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Este texto forma parte del proyecto “Pensar los feminismos latinoamericanos desde la acción colectiva” de Distintas Latitudes, coordinado por Natalia Flores Garrido. Si quieres ver la convocatoria, da clic aquí.

 

La pobreza es un fenómeno en aumento en América Latina, la región más desigual del mundo. En 2009, la pobreza en esta región alcanzó a un 33,1% de la población (1 de cada 3 habitantes), incluido un 13.3% en condiciones de pobreza extrema o indigencia. Estas cifras se traducen en 183 millones de pobres y 74 millones de indigentes (CEPAL: 2010). En lo que respecta a la ciudad de Córdoba[1], Argentina, según el Centro de Investigación Participativa en Políticas Económicas y Sociales (Cippes: 2011) de la Universidad Nacional de Córdoba, el 23% de la población está en situación de pobreza.

En relación a las mujeres, la Cumbre Social de Desarrollo (1995) reconoció que el empoderamiento de la mujer es un requisito insoslayable para el desarrollo social. La Plataforma de Beijing (1995) planteó que uno de los grandes obstáculos para el avance de la mujer es el creciente peso de la pobreza femenina: las mujeres pobres son las más pobres entre los pobres y suman desigualdades de género que obstaculizan el acceso a actividades productivas, recursos económicos, estructuras y políticas económicas.

Otros datos indignantes: en el mundo, el 70% de los pobres son mujeres (UNIFEM: 2007). Según CEPAL (2007) en América latina el 80% de las mujeres son trabajadoras domésticas, un trabajo no remunerado y sin seguridad social. Para ellas se incrementa la posibilidad de sufrir explotación, discriminación y exclusión: cargan con una doble y triple jornada laboral, deben coordinar distintos ritmos, horarios y exigencias, pues si bien se acrecienta la participación femenina en el mercado de trabajo, la respuesta social y masculina ante este cambio de cultura y comportamiento de las mujeres es nula. Las mujeres trabajan hasta 12 horas no remuneradas por extensión de la jornada laboral dentro y fuera de sus propios hogares; los varones, en contraste, lo hacen durante 10 horas, de las cuales 7 están remuneradas (CEPAL: 2007, Vergara: 2008).

Frente a esto, miles de mujeres argentinas deben enfrentar la situación de marginalidad y exclusión. Para ello, se reúnen en acciones colectivas que luchan por la tierra y la vivienda.

Las mujeres de sectores urbano-marginales conformaron en los años 80 organizaciones de base que tomaron la forma de cooperativas de vivienda desde las que se organizaron para obtener tierras donde construir. Habitaban en villas de emergencia, en las periferias de la ciudad, en condiciones de marginalidad y exclusión. El 90% de estas mujeres son analfabetas, trabajaban como servicio doméstico y son madres de familias numerosas. Preocupadas por el futuro de sus hijos frente a las constantes amenazas de los gobiernos de desalojar los asentamientos precarizados, decidieron emprender la lucha colectiva mediante la puesta en práctica de la ayuda mutua y del trabajo cooperativo. Así, fueron acarreando al resto de los vecinos mediante el “boca en boca”, fueron detectando las necesidades del barrio e implementando, a partir de sus escasos recursos y poder, soluciones posibles para amortiguar la situación de exclusión.

Ellas extendieron su espacio privado al espacio semipúblico-barrial desde la figura de la madre, transformando su maternidad en una maternidad colectiva. Desde la cotidianeidad, generaron un espacio de cooperación, de acción, de política. Si bien no se embanderaron tras el feminismo, sí politizaron lo cotidiano. La experiencia y residencia en lo doméstico las volvió un eje central para garantizar el funcionamiento interno y masificar su expresión pública.

Estas mujeres lograron reemplazar la acción del Estado, limitada como resultado de ajustes fiscales y otras medidas de tipo macroeconómico. Reemplazaron también al mercado en la provisión de servicios de cuidado infantil, atención a la tercera edad, salud comunitaria y apoyo a las reformas educativas, al proporcionar estos servicios con el trabajo doméstico, puesto que debido a su condición de pobreza no podían adquirirlos a través del mecanismo excluyente del mercado.

Estas mujeres se inscriben como el conjunto de actoras colectivas que definen espacios de luchas, estrategias de acción y construcción de capital social en procesos que redefinen sus identidades, y dan nuevos sentidos a sus prácticas sociales en contextos de crisis de representación y exclusión económica. Tradicionalmente, a la mujer se le ha asignado una función social: la reproducción, pues allí residía su sentido, su razón de ser. Esta misión no se limita al acto de la procreación, sino que se extiende en el cuidado, la transmisión de valores, etc., acciones que requieren de una presencia permanente de la mujer en el ámbito privado. Es por ello que el lugar por excelencia de la mujer en la ideología patriarcal es el hogar: desde aquí establecen su subjetividad, su cotidianeidad, sus tareas.

En base a esto, las mujeres cooperativistas se animaron a remapear y resignificar su espacio privado y extenderlo al público: trasladaron su trabajo doméstico al espacio barrial. Desde allí se ocuparon de cuidar y proteger, cultivando actitudes maternales para con el resto de los vecinos. Esto las convirtió en líderes simbólicas de la acción colectiva, en luchadoras y en personas capaces de solidarizarse con los demás y contagiar sus conductas solidarias con su ejemplo y perseverancia. Mediante la acción colectiva se empoderaron y acrecentaron los capitales con los que contaban, se transformaron en líderes comunitarias a través de las organizaciones y en líderes institucionalizadas no disruptivas, pudiendo amortiguar su situación de pobreza y exclusión.

En las cooperativas incrementaron su capital humano y social, pues se convirtieron en referentes, lo que las transformó positivamente en personas con habilidades y capacidades de modificar sus condiciones de existencia a través de la coordinación de acciones colectivas.

Sin embargo, no pensaron sus derechos como derechos de género, ni se reivindicaron desde el feminismo, sino que exigieron desde sus derechos privados-domésticos (la familia, el hogar, los hijos), es decir, que extendieron sus necesidades del hogar al barrio, obtuvieron un liderazgo feminista al enfrentar el androcentrismo y conquistar espacios tradicionalmente masculinos y al iniciar, sostener y dirigir cooperativas, transformando sus condiciones y las del barrio, politizando lo personal.

Su accionar incluyó la formación de la cooperativa, atraer a los demás vecinos a la acción política, alterar el orden de preferencias en pos del beneficio colectivo, generar cambios materiales (como mejorar sus condiciones de vida, acceder a la vivienda, a espacios dignos) y simbólicos (empoderamiento, capacidades, habilidades y autoestima). Estas mujeres desafiaron al status quo; se enfrentaron a los gobernantes de turno, les hicieron saber que por ser pobres no merecían menos derechos ni beneficios que los demás; desafiaron a los hombres del barrio al emprender tareas consideradas masculinas, y tomaron el poder (algunas de ellas se convirtieron en presidentas de las cooperativas) sosteniendo el trabajo en conjunto por más de 20 años.

En lo que respecta a la edificación de las viviendas, las mujeres tuvieron un rol sumamente activo: trabajaron junto a los hombres, se convirtieron en albañiles. Con el tiempo, iban sumando nuevos papeles a sus vidas: madres, esposas, trabajadoras, cooperativistas, líderes comunitarias y barriales. Además, fue central su participación para organizar y sostener comedores barriales, roperos comunitarios, copas de leche y guardería para los niños del barrio. El trabajo en conjunto fue el pilar para sostener la acción colectiva, y la ayuda mutua la base desde la que fomentaron la participación. Además, al apropiarse del barrio, las mujeres cooperativistas obtuvieron una serie de beneficios simbólicos: el reconocimiento, la consideración del entorno y la posibilidad de obtener ventajas por su trabajo en el este ámbito.

Asimismo, el hecho de haber politizado lo barrial a través de redes informales, logró que instituyeran un sentido común acerca de cómo procurar el acceso a ciertos recursos. El traslado al barrio autoconstruido sumó, a los lazos de vecindad ya creados en la villa de emergencia, el reforzamiento de éstos junto a la existencia de un contexto de significados de modos relativamente compartidos, la identificación barrial, la memoria e identidad colectivas, las nuevas subjetividades: ahora, finalmente, se transformaban vecinas de un barrio y abandonaban el estigma de ser “villeras”. Ello las dignificaba, las sacaba de la marginalidad y de la periferia urbana y social, las hacía sentirse incluidas socialmente. Poseer su casa era contar con un espacio propio, con un lugar que generaba un sentido de pertenencia. No sólo contaban con “su” propio barrio (cambiando el asentamiento urbano-marginal por el barrio) sino también con “su” hogar. Ese lugar construido con tanto esfuerzo, organizados en torno de la ayuda mutua, implica interacción, identidad y una historia escrita en común, una historia hecha de transformaciones y de acciones radicales y positivas.

Hicieron de lo personal una cuestión política. Rompieron con los mandatos sociales y culturales e hicieron del maternazgo colectivo su bandera de lucha, convirtiéndolo en su ímpetu transformador.

Las mujeres albergaron proyectos positivos, se encargaron de vivir una experiencia transformada por ellas mismas. Se abocaron a modificar su propia vida, pero también la de todos los vecinos del asentamiento. Se convirtieron en agentes activos de su propia historia, de su propia vida. Defendieron, en primer lugar, su derecho a tener derechos, a vivir mejor, en una situación más digna.

Enmarcadas en la marginalidad, la pobreza y la exclusión, resistieron y formaron una nueva subjetividad y abandonaron su lugar  de opresión, transformándose en ciudadanas concientes de sus derechos.



[1] Córdoba es la segunda ciudad más importante de Argentina. Es la capital de la provincia homónima. El censo nacional de 2010 estableció una población de 1.329.604 habitantes.

Paola Bonavitta

Paola Bonavitta es becaria de CONICET, doctorando en Estudios Sociales en América Latina, Magíster en Sociología y Lic. en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Córdoba. Es Diplomada en Feminismos Políticos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es investigadora del Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer y Género (UNC).

One Comment

  • Karina dice:

    Muy interesante, creo que la acción colectiva promovida por ese particular grupo de mujeres (pobres, hacinadas, marginalizadas) es tan frecuente como invisible. Muchas de las acciones de incipiente protesta contra los regímenes militares de A.L.fueron impulsadas también por aquellos grupos que tan tristemente se repiten dentro del continente, demostrando un radio de acción amplísimo.
    Sería muy bueno poder saber qué ocurre después, qué pasa una vez que salen de la “villa”, qué ocurre con el movimiento creado, se validan como líderes vecinales del nuevo barrio? 
    Quizás no, quizás el barrio disgregó la organización, sin embargo la vida de ellas, seguro, no volvió a ser igual

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