Por Lilián López Camberos
Mi investigación final, al terminar la universidad, se llamó “Mapocho: el mito en la Historia”. El tema medular era el análisis del discurso de una novelita chilena publicada en 2002, bajo el sello Planeta, escrita por una joven autora llamada Nona Fernández. El argumento tenía, a simple vista, mucho de realismo mágico: un par de hermanos, muertos en un accidente, vagan como espectros por los escombros de su antiguo barrio en Santiago, sin reconocerlo –y sin saber que, de algún modo, ellos mismos están muertos. En realidad, la novela es uno de los distanciamientos más grandes –literariamente hablando– del realismo mágico, ese cúmulo de relatos exóticos y tropicales que encontró su cáliz en la literatura latinoamericana de los años sesenta.
Mapocho es un ejemplo tajante de la novela post-dictadura y, por tanto, echa mano de nuevos temas: se aleja por completo de ese territorio tan conocido, tan identificable y benigno, de la novela que surge en medio de un gobierno tiránico. Se enfrenta a una realidad menos aterradora, menos maniqueísta, un terreno gris en el que es difícil tomar partido por un extremo, pues éstos sencillamente han dejado de existir: nada es totalmente blanco y nada es totalmente malo. La democracia, desde esta perspectiva, le hace mal a la literatura… si en ella hay héroes y villanos.
Rafael Gumucio, en la edición de septiembre de 2007 de la revista Letras Libres, escribe un artículo titulado “La transición: una relación en cadena”:
“La gran novela de la dictadura es en Latinoamérica y España una asignatura cursada con éxito (…). La gran novela de la transición es en cambio, en la literatura en lengua española, una tarea siempre pendiente (…). Si la novela es ante todo la historia de algunas metamorfosis, pocos terrenos pueden ser sin embargo más fértiles a la novela que la transición, que una transición como la chilena, exitosa en tantos aspectos, parajódica en tantos otros”[1]
La tesis de Gumucio, una con la que me sentí plenamente identificada apenas la leí, sostiene que en la novela de transición “el bien y el mal no son ya tan evidentes”[2]. Cualquiera recordará, con un breve repaso mental, los grandes momentos literarios de García Márquez, de Vargas Llosa. La figura del dictador, patética y arruinada pero maquiavélica, tuvo eco en muchos escritores de la época y subsecuentes.
Cuando un país, por ejemplo Chile, ha dejado de estar sujeto a los grilletes de la dictadura, se enfrente a un nuevo panorama: no sólo la política pública y la economía se resienten, sino el clima social y emocional. Hemos dejado de tener un enemigo en común, hemos dejado de tener un villano en la silla, y de pronto estamos solos: sin motivaciones.
Supongo que el tema me atrae desde siempre. Mis papás tenían una pareja de amigos que fueron exiliados, y que estando en México se reencontraron y pudieron casarse. Los conocí a ellos y a sus hijos, y siempre encontré atrayente la historia del exiliado político. Antes, en los setenta, el primer departamento que mis padres rentaron estaba en una unidad infestada de chilenos expatriados. Cuando algunos intentaron regresar a Chile, décadas después, se encontraron con que allá también eran extranjeros. De pronto, no pertenecían a ningún lugar… salvo, quizás, a sus convicciones políticas.
Siempre que tuve ocasión de presenciar escenas como ésta, me preguntaba cómo lidiaban con un episodio tan oscuro como el golpe de Estado de 1971. Descubrí que muchos chilenos, a la fecha, llaman a Augusto Pinochet “el tata” o “ese vejete”. No hablan de frente del tema, pues se trata lisa y llanamente de “eso”. El tabú me parecía increíble y misterioso: ponía de relieve las taras de una nación entera, y la dificultad tanto de un país como de un individuo de nombrar aquello que le provocó dolor.
La situación actual en Chile, sobra decirlo, dista de ser ideal. Sin embargo, desde el principio tuve simpatía por el gobierno de Michelle Bachelet. En algún otro escrito, posterior a mi trabajo, dije que quizás el hecho de haber sido torturada (aunque es innegable que, de igual forma, se valió del hecho un tanto martirizadamente) la hizo instaurar la costumbre tácita pero efectiva de decir las cosas como son.
Independientemente de los resultados finales del paso de Ricardo Lagos por la silla presidencial, rescato siempre una frase que pronunció en 2003, al entregar un informe en el que estaban consignadas las prácticas dictatoriales, como prisión política y tortura: “para nunca más vivirlo, nunca más negarlo”.
Meses después entrevisté a una banda chilena y sin querer desvié la conversación hacia dichos temas. Uno de ellos, con una lucidez increíble, dijo que la única enseñanza de ese periodo vergonzante (habló de la represión, de los toques de queda, de los familiares desaparecidos) era tener el oprobio muy presente. Concluyó que los humanos éramos tan tontos que no nos bastaba con vivirlo una vez, y éramos capaces de olvidar y repetir la historia, como ciclos que nunca acaban.
En Mapocho hay imágenes terribles, quizás demasiado sanguinarias: cadáveres flotando en el río Mapocho, precisamente, a donde los arrojaban por montones. Hay testimonios, en otros lados, de padres que tomaban rutas alternas para llevar a sus hijos al colegio y evitarse así el dantesco espectáculo. En la novela también se describe la matanza en el Estadio Nacional, espejismo de un campo de concentración en el que se prendió fuego a miles de chilenos inocentes. Vejaciones todas que fueron soslayadas por el gobierno, pero jamás exterminadas del todo. Recuerdos que parecían más inasequibles con el tiempo, leyendas urbanas, casi como si jamás hubieran existido.
No hablo del deber de un escritor, pues no hay tal. No hay temas que sean obligatorios en función de la nacionalidad de un autor, pero tampoco deberían ser prohibitivos. Si después de Nona Fernández hubo quien fue feliz en la negación, o acaso en la elección de otros temas (Fuguet y su extraordinario movimiento McOndo), resurgió también la necesidad de voltear el rostro hacia el pasado y reconocer los vestigios de la historia. Rearmar el rompecabezas con la libertad que otorga el tiempo –y la socialdemocracia, valga decirlo– y hacerle justicia a los que murieron o fueron expulsados de su propio país por una bagatela: apoyar a Salvador Allende o, en su caso, estar en desacuerdo con el general Pinochet.
¿Por qué bagatela? Porque aún hoy, con toda su importancia, queda muy claro que una posición política no es suficiente para morir o para vivir. Porque algo tan íntimo como una tendencia ideológica no puede ser preponderante en la elección del modo de vida: no puede dominar sobre los demás aspectos, los que importan, como la elección del lugar de residencia y el futuro de nuestros hijos, si los hay o si los habrá.
Mapocho se lee como agua. Su lectura fluye porque el lenguaje es coloquial y deliberadamente agresivo, como una diatriba convertida en palabras. Sin embargo, debajo de la violencia que Nona Fernández emprende contra un destinatario anónimo, se esconde una necesidad por exponer y rescatar un trozo de pasado que se ha diluido con el tiempo. Nona, como otros autores, es un espectro que vaga entre los escombros. De pronto, una herida. Más adelante, un testimonio aún lacerante. Y siempre, una cierta vergüenza reprimida, un sollozo casi inapreciable de un sufrimiento que algunos aún tienen muy presente –contrario a las nuevas generaciones, felices y encantadoras en la ignorancia de los hechos más severos.
“Santiago cambió el rostro. Como una serpiente desprendiéndose del cuero usado, la ciudad se ha sacudido plazas, casonas viejas, boticas y almacenes de barrio, cines de matiné, canchas de fútbol, quioscos, calles adoquinadas. Santiago removió sus costras y ahora ellas se van por los aires, vuelan en la memoria de la Rucia que, sentada en una cocinería frente al Mapocho, con el espinazo de un congrio mosqueado en su plato, trata de identificar en el mapa de la guía telefónica que le han prestado algo que le suene familiar, algo que le parezca conocido.”[3]
Después de todo, la novela de transición es sólo eso: un periodo de asimilación, una metamorfosis lenta pero consistente. Nona Fernández lo demostró con Mapocho: aún calla las cosas, pero no las niega. Está a punto de la confrontación.
* Por Lilián López Camberos
[1] Gumucio, Rafael, “La transición: una relación en cadena”. Letras Libres. Septiembre de 2007.
[2] Ïbidem.
[3] Fernández, Nona. “Mapocho”. Editorial Planeta. Primera edición, 2002. Santiago de Chile. Pp 19.
Está buena tu crónica, pero un poco más de rigurosidad, el fucking golpe fue en el ’73.