Antes de entrar a trabajar como periodista cultural, tenía en mi cabeza la idea de que este era un oficio glamoroso. Un poco como el protagonista de Almost Famous, me imaginaba acceso total al backstage de los conciertos los lunes, cócteles con escritores jóvenes los martes, cenas con escritores no tan jóvenes los miércoles y los jueves exposiciones de arte. Los viernes, pensaba, no programaría ningún plan y los dejaría para mí. Sin embargo, esa imagen no podría distar más de la realidad. Lunes, martes, miércoles, jueves y viernes trabajo actualizando diariamente la página de Internet de una revista cultural en Colombia. Cada día revivo el mito de Sísifo. Por la mañana empiezo un trabajo, en la tarde lo termino y, al otro día, otra vez desde cero debo volver a empezar para terminar en la tarde y así, mis días se van en loops de trabajo interminables.
Desde hace dos años trabajo como periodista cultural en un país en el que la cultura importa poco. Si revisamos la agenda noticiosa de Colombia en primer lugar están las noticias de orden público, luego (y por muy poco) las noticias sobre fútbol y luego las notas de farándula; es más, en el único diario nacional del país cultura y entretenimiento son una misma cosa como si Angelina Jolie, la inauguración de una nueva biblioteca y la película biográfica de Juanes pertenecieran a un mismo paquete que pudiera rotularse como “ocio”.
En mi trabajo, no tenemos que lidiar con temas “duros” como seguridad o economía, pero sí tenemos que soportar el ego de artistas y escritores, tan magnánimo y cáustico, que debería considerarse como un arma de destrucción masiva.
Estos dos años he visto decenas de escritores llenar de quejas y de insultos la revista en la que trabajo sencillamente porque en ella se hace una revisión crítica y seria de su obra, acá no nos limitamos a pasar comunicados de prensa disfrazados de periodismo; acá nos esforzamos por reconocer lo bueno y criticar lo malo. He visto a una escritora muy aseñorada llamar al director de la casa editorial en donde se imprime nuestra revista para pedir la renuncia irrevocable del crítico de libros por hacerle una mala reseña (muy bien argumentada) a su novela; he visto a escritores que siempre salen muy sonrientes en las fotos despacharse en columnas de prensa en contra de nuestra revista sólo porque cuestionamos sus cambiantes inclinaciones políticas y he visto a jóvenes artistas consumidos por la ira después de leer que la inauguración de su exposición no estuvo muy concurrida.
Tal vez por esto los diarios se curan en salud con su sección de ocio, cultura y entretenimiento. En Colombia los periodistas culturales están entrenados para difundir la información sin hacer ningún juicio sobre ella como si de lo que estuviéramos hablando no fuera arte, música o literatura sino de bienes raíces.
Creo que el verdadero valor del periodismo cultural, tal como lo resalto el dossier que el New York Times dedicó a la crítica literaria (http://www.nytimes.com/2011/01/02/books/review/Tanenhaus-t.html?_r=1), en un mundo en el que todo el mundo puede acceder a la información de una manera libre y rápida, es que sea un periodismo critico y justo. El periodista cultural debe oficiar como curador de la información y presentar contenidos de calidad y profundidad. No podemos ser nosotros quienes seguimos el juego de empacar el arte bajo el rótulo del ocio y tratar las leyes de biblioteca, las tendencias en el arte joven o la polémica sobre el libro digital con la misma ligereza con la que se trata la nueva película de Justin Bieber o el rating de las telenovelas de la noche.
Sin embargo, del dicho al hecho hay mucho trecho. Trabajo en una de las tres revistas culturales del país y cada día siento que su existencia es un milagro. Es una revista mensual, que sobrevive por medio de la pauta (que es escasa) y cuyo target no son eruditos sino curiosos. Es una revista cuya premisa es hacer periodismo cultural en un país en donde esas dos palabras juntas son un oximoron o, en el mejor de los casos, una simpática y divertida utopía. Digo esto porque en Colombia no estamos acostumbrados a tratar a la cultura como un tema serio.
Mientras mis compatriotas balbucean nombres como Shakira y Juanes junto a frases nacionalistas de orgullo o pelean por si Gabriel García Márquez es un genio o un viejo verde, en la revista en la que trabajo se ha hecho un esfuerzo grande por hacer debates culturales con altura, y el resultado casi siempre ha sido decepcionante. Esto no por parte de los lectores, quienes siempre se han mostrado receptivos y participativos a estos debates, sino por parte de los implicados en los debates: artistas e intelectuales que no tienen interés alguno en compartir sus obras con los medios masivos.
Así es: cuando se trabaja como periodista cultural, uno se siente dentro de una gran paradoja. Los artistas buscan difundir su obra a través de los medios pero no quieren colaborar con ellos. Para no ir más lejos, uno de los artistas colombianos más importantes en este momento fue alguna vez portada de nuestra revista y desde ese momento se dedica a criticarla porque sintió que en la carátula había salido muy guapo, muy mainstream.
Puede que este escrito esté teniendo el tono de memorial de agravios de mujer amargada y desagradecida que se queja y se queja de su trabajo porque se siente insatisfecha por no estar viviendo o cubriendo la vida de un rock star. Sin embargo, toda esta perorata de quejas es sólo el 10% de mi trabajo. El otro 90% es la historia de un Sísifo que en realidad ama y disfruta subir la piedra eternamente. La realidad es que también tengo un trabajo que disfruto, en donde los temas que debo investigar son los temas que me apasionan y en donde debo pasar horas aprendiendo sobre historia, filosofía, música y arte.
A veces llegan invitaciones a ferias de arte en otros países, a veces llegan boletos para ir a ver las películas en estrenos exclusivos, a veces nos regalan libros y mi trabajo es leerlos y emitir un juicio crítico sobre ellos. Y eso, vale más que ir de cóctel en cóctel coleccionando egos de insufribles artistas.
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