En un ensayo gandallón, Cioran se pitorrea de la obsesión que tienen ciertos pueblos por explicar su origen y sus rasgos esenciales. “No se imagina fácilmente a un inglés preguntándose si Inglaterra tiene sentido o no, o asignándole, con fuerza, una retórica, una misión: sabe que es inglés y eso le basta. La evolución de su país no comporta ninguna interrogación esencial”. Los puerquitos del rumano son Rusia (“para Dostoyewsky, Rusia, lejos de ser un problema local, es un problema universal, del mismo modo que la existencia de Dios”) y España (“la decadencia es, en España, un concepto corriente, nacional, un cliché, una divisa oficial”). Herederos directos del imperio peninsular, los países hispanoparlantes de América no pueden eludir este cuestionamiento y llevan los por qués de los nacionalismos y las almas de los pueblos a temas tan de chaviza como el rock. En México, el debate alcanza proporciones entre políticas, filosóficas y hasta de revindicación interracial.
Para qué seguir reciclando la discusión de si el rock debe escucharse solamente en inglés o si se vale su versión en castizo; si vale el apunte, debe decirse que esta exquisitez surgió para distinguir un rock real, grasoso y bien fermentado, de origen netamente anglosajón, de los productos aguachentitos que creaba la -desde entonces- gazmoña televisión mexicana , entiéndase: los Teen Tops, los Locos del Ritmo, etc.; que traducían los hits gringos a versiones bien portadas, y que sin embargo alimentaron la rockafilia del país y de toda la América hispanoparlante.
La ecuación entre un rock real -en inglés- y otro blandengue -en español- impidió que por mucho tiempo se crearan en México propuestas en nuestro idioma; en consecuencia, poco decían las letras de una identidad mexicana. Ésta llegó – y desde entonces se ha mantenido así – desde la parodia, lo que ha generado un uso lúdico del lenguaje que en sus mejores momentos llega a hallazgos poéticos y, en los peores, a chistes payasos que mueren al mismo momento de enunciarse.
La experiencia empieza siendo tan fársica como intelectualizada. En 1965 surge la banda Los Tepetatles, que desde su promoción se anuncian como Los Beatles mexicanos. Lo encabeza el director de cine Alfonso Arau, en la música están Marco Polo Tena, Julián Bert, Marco Antonio Lizama, y José Luis Martínez, el escritor Carlos Monsiváis le hace a la composición y Vicente Rojo y José Luis Cuevas participan en el arte visual. El grupo tenía más de performance cómico que de grupo auténtico. Y sin embargo, en sus letras ya anticipan las estrategias del rock mexicano en español: de pronto crónicas de costumbre, como en “El peatón estaba muerto y el semáforo lloraba”, o “Zona Rosa”, o la fusión de lo autóctono con lo pop en “Tlalocman” o “Teotihuacán a go-gó” y hasta la paráfrasis kitsch de la educación sentimental paya, vía el “Rockturno” que plagia el “Nocturno a Rosario” de Manuel Acuña junto con el estribillo “Llora mi vate, llora de amor” composición tan esforzada que seguro sacó las primeras canas de Monsi. Los Tepletatles sacaron un disco que ahora es de culto, con rolas simpáticas, pero queda claro su carácter satírico que apenas les permite ser una curiosidad.
Quienes supieron escalar la ocurrencia fueron Botellita de Jerez, conformado por Sergio Arau, Armando Vega Gil y Francisco Barrios “El Mastuerzo”, banda que nació desde la parodia pero hizo de ella ideología y escuela, siempre anclados en el humor. Lo mismo al sugerir un estilo autóctono de rock, el guacarrock, como al proponer el lema Naco es Chido que en los tempranos ochenta reivindicó el kitsch chilango y le dio estatus de renovada cultura popular. Una estética visual con vestuarios entre punks y de mariachi o portadas con peluches, o actitudes desparpajadas al estilo tepiteño acompañaron el rescate del lenguaje popular del DF, regodeo de versos en juegos de palabras que daban énfasis al absurdo citadino. Desde el remedo del lenguaje de los periódicos sensacionalistas en “Alármala de tos” (siguióla atacóla golpeóla violóla y matóla con una pistola) al pochismo defeño en “Oh Dennis!” (no la hagas de Toks en Wings, to Vips or no to Vips, that’s the Woolworth), que hace potaje de nombres agringados de restaurantes con el caló chilango.
Al lado del guacarrock también ocurría otro movimiento de mayores pretensiones. El rock rupestre de inicio de los ochenta lanzó propuestas desde dos flancos: el musical, que apostaba por arreglos simples, en muchas ocasiones apenas guitarra y armónica, que mostraban su ascendencia desde el folk y la trova, pero que en su sobriedad instrumental también sugería una crítica política ante un país en crisis económica, que apenas permitía crear música con elementos básicos. La sobriedad musical contrastaba con la riqueza lírica; si la base era la crónica urbana, el uso del lenguaje llegaba a niveles tan delirantes como exquisitos. Músicos como Carlos Arellano, Armando Rosas, Rafael Catana o Gerardo Enciso participaron en este movimiento, si bien dos nombres sobresalen, por sus alcances más allá del primer momento de los rupestres: Rodrigo González, “Rockdrigo” y Jaime López.
Ambos oriundos de Tamaulipas, los especializados en sus obras se apresuran en aclarar que no compartieron propuestas estéticas, si bien sus ejecuciones pueden ser equivalentes. De los dos, Rockdrigo es quien ha alcanzado niveles legendarios, a consecuencia de su muerte -odioso decirlo, pero emblemática- en los sismos de septiembre de 1985. Buen lector de la contracultura, con estudios de psicología, Rockdrigo lograba una feliz fusión entre los lenguajes de la calle con expresiones propias del lenguaje intelectual. De pronto podía escribir algo tan local como “Asalto chido” (Éste es un asalto chido / saquen las carteras ya / bájense los pantalones / pues los vamos a basculear) que un remedo rimbombante del habla académico y hasta de expresiones tecnológicas: encumbrado como gran cronista urbano, también podría celebrarse su tendencia al cyberpunk destartalado (“Era un gran pueblo magnético, con marías ciclotrónicas, tragafuegos supersónicos y su campesino sideral”, canta en “Tiempo de híbridos”).
En el caso de Jaime López, su inventiva se hace lo mismo en lo musical que en las letras. Jaime López transita con fortuna en el rock y el blues, que en composiciones norteñas y hasta cumbias. Todas son parte de un mismo propósito, resaltar las varias identidades del compositor y crear un universo musical que en México solamente tendría equivalente a Agustín Lara, Cri Cri o Chava Flores -y siempre hay que insistir: por su riqueza en temas y ejecuciones, debería situarse a la altura de Charly García o Santiago Auserón.
Tan mordaz como ingenioso con las palabras, Jaime López ha revertido el sentido de algunas frases cliché en búsqueda de nuevas formas de expresión. Famosas son sus paráfrasis erigidas en lemas: “Nena, haz patria: ama a un chilango”, “México, creo en mí” o la que le valió ser abucheado en el Festival OTI: “No hay peor lucha que Lucha Villa”. Y estos juegos apenas abren apetito con letras polisémicas, que pueden llevar lo mismo al humor que a la desolación o la ternura. Lo mismo alumbra postales urbanas (Desde el taxi recorriendo medio sueldo / veo al sol detrás viajando de mosca / llegando tarde a la chamba a chambear / a la Primera Calle de la Soledad), que despliega el desamor en refranes (Ya se que se perdió el sentido del amor / bailando tanto tango / yo me río de la plata. / Hasta grito y río, ¡bravo!…) o apenas lanza una astucia de significados (Si naces en el Golfo / de golfo te la pasas / con la mochila al hombro / vagando por la playa) para asentar la nostalgia de la infancia. Pero acaso su ejecución más ostentosa y lograda sea la letra de la “Chilanga Banda”, perfecto rapeo en octosílabos con una riqueza léxica y sonora que juega con el sonido /ĉ/ (Ya chole chango chilango / qué chafa chamba te chutas / no checa andar de tacuche / y chale con la charola) y que ha merecido varios ejercicios de reinterpretación (alguno de los que más me convence puede verse acá).
El uso del lenguaje en el rock mexicano no sólo se mantiene, sino que en momentos parecería requisito obligado para afianzar una identidad local. Signo de los tiempos, ahora grupos como Candy deben “defender” su decisión de resolver su propuesta en inglés, bajo el argumento que tampoco es obligado tener que anclarse a la obligación del idioma para hacer música: el prejuicio que treinta años antes desdeñaba letras en español, ahora se burla de la intención de universalidad que se pretende al explorar otras lenguas. Aunque acaso este tipo de debates, de rebeldías y enfrentamientos con los antecesores, sea lo que sigue dotando a ciertas porciones del rock de su virulencia, su pertinencia y su actualidad.
Lo interesante de las letras del rock rupestre es que presentan una visión metafórica de una sociedad convulsa, que poco a poco va abriendo los ojos y se da cuenta que el “milagro mexicano” ya no existe, que cada sexenio hay devaluaciones, que la calidad de vida se desmorona mientras paradojicamente vamos entrando en la “modernidad”. No se menciona, y hubiera estado bien, que los 70s y 80s son años de lucha armada y lucha electoral muy importante, ¿tuvo esto repercusiones en el rock nacional?