YO SÉ QUE QUIEREN QUE LOS APOYEMOS. Yo sé que quieren que los justifiquemos. Yo sé que quieren que los razonemos. Yo sé que quieren que negociemos.
Yo no los apoyo. Yo no los justifico. Yo no quiero negociar. “Negociar es un acto de reconocimiento”.[1]
No me alegran sus muertes y caídos, pero sí comprendo la diferencia entre el uso privado de la violencia y el deber público-legal. Pienso que todos los males que se proyectan y reproducen en Colombia reflejan, al igual que en cualquier parte del mundo, que un simple malvado se puede convertir en monstruo. La desigualdad, la pobreza, la injusticia y la inequidad, aunque son reales y lastiman a la población colombiana y de muchos Estados que padecen el terrorismo de estructuras armadas e ilegales tipo la FARC, son apenas el ápice de un conflicto que tiene en el fondo más intereses económicos que de reivindicación social.
Por eso, ser terrorista es básicamente una cuestión de actitud y decisión. No de predestinación o atavismo. ¡Se es terrorista porque se quiere serlo! Además se asume la responsabilidad que implica la utilización del terror para garantizar “fines loables”.
La “gran abyección” de los narcotraficantes de las FARC sí se puede explicar con una mera teoría del mal: “la politique du pire”, que utiliza el terror con el objetivo de hacer imposibles las soluciones verdaderamente políticas.
Desde hace 20 años se le han dado múltiples oportunidades a las FARC para desmovilizarse por las leyes antes que la fuerza, y no las acogieron. Y como último recurso, después de haber padecido la oprobiosa escena de la silla vacía[2], estuvo la estrategia militar, que además se justificó y comunicó en forma reiterada y pública tanto a los nacionales y la comunidad internacional como a Mono Jojoy, Raúl Reyes y Alfonso Cano. Y nos sometimos todos como Estado al juicio respectivo y su corrección. ¿O se ha olvidado la crisis diplomática con Ecuador y Venezuela? ¿Los pronunciamientos de la Corte Interamericana de DDHH? Es el Estado quien da la cara, asume y corrige.
Así, es un error entonces caer en anacronismos. Colombia no encontró la paz con el exterminio de los bandoleros de los años cincuenta; no encontró la paz con la guerra incesante contra los guerrilleros de los años sesenta; no encontró la paz tras la desmovilización del M-19; no consiguió la paz con la captura y extradición de Ledher y/o muerte de Rodríguez Gacha, Pablo Escobar, Santacruz, Urdinola, Carlos Castaño y la desmovilización de Mancuso, Don Berna, Jorge 40 y sus bloques; porque el mayor problema del Estado Colombiano ha sido subestimar sus propios puntos fuertes.
A Colombia le falta carácter. A los colombianos nos falta carácter. Tuvimos la oportunidad de hacer una nueva Constitución que se quedó en un “pacto de suicidio”. Hemos limitado el ejercicio de la autoridad del Estado al punto de hacer imposible que actúe con firmeza. Nos quedamos en la ideas de todo lo que Colombia debe ser, sin partir de la realidad de lo que puede hacer. Es decir, nos quedamos con la ceguera de las buenas intenciones. Se nos olvidó que el resto del mundo tiene importancia. Se nos olvidó que debemos hacer que los Estados sean consistentes y firmes en su condena contra los métodos terroristas sin importar si son cometidos por sus amigos o enemigos.
Y por eso, “los monstruos no brotan como frutos de los árboles abonados por la injusticia”. Tampoco del azar o la generación espontánea, sino de la estrategia, la planeación y la astucia. Ellos, los malvados, los bandidos, los narcotraficantes, los terroristas, han entendido la importancia del tiempo y de saber esperar, saben que la victoria es para el más paciente. Entienden que pertenecen a un sistema consecuencial, por etapas. De progresos y regresos y de una lógica de suma cero: si el Estado pierde, ellos ganan. El éxito para ellos “se convierte en una cuestión de infligir pérdidas, soportar daños y de apostar porque el enemigo tenga menos resistencia que ellos, porque el Estado será siempre demasiado fuerte para que una célula de individuos lo venza en una batalla abierta; entonces es el Estado el que debe derrotarse a sí mismo”.
De hecho, “el terrorismo es una forma de política cuya meta es la muerte de la propia política, contra la práctica de la deliberación, del compromiso y la búsqueda de soluciones razonables y no violentas. El terrorismo es una forma de política cuya meta es la muerte de la propia política, es un Estado pre político de combate, es un estado de guerra”.
En consecuencia, aunque las respuestas judiciales y profilácticas al problema del terror son importantes, no pueden entonces sustituir a las operaciones militares cuando los terroristas cuentan con bases, campos de entrenamiento, armas, cuentas bancarias internacionales, ONG internacionales, apoyo internacional, apoyo político y jurídico desde las Cortes y los círculos de poder e incluso importantísimas, preocupantes y exitosas relaciones exteriores paralelas al Estado.
Y sí. Las FARC son una minoría. Colombia lo demostró en la marcha del 4 de febrero del 2008 cuando dijo ¡No más FARC! ¡Los buenos somos más! ¡Colombia soy yo! Y eso es lo sorprendente de la democracia, que engendra sus propios demonios y su respectivo exorcizo. A veces de la desconfianza depende que el sistema siga siendo honesto.
De ahí, “si los procedimientos abiertos no logran producir respuestas que cuenten con el asentimiento de los ciudadanos, son los propios ciudadanos los que pueden obligar a las instituciones por medio de la crítica pública y el proceso electoral a idear respuestas mejores” ¿O acaso que fue la actual marcha en contra de la Ley 30?
Aquí no se pide alegría por una baja militar importantísima, nunca que se sea insensible ante la muerte, menos que sea una fiesta el exterminio y un deber el odio. Lo que sí se pide es la responsabilidad compartida de los ciudadanos, del sector privado y del sector público en el cambio del Estado. Lo que sí se pide es eliminar la posición facilista de expresar “que los sueños de los colombianos no caben en las urnas”. Se pide criticar y señalar malos dirigentes, de exigirles que construyan nuestra Nación, de que hagan sentir orgullosos a los ciudadanos del Estado que decidieron tener.
Lo que se pide es que los colombianos seamos todos actores de cambio. Aunque la guerra contra el terror significa que muchas veces no podremos evitar del todo los actos malvados, también significa que podemos conseguir elegir males menores y evitar que se conviertan en mayores.
Por tanto así, “la ética es importante, no sólo para limitar los medios que usamos, sino también para definir la identidad que estamos defendiendo y nombrar el mal al que nos enfrentamos”. Debemos “permitirnos afrontar la realidad del mal sin sucumbir a su lógica, combatirlo con males menores regulados constitucionalmente sin caer en males mayores. Tenemos que ser capaces de defendernos, con la fuerza de las armas, pero aún más, con la fuerza del razonamiento. Porque las armas sin razones, se utilizan en vano”. Debemos demostrarle al mundo que la FARC pretende mitigar por medio del terror su falta de argumentos. Tenemos que ganarle la lucha ideológica. Debemos implicarnos todos en la renovación de la democracia más allá de la puerta de nuestras casas.
Y para eso necesitamos escritores, poetas, periodistas, ingenieros, médicos, jardineros, diseñadores, cantantes, bomberos, carpinteros, abogados, administradores, políticos y colombianos, que al lado de militares valientes, lo dejen todo a donde lleguen. Que combatan desde sus espacios a los terroristas. Que ganen la batalla política, que acaben los males de la Nación. Su Nación. Y así, solo así, Colombia derrotará a las FARC, el terrorismo y todo lo que se le quiera parecer.
[1] Todas las citas entrecomilladas de este texto son del libro “El mal menor. Ética Política en una era de terror”, de Michael Ignatieff Ediciòn Taurus. 2004.
[2] Nota del editor: el episodio de la silla vacía es altamente conocido en Colombia, cuando durante las negociaciones de paz entre las FARC y el gobierno, Manuel Marulanda, jefe guerrillero dejó plantado al presidente Andrés Pastrana y nunca llegó.
Algunos cuantos comentarios a la “Chiquita Halcón”:
Primero recurre a uno de los autores más reconocidos por su defensa a ultranza del neoliberalismo, del unilateralismo y de las guerras en contra del terorrismo (sic). De hecho, el libro que cita es un defensa de actos arbitrarios e inhumanos (“pequeños males”) para frenar al terrorismo – sin mencionar por accidente las causas de la violencia. Me parece pues una elección un poquito deleznable de sus referencias.
Sobre “el terror con el objetivo de hacer imposibles las soluciones verdaderamente políticas”: hay por ahí un autor decimonónico – Karl von Clausewitz – que explicó que la guerra es la continuación de la política por otros medios; la obra maestra de este autor (“Vom Kriege”, 1832). Un vistazo a “Les damnés de la terre” (de Fanon) tampoco caería mal. Por lo menos dos párrafos enteros del texto comentado se tambalean con los aportes de los autores anteriores.
¿”Más intereses económicos que reivindicación social”? Si de eso se trata justamente la violencia en Colombia: las injusticias (económicas, entre otras) subyacen a la reivindicación social, lo mismo de movimientos armados que de movimientos sociales.
¿”Se es terrorista porque se quiere serlo”? Caray, hay una disciplina entera llamada sociología que se ocupa de desenmascarar semejantes psicologismos.
Por lo demás, quiero felicitar a la revista por darnos la oportunidad de leer uno de los grandes manifiestos pre-fascistas del siglo XXI.
Con mucho cariño desde México (país en el que, al igual que en Colombia, la clase gobernante decidió emprender una guerra a un enemigo sin atender las causas sociales de la violencia, transformando al país en un infierno de violencia generalizada, corrupción, muerte e impunidad),
DarwinLove.
PD: Después de tantas muertes de los “enemigos”, ¿ya encontró la paz Colombia?
Creo que en el debate que inicia Catalina y que sigue Darwin, el punto que debe ponerse sobre la “i” es la diferencia entre guerra y terrorismo. Cuidado, porque mientras Catalina apunta al terrorismo como aquello que imposibilita soluciones políticas, en el fondo tiene la razón: eso es justamente lo que pasa con grupos y Estados terroristas a lo largo y ancho del globo: logran que las condiciones de lucha política, de acuerdo y de negociación sean virtualmente imposibles. Y Von Clausewitz se refiere, como Darwin mismo lo dijo, a la guerra.
Ojo con ello, porque terrorismo y guerra (por ejemplo, guerra civil) son cosas muy distintas, pues mientras que el primero insiste en crear condiciones de miedo y de imposibilidad total para la acción política y la organización social, la guerra (civil, puede ser), por muy violenta que nos parezca, suele defender alguna posición ideológica, alguna estrategia política, algún sentimiento nacionalista o algo más, que estaría de cierto modo “institucionalizado” en el acto mismo de la guerra. Un ejemplo: hay convenciones internacionales para “regular” (vaya ingenuidad) la guerra. Obviamente no existe tal cosa respecto del terrorismo.
Entonces, en este asunto, primero habría que definir qué es lo que las FARC están haciendo: ¿guerra o terrorismo? Y ahí sí podemos discutir con estos argumentos (y dejar a Von Clausewitz para otra ocasión, porque francamente aquí no viene al caso). A mí me parece que las FARC han optado históricamente por la guerra civil y que el terrorismo no es algo que los caracterice (aunque puedo conceder que en ocasiones sus actos de violencia han sido severos y atroces). Así es que definitivamente debemos ponernos a pensar sobre las causas de esa violencia en particular, la que empujó a un grupo de ideólogos y activistas (y muchas personas más) a organizar una guerrilla hace ya muchas décadas, y las condiciones actuales de violencia que desde el Estado colombiano se imponen, y que en buena medida dictan las reglas de este violentísimo juego.