durante el Proceso, así como por los conflictos y las dificultades que no supo solucionar el gobierno militar, comenzaron a escucharse algunas voces de protesta. Si bien éstas eran tímidas y confusas, se estaba dando la transición del silencio a la palabra.

La memoria como resistencia

En El narrador, ensayo de 1936, Walter Benjamin muestra cómo, en la coyuntura de la modernidad, los soldados que lucharon en la Primera Guerra Mundial no regresan del campo de batalla con historias que relatar, sino que, despojados de su humanidad, vuelven mudos. Al perder la comunicación de la experiencia, ésta se deforma y termina por perderse. Según Benjamin, se trata de un rompimiento civilizatorio en el que se está perdiendo la figura del narrador, como aquél que puede transmitir la experiencia, hacer que la escuche el otro y permanezca en la memoria, lo cual permitía que surgiera cierta idea de justicia.[8] Es por eso que la memoria es una forma de resistencia.

Pero hay sucesos para los cuales las palabras no alcanzan. La realidad, en ocasiones, puede ser más horrorosa que la imaginación e inalcanzable para el lenguaje: el horror es inefable. Cuando un individuo vive una situación límite (y el Proceso lo fue para un país entero) surge una relación inevitable con la memoria y una necesidad imperiosa de rescatarla por medio del lenguaje.

Durante la última dictadura militar argentina la memoria social funcionó como resistencia frente al carácter clandestino que adoptó la acción represiva. Podríamos decir que se trató de un intento por rescatar la figura del narrador en una sociedad violentada y silenciada que buscaba restituir la justicia; un intento por no olvidar la historia,  la violencia, ni los miles de cuerpos desaparecidos. No olvidar: plasmar con palabras algo que está más allá de la palabra para que permanezca y que no se repita nunca más. Pilar Calveiro ha notado esta paradoja de pretender decir lo inenarrable:

aunque el discurso revela la imposibilidad de decir todo lo que querría “traer”, el testimonio incursiona incesantemente en lo no dicho –encontrándolo y fracasando en el intento–, en busca del testigo último, el más radical que, por definición, está ausente. La ausencia del que no puede hablar está sin embargo como presencia en cada uno de los testimonios que dicen palabras y silencios.[9]

El valor de la memoria consiste en enfrentar el silencio y la falsificación de los hechos, quizás ésa sea la forma más eficaz de resistencia.

Relatos contra relatos

La historia, en última instancia, es una narración, la construcción de un relato. Habría que pensar a la sociedad como una trama de relatos. La memoria, por sí sola, no significa; es necesario ordenarla, darle sentido y significación, hacerla decir una verdad. En el contexto de una ciudad llena de alegorías que intentan borrarse, de cuerpos que intentan desaparecerse, es necesario respaldar esos intentos. La historia, como ya se dijo, brinda una visión de la verdad, pero hay más de una visión; hay distintas maneras de contar una historia. Se trata de versiones, de series que se intentan olvidar o desaparecer; cada versión se pretende más verdadera que la otra.

No es tan extraño pensar que la sociedad está trabajada por la ficción, en un sentido se asienta en ella a través de distintos mecanismos como el discurso político y los medios de comunicación, que funcionan como máquinas de crear ilusiones sociales y definir modelos de realidad. Grosso modo, tenemos un choque entre por lo menos dos tipos de narraciones: la de la sociedad y la del Estado porque, ya lo ha dicho Piglia, “que también el Estado narra, que también el Estado construye ficciones, que también el Estado manipula ciertas historias. Y en un sentido, la literatura construye relatos alternativos, en tensión con ese relato que construye el Estado, ese tipo de historias que el Estado cuenta y dice”.[10] En esa tensión, poco a poco, va surgiendo el secreto que el Estado manipula, por decirlo de alguna de manera, se va revelando la historia subterránea.

Paul Valéry dijo alguna vez que una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden. Como la barbarie es la era del hecho, es necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias –afirmaba el francés–. La creación de un consenso que se conforma por medio de historias y ficciones que circulan e intentan hacer creer cierta versión de los hechos: “hay un trabajo de construcción de la creencia, al mismo tiempo que otras versiones y otras verdades van perdiendo consenso público”.[11]

Los vencedores escriben la historia y los vencidos la cuentan, en ese cruce está el centro de la cuestión: la ausencia, lo aparentemente olvidado, la memoria de la desaparición se hace presente. Con el golpe de 1976 no sólo se abrió un capítulo nefasto y nefando para la historia latinoamericana, sino que se dio comienzo a una lucha entre distintas versiones de la realidad argentina. Los militares aparecían en el mito que ellos mismos crearon como el reaseguro médico de la sociedad con la teoría conspiratoria del cuerpo extraño que había penetrado en el tejido social y que ellos tendrían que extirpar: desaparecer el cuerpo; con esto se anticipó públicamente lo que se le iba a hacer al cuerpo de las víctimas. Por otro lado, la versión de los vencidos es un relato fragmentado y anónimo de resistencia que construye interpretaciones alternativas que perfilan “nuevos núcleos narrativos para los linajes de sangre cortados por la acción homicida del poder”.[12]

La literatura trabaja sobre esa tensión, va más allá de la versión oficial y le da un tratamiento narrativo a los relatos fragmentados, le da voz a quienes no la tienen utilizando “los testimonios [que] venían a romper el silencio sobre el que navega la amnesia. Al principio, sólo fueron un rumor que circulaba en los medios politizados y en el extranjero, pero el rumor fue creciendo y filtrándose por distintos resquicios, haciéndose cada vez más audible”.[13]

Uno de esos resquicios, qué duda cabe, es el de la literatura: “más allá de la barbarie y el horror que hemos vivido –afirma Piglia–, en algunas de las páginas de nuestra literatura persiste una memoria que nos permite, creo, no avergonzarnos de ser argentinos”.[14]

La elaboración del luto: un minuto de palabras

¿Cómo guardarle luto a la ausencia, a un fantasma a la vez desaparecido y presente? Ante una sociedad mutilada –por la violencia nazi–, Walter Grasskamp se preguntaba cuál era la manera correcta de honrar la memoria de los muertos. Se trata de preguntas ineludibles para llevar a cabo una denuncia pública de los crímenes a través de historias privadas, imágenes íntimas del dolor que buscan llevar a cabo un trabajo de duelo que muestre lo que se intentaba olvidar. Para hacer resurgir esta memoria desaparecida, hay que desenterrarla. La memoria requería una elaboración, en primer lugar “una selección y una presentación que permitiera demostrar, en principio, que se trataba de un plan, de una maquinaria deliberadamente organizada desde el Estado”.[15] Así, la sociedad argentina comprendió que para volver a la democracia tenía que ponerse de manifiesto la relación íntima entre los deberes de la memoria y los imperativos de la justicia.

El duelo ante el olvido no puede hacerse por medio de minutos de silencio. Hay que decir, hacer que se manifiesten las historias de los desaparecidos; implantar una nueva memoria de la dictadura, rectificando su significación general, ya que “el discurso de las ‘verdades’ instaladas –provenga de donde provenga– se parece demasiado a la amnesia. Es una suerte de olvido inconsciente de sí mismo, porque al congelarse traiciona la única memoria posible que es necesariamente reinterpretación”.[16]

Esta impronta contra la amnesia y la necesidad de honrar la memoria de los desaparecidos queda cristalizada en una anécdota que Ricardo Piglia contó en un documental que buscaba homenajear a las Madres de Plaza de Mayo.[17] En 1978, el escritor fue a visitar a Antonia Cristina a su casa en Almagro. Su hija, que era militante de Montoneros, había sido secuestrada; posteriormente también secuestraron a su hijo, Roberto Cristina, dirigente de Vanguardia Comunista. Esta mujer, que había quedado sola con el dolor de sus hijos desaparecidos, discutía constantemente con el televisor: como eran tantas las mentiras que se decían, ella no podía quedarse callada ante aquel televisor viejo donde había un discurso único; “mienten tanto –decía Antonia Cristina– que yo no puedo menos que contestarles”. Ella pedía la posibilidad de tener un minuto para hablar en televisión y decir la verdad, no pedía un minuto de silencio, sino un minuto de palabras. Pensaba cómo sería ese minuto, qué es lo que diría, de qué manera concentraría en sesenta segundos todo lo que tenía que decir, una historia que condensara todas las historias que la dictadura estaba tratando de borrar y que desmontara esa máquina de mentiras en que se había convertido el Estado.

La anécdota es una alegoría notable de ese discurso que busca imponerse por encima de los otros y del intento por honrar la memoria de los muertos.

Y siempre he pensado –dice Piglia en el documental– en esa mujer sola, en ese departamento en un lugar de Buenos Aires discutiendo con el televisor y pensando qué tipo de historia tendría que contar para que la verdad se hiciera notoria […] y cómo, a la larga, ese minuto que ella pedía ha logrado por fin convertirse en una versión de los hechos que todos hoy compartimos. Y siempre pienso que mujeres como ésa son las que han hecho posible la democracia en Argentina.

De tal forma que lo que nació con la experiencia histórica del terrorismo fue la formación de  una memoria “secundaria” –la memoria no conoce jerarquías– frente al abismo de lo que la sociedad había vivido. Fue así que, poco a poco, la memoria colectiva se reconfiguró como una práctica social que requiere de materiales, instrumentos y soportes que sirvan de base para contar la historia desde un lugar distinto, para reconciliarse con el pasado por medio de sus efectos visibles y sus síntomas públicos.


[1] “La historia oficial, por definición es la que elaboran las instituciones del Estado o sus ideólogos. Siendo todo Estado, también por denominación, una forma de dominación, el para qué de esa historia es la justificación y la prolongación de esa dominación.” Adolfo Gilly, “La historia como crítica o como discurso del poder”, en Historia ¿Para qué?, México, Siglo XXI, 2005, p. 205.

[2] Tzvetan Todorov, Los abusos de la memoria, Barcelona, Paidós, 2000, p. 12.

[3] “El Proceso de Reorganización Nacional, sustancialmente diferente a lo que hasta entonces había ocurrido en el país, también se asentó sobre ciertas ‘normalidades’ internalizadas desde antes por la sociedad. La política argentina se basó durante décadas en una concepción de tipo binario. La noción del Otro, peligroso, al que es preciso destruir, estaba profundamente arraigada en las representaciones y prácticas políticas.” (Pilar Calveiro, Desapariciones. Memoria y desmemoria de los campos de concentración argentinos, México, Taurus, 2002, p. 243.) La dicotomía entre barbarie y civilización es quizá la primera manifestación de la tensión entre lo Mismo y lo Otro.

[4] Ricardo Piglia, “Una trama de relatos”, en Crítica y ficción, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 35.

[5] Cfr. Luis Alberto Romero, Breve historia contemporánea de la Argentina, Buenos Aires, FCE, 2004, pp. 210, 222, 223.

[6] León Rozitchner, Mi Buenos Aires querida, Buenos Aires, FCE, 2004, pp. 32, 33.

[7] Ricardo Piglia, “Los relatos sociales”, en Crítica y ficción, p. 102.

[8] Benjamin equipara la figura del narrador con la del justo que permite dar voz a quienes la han perdido.

[9] Pilar Calveiro, op. cit., p. 18.

[10] Ricardo Piglia, Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades), Buenos Aires, FCE, 2004p. 22

[11] Ricardo Piglia, “Una trama de relatos”, en Crítica y ficción, p. 37.

[12] Ana Amado, “Órdenes de la memoria y desórdenes de la ficción”, en Lazos de familia. Herencias, cuerpos, ficciones, Buenos Aires, Paidós, 2004, p. . 47.

[13] Pilar Calveiro, op. cit., pp. 358, 359.

[14] Ricardo Piglia, “Ficción política en la literatura argentina”, en Crítica y ficción, p. 124. Sólo para nombrar algunas de esas páginas basta con recordar la obra de Rodolfo Walsh, o novelas como Libro de navíos y borrascas de Moyano y Respiración artificial del propio Piglia.

[15] Hugo Vezzetti, Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 22.

[16] Pilar Calveiro, op. cit., pp. 22, 23.

[17] El documental fue realizado por Emilio Cartoy Díaz (Homenaje a las Madres de Plaza de Mayo, TEA Imagen) y circuló en la televisión argentina en 2008 para conmemorar los treinta años de las desapariciones provocadas por la última dictadura militar.

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(Ciudad de México, 1986) es escritor y traductor. Textos suyos han aparecido en La Tempestad, Frente, Letras Libres, Nexos, Este País y La Gaceta del FCE, entre otras publicaciones. Es editor de Tierra Adentro. No ha plantado árboles, no ha tenido hijos, no ha publicado libros.

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