“Nací y vivo en México, D.F. Esto no es grave”. Con esta afirmación absoluta, que se va convirtiendo en una provocación, el personaje de Ixca Cienfuegos recibe al lector en la primera página de La Región Más Transparente, la conocida novela del escritor Carlos Fuentes.
Como Ixca Cienfuegos, yo también nací en México, D.F. Ahí crecí, me formé y viví 33 de mis 40 años; hace siete me mudé a Los Ángeles, pero lo que soy, sigue estando en mi ciudad.
Nacer en la ciudad de México, y no sólo eso: nacer en México, mi país, te marca de por vida con el sello del centro del universo. Hay quienes se refieren a México como “el ombligo del mundo”, y quienes somos de ahí sabemos que si no lo somos, por lo menos sí nos sentimos así.
Curiosamente, y a pesar de todo nuestro orgullo nacional, los mexicanos cargamos con un estigma: ser el vecino del sur de nuestro vecino del norte, el omnipresente Estados Unidos. Por décadas, los mexicanos hemos tenido una relación amor-odio-desprecio-adoración con el monstruo capitalista. Desde que la mitad de nuestro territorio pasó a manos estadounidenses, México no olvida y no perdona, sueña con la reconquista y desprecia a “los pinches gringos”, mientras compra en el mercado negro un iPad y unos tenis Nike y unos cartuchos de XBox. Generalizo, desde luego; pero más o menos por ahí pintamos.
La marcha de México durante las últimas décadas ha estado marcada por la relación bilateral; el destino de Estados Unidos se vuelve consecuencia para México. “Cuando a Estados Unidos le da un resfriado, a México le da pulmonía”, dice un adagio muy conocido en mi país. Y es debido a esto que nuestros ojos poco, muy poco, se posan sobre nuestra América Latina a pesar de que no es mucho lo que México comparte con su vecino del norte en comparación con todo aquello que tiene en común con los países del sur. No hablemos sólo del idioma, de la historia compartida o de la religión común. Pienso en una forma de vivir, en una manera de ver y leer lo cotidiano. En la forma en la cual quienes vivimos en un país latinoamericano interpretamos, sentimos, “vibramos” al mundo y su dinámica. La forma en que nos identificamos durante las celebraciones y las tragedias, la facilidad de abrazarnos por encima de una mesa aún cuando nos acabamos de conocer. Las trayectorias compartidas en la desigualdad y los movimientos antidemocráticos y democráticos, el renacer de la esperanza que nos caracteriza y nos hace resistir.
Inicié este texto refiriéndome a mí, a mi ciudad y a mi país, porque se supone que debo hablar de Distintas Latitudes y mi experiencia con la publicación (“al fin”, dirá el paciente lector). Pues bien, como muchos de los habitantes de mi país, yo poco sabía de América Latina. Sé ubicar los países en un mapa, y gracias a las experiencias vividas con el paso de los años, ahora sé identificar acentos y tal vez alguno que otro platillo. Pero con toda la vergüenza del mundo debo reconocer que la realidad, el día a día latinoamericano me fue ajeno durante muchos años. Sé de nuestra relación con Estados Unidos desde pequeña; en mi país es una referencia inevitable. La historia de los vecinos del sur, sin embargo, por décadas fue lejana para mí.
Fue hasta que me mudé a Los Ángeles, la segunda ciudad con más mexicanos en el mundo –después de la ciudad de México- que empecé a ver a mis hermanos del sur. Fue cuando me encontré con la comunidad guatemalteca, salvadoreña, hondureña que vive aquí; cuando empecé a compartir una redacción con venezolanos, argentinos, boricuas, chilenos y cubanos, que el velo de la ignorancia cayó de mis ojos y que me golpeó con rubor la ignorancia en la que a veces vivimos los mexicanos. No, no somos el ombligo del mundo; y cuánto, cuánto tenemos que aprender de la experiencia latinoamericana a través de nuestros mutuos triunfos y supervivencias, de nuestros errores y fracasos –de los que siempre nos levantamos.
En medio del vuelco que le dio a mi vida el descubrir a mis hermanos del sur, dos bendiciones llegaron a mí con la invitación a participar en Distintas Latitudes: la primera, la oportunidad de compartir mi experiencia latinoamericana desde mi ubicación en el monstruo capitalista; un espacio para decirle al mundo que acá también es América Latina, y que quienes estamos aquí no olvidamos de dónde venimos, pero que necesitamos que ustedes, allá, también nos recuerden. La segunda, la ventana que esta revista representa para encontrar los materiales -y a los autores- que en cada escrito descubren y comparten un poco de la realidad de nuestro continente, la que a algunos nos ha estado injustificablemente velada.
A dos años del lanzamiento de Distintas Latitudes, no puedo hacer más que sentirme orgullosísima de ser parte de este equipo y guardar una renovada, creciente esperanza en el futuro. Veo venir a una generación de mexicanos que analiza las diferencias, pero que por encima de ellas, extiende la mano para encontrar los puntos en común con el hermano del sur. Veo a jóvenes escritores colombianos, chilenos, salvadoreños, bolivianos, argentinos, perdonando nuestra soberbia de décadas y permitiéndonos sentirlos como hermanos. Veo también la oportunidad de que esta comunidad crezca más allá de nuestras fronteras, y de que el lector en cualquier (distinta) latitud, sea capaz de descubrir a nuestra América con una mirada nueva, fresca, diferente, llena de propuestas y de confianza en el futuro. Y veo con enorme placer a una incipiente generación de mexicanos que sin consultar en un libro o en Google, serán capaces de decir cuál es la capital de Belice, su vecino del sur, con la misma facilidad con la que recuerdan el nombre de la capital del vecino del norte.
Cuando Jordy Meléndez me solicitó esta colaboración, sugirió que apuntara, entre otras cosas, la razón por la cual participo en este proyecto sin retribución económica. Pero es al revés, amigos: aquellos a quienes se nos abrió la puerta aquí, sin duda estamos en deuda con ustedes.