No se puede negar que, especialmente en momentos de crisis, las industrias extractivas se han vuelto particularmente importantes para muchas economías latinoamericanas. No sólo la minería, sino también la industria petrolera y las empresas dedicadas a la generación de energía eléctrica se han instalado en varios países de América Latina en busca de nuevas fuentes de recursos. Estas industrias han recibido el visto bueno de los gobiernos en turno, que ven esta inversión como necesaria para sus proyectos políticos y económicos. De acuerdo con cifras de Oxfam América, en los siguientes 9 años, la inversión en el continente alcanzará los doscientos mil millones de dólares. Y así, el boom de la industria extractiva, sobre todo en América del Sur, está en su apogeo.
El beneficio económico, sin embargo, ha llevado a que en algunos casos el dinero y las inversiones se prioricen antes que el respeto a los derechos humanos de las poblaciones en donde estas industrias se establecen. En épocas recientes, se ha visto que uno de los derechos más afectados es el derecho a la consulta entre las poblaciones que serán desplazadas, como resultado de las actividades de y alrededor de la industria extractiva. Esta violación de derechos es, sobre todo, patente hacia las comunidades indígenas y se repite a lo largo y ancho de América Latina.
Se puede decir que el principal problema radica en que las operaciones de las compañías petroleras y mineras no están reguladas adecuadamente por parte de los gobiernos nacionales; esto aunado al hecho de que no haya un sistema que imparta justicia de manera eficaz y efectiva ante violaciones de derechos humanos hacen que las empresas de la industria de extracción en ocasiones actúen con impunidad violando derechos básicos de los habitantes.
Recientemente en Perú se aprobó una ley que ha sido calificada como histórica, en la que se reconoce el derecho de consulta de los pueblos indígenas sobre proyectos e infraestructura que les afecten. Sin embargo, esta medida parece no ser tan efectiva una vez puesta en práctica. A finales de octubre, la gestora de la unidad de asuntos indígenas del gobierno de Perú fue relevada de su cargo por oponerse a un proyecto de expansión de líneas gaseras que no se adhería a los principios de Naciones Unidas para la protección de los pueblos indígenas en aislamiento y tampoco a la recién estrenada ley de derecho de consulta. Más aún, ese proyecto había sido aprobado por sus antecesores en el puesto.
Pero no sólo hay problemas con las empresas cuyo negocio es la extracción de minerales. En Brasil, uno de los proyectos de ingeniería hidroeléctrica, el proyecto Belo Monte, fue aprobado por las cortes brasileñas sin necesidad de consultas adicionales a las comunidades indígenas en la región. En este caso, estudios han demostrado que el dique que se ha aprobado no sólo dejará miles de desplazados, sino que también provocará cambios drásticos en la forma de vida de las comunidades indígenas, particularmente en sus formas de subsistencia tradicionales. Incluso, el ecosistema será cambiado de forma drástica y permanente, puesto que 80 por ciento del río Xingu, tributario del Amazonas, será cambiado de curso.
Entonces la regulación gubernamental no es eficiente para prevenir daños tanto a la sociedad como al medio ambiente. Las empresas, por su parte, buscan obtener el margen de ganancia más grande posible a menores costos. El sistema funciona para las empresas, no así para quienes habitan los lugares en que éstas se establecen. Sin incentivos, los abusos a las comunidades indígenas que no tienen una voz unida y que son casi invisibles para la mayoría de nosotros, seguirán siendo vulnerables.
Pero esta falta de atención también responde a la necesidad creciente de llevar energía a precios accesibles a una población en expansión. Nuevamente, la ganancia de unos es la pérdida de otros. La responsabilidad social corporativa no es hasta el momento viable porque es más difícil de promover entre industrias que son oligopolios o en las que la competencia es escasa, y donde los principales afectados no son los consumidores finales. Los gobiernos se benefician y ciertamente en estos dos casos la población urbana se beneficia, pero el costo para el ecosistema y los habitantes considerados aislados es demasiado alto.
Es necesario tomar conciencia sobre cómo afectamos con nuestros patrones de consumo la producción de insumos y la prestación de servicios. Pero la atención como consumidor por sí misma no basta para acabar con abusos. Es necesario tener un equilibrio, exigir como ciudadano leyes que sean efectivas para amortiguar los problemas creados por este tipo de industrias. Es decir, en este caso, si bien las empresas tienen responsabilidad pero son reacias a ejercerla, los gobiernos deben establecer una norma base, que sea creíble y que pueda hacerse cumplir. Así es como han nacido la mayor parte de las regulaciones de responsabilidad corporativa: cuando hay una norma mínima, aceptada por todos los actores y creíble, que puede mejorarse. La responsabilidad social corporativa no es, entonces, responsabilidad únicamente de corporaciones. Debe ser un esfuerzo conjunto para proteger lo más vulnerable y a los más vulnerables.