El jueves 11 de marzo, en un evento presidido por el alcalde Héctor Murguía y al que asistieron distintos representantes del empresariado local y la política, se presentó como Secretario de Seguridad Pública de Ciudad Juárez a Julián Leyzaola. La noticia hizo poco ruido en los medios del centro del país y, para el día sábado, la nota ya había sido sepultada bajo el tsunami mediático que ocasionó la noticia del terremoto japonés.
Sin embargo, hubo quienes no pasaron de largo la noticia: los criminales que se disputan el control de Juárez. Apenas unas horas después del anuncio del nombramiento de Leyzaola, integrantes de uno de los cárteles botaron en calles cercanas al centro el cuerpo de un hombre aún vivo, con huellas de tortura. Lo acompañaba del siguiente mensaje:
Bienvenido a Juárez Julian Leysola [sic] este es tu primer regalito y esto le va seguir pasando a toda la bola de peynetones Atte. El cartel de Sinaloa.
La razón por la cual Leyzaola despierta la animadversión de los cárteles tiene que ver en buena parte con la eficacia de sus métodos. Durante su mandato como Secretario de Seguridad Pública de Tijuana, entre 2008 y finales de 2010, Leyzaola logró una pacificación inaudita de la ciudad, especialmente si se le compara con la situación del resto de las ciudades fronterizas. Tijuana es vista, hoy por hoy, como uno de los sitios donde los esfuerzos por combatir al crimen organizado han sido más fructíferos. Mientras que en poblaciones como Nuevo Laredo y Ciudad Juárez se siguen presentando episodios de violencia espectacular, Tijuana ha mostrado síntomas de estar revitalizándose: tras la detención de varios importantes y sanguinarios narcos, entre los que destaca Teodoro García Simental, “El Teo”, la ciudad parece haber dejado de ser un campo de batalla. Mientras que hace apenas un par de años era posible escuchar los ocasionales estallidos de las granadas, a principios de 2011 vuelve incluso a haber turistas estadounidenses entre la clientela de los bares de la emblemática avenida Revolución. Estos logros han llevado a que la fama de Leyzaola alcance niveles –al menos en Tijuana– dignos de un cantante de pop: ¿cuándo fue la última vez que un policía de alto nivel inspiró la creación de un club de admiradores en Facebook?
Sin embargo, los logros del nuevo jefe de la policía para Ciudad Juárez se han visto ensuciados por la torva reputación de sus métodos. A principios de marzo de 2010, cuatro policías municipales fueron detenidos acusados de haber extorsionado a delegados extranjeros de la Federación Mundial de Tae Kwon Do, los cuales estaban en Tijuana con motivo de un torneo. Según el testimonio de Luis Hernández Gálvez, en entrevista con una televisora local, los policías fueron detenidos por encapuchados que entraron a sus casas sin órdenes de cateo, para luego ser llevados al bunker de la policía. Ahí, los torturaron hasta que firmaron sus confesiones.
Los agentes sostienen que fue el mismo Julián Leyzaola, junto con Gustavo Huerta, Director de la Policía Municipal, quien los torturó. Pero, además de las afrentas físicas, ellos aseguran que los torturadores amenazaron con vincularlos al crimen organizado en caso de que se negaran a confesar las supuestas extorsiones.
A juzgar por otras noticias y reportajes que han aparecido en los últimos meses, la tortura como arma en la lucha contra los cárteles de la droga es, si no una constante sistemática, al menos sí una que ocurre con frecuencia. Es bien sabido que la situación de los derechos humanos en México se ha deteriorado de 2008 a la fecha, desde que el ejército tomó las calles, puso retenes en las carreteras, y se vio forzado a tratar con civiles, acción para la cual no está capacitado.
Además del caso de los policías de Tijuana (los oficiales mencionados previamente son sólo cuatro de entre varias decenas que han denunciado tortura en Tijuana), está el de Daniel Rodríguez Morales, un civil que sostiene que fue torturado en Nuevo León, junto con varias otras personas, por oficiales de la Marina para que confesaran pertenecer a los Zetas (Sanjuana Martínez, “A fuerza querían que dijera que era zeta”, La Jornada, 21 de enero de 2011).
Estos hechos pasmosos nos ayudan a ver cómo, desde el momento en que a un individuo lo identifican o lo acusan de pertenecer a una banda criminal, las consideraciones a sus derechos humanos dejan de ser prioridad: no es extraño ver en la televisión que los detenidos en los operativos antidrogas aparezcan cojeando y con moretones en los ojos, sin que los medios reparen en ello.
Los casos tanto de Daniel Morales como el de los cuatro policías tijuanenses mencionados previamente (estos últimos fueron liberados por falta de pruebas tras cuatro meses de encarcelamiento) nos muestran una de las funciones retóricas de los narcos: la de servir de chivos expiatorios sociales. Ser identificado como miembro del crimen organizado es un trámite sencillo que no requiere más que una víctima inocente, un arma, un par de paquetes de polvos blancos, oficiales corruptos y, quizá, algunas descargas eléctricas en partes sensibles del cuerpo para facilitar la confesión. Visto así, cualquier persona que resulte incómoda para las autoridades puede ser convertida sin mayores dificultades en narco.
La inseguridad en general ha servido en estos últimos tres años como cortina de humo para el abuso de autoridad y otras actividades paramilitares. Varios activistas han recibido amenazas o han incluso sido asesinados por sus denuncias en contra del ejército y la policía. Entre estos destaca Josefina Reyes, quien fue asesinada a principios de 2010 por un comando armado tras organizar varias protestas contra la presencia militar en la zona del Valle de Juárez. En Baja California, Blanca Mesina Nevárez, abogada defensora de 25 policías torturados y arraigados en Tijuana, tuvo que huir de la ciudad tras ser amenazada de muerte en 2010 por un encapuchado que le ordenó que dejara de estar levantando denuncias ante la Comisión Nacional de Derecho Humanos.
A pesar de que el gobierno federal ha decidido, probablemente a raíz de los pocos éxitos logrados, contener un poco su discurso –la guerra contra el narco fue rebajada desde hace un par de meses a batalla–, la militarización sigue en pie y, con ella, también cobra auge una retórica que aprovecha la violencia para fines autoritarios.
Aunque queda claro que ni el gobierno federal, ni los estatales, ni los municipales justificarán jamás de manera abierta la tortura ni la violación de los derechos humanos, el hecho de que Leyzaola no esté enfrentando un proceso penal y en lugar de eso esté estrenando trabajo tiene que ver con una aceptación tácita y silenciosa a sus métodos: todo indica que, en partes de este país, se declaró un estado de excepción de facto, que se suspendieron las garantías sin siquiera avisarnos al respecto.
Y aunque es cierto que México pasa por un momento de alta violencia, debemos recordar que eso no significa que debamos de aceptar las peores estrategias policiales ni las violaciones a los derechos humanos como parte de su combate. La tortura es una forma de dar rienda suelta a los instintos más brutales de las autoridades, y sólo tiene cabida para los gobiernos que aún siguen plantados en posturas autoritarias y medievales, y para aquellos que están en guerra –o que creen estarlo. Además de esto, constituye una admisión de impotencia y de imprecisión: la tortura se vuelve “necesaria” cuando la policía no es capaz de hacer su trabajo investigativo de forma correcta. En México, a falta de inteligencia y medios para detener a los verdaderos responsables de los crímenes, la tortura ha sido desde hace mucho tiempo una de las formas predilectas de fabricación de culpables.
La estrategia Leyzaola podrá tener, a corto plazo, efectos que algunos consideren positivos, sobre todo por el número de “criminales detenidos” y la reducción de la violencia. Pero si pensamos que muchos de los detenidos son inocentes, que se cometerán injusticias y que se violarán derechos básicos en el proceso; si pensamos que cuando los gobiernos municipales, estatales o federales se hacen de la vista gorda con la tortura y la violación de garantías individuales, lo que están haciendo es fomentar una sicología de guerra entre la población con el fin de que las barbaridades que cometen parezcan razonables a los ojos del mexicano promedio, entonces quizá nos damos cuenta de que esos “resultados positivos” vienen con costos ocultos que hacen que no valgan la pena.
Cabe recordar que México es ya de por sí un país con una cultura democrática endeble y en el que es bien sabido que la impartición de la justicia es ineficaz. La violencia que nos aqueja y que los medios presentan de forma tan espectacular ha dado pie a que se radicalice el fanatismo de las masas: son cada vez más los ciudadanos que se manifiestan a favor de formas extremas de la justicia, incluyendo la pena de muerte y la aplicación extrajudicial de la ley. Entre los defensores de Leyzaola, y tal y como ha ocurrido en tantos países de América Latina en distintos momentos del siglo pasado, la brutalidad institucional es vista como el precio bajo a pagar a cambio del reestablecimiento del “orden social”.
Pero debemos recordar que, más allá de las secuelas que la represión deja en los cuerpos de sus víctimas, las heridas que dejan el discurso de guerra y la impunidad institucional en los valores democráticos de una sociedad son iguales de permanentes, iguales de dolorosas, iguales de brutales. Y que por esa razón, merecen todo nuestro rechazo.
Interesante artículo, sigan así. Saludos
Pues en Tijuana (como era de esperarse) se habló mucho en los medios sobre el nombramiento de Leyzaola en Cd. Juárez, incluso antes de que se confirmara, pero pocos recordaron las acusaciones de tortura (documentadas por la Comisión de Derechos Humanos) por parte de policías y civiles. Como mencionas, hay una división de opiniones en torno a sus métodos: por un lado los que le consideran héroe (con argumentos como ‘el fin justifica los medios’) y para quienes es un tirano (sus víctimas directas e indirectas).
Una de sus características es la bravuconería, Leyzaola provoca a los narcos con calificativos que van desde “gordo asqueroso” hasta “miedoso como las viejas”, sin olvidar recalcar “no les tengo miedo” [durante su gestión estuve varias veces frente a él cubriendo las declaraciones]. Y la prensa lo reproduce y la sociedad (en gran parte) lo enaltece. Pero creo que todo es cosa de percepción, de manejo de opinión pública, más que de resultados.
Leyzaola entró a la Secretaría de Seguridad Pública en Tijuana en sustitución por Alberto Capella, quien asumió el cargo empezando la administración del panista Jorge Ramos y en 2008 fue destituido. Me parece que más que acciones se buscaba crear héroes para “tranquilizar” a una sociedad violentada: Capella (sin preparación alguna en el ramo de seguridad, encabezaba una asociación civil de derecha cuya finalidad era “reclamar paz” mediante marchas) antes de ser nombrado funcionario sobrevivió ileso un atentado en su domicilio defendiéndose con sus propias armas. No hubo detenidos y muchos sospechan que aquello fue un montaje. A Capella se le llamó “Rambo” por tan heroico acto de defensa. Una vez en el cargo quedó en evidencia su falta de preparación y en 2008 (tras numerosos crímenes denominados de alto impacto y dos motines en la penitenciaría que dejaron un número aún hoy impreciso de muertos) fue reemplazado por Leyzaola. Hoy sólo Denise Maerker se acuerda de Capella (seguido lo invita a analizar el tema de seguridad en México).
De un ciudadano “común”, el gobierno de Tijuana pasó a un teniente coronel para encargarse de la SSP, y ello provocó una percepción de “vamos por el buen camino”, pues a la par incrementaba la presencia militar en México y la confianza al Ejército. Los clubes de fans, los reportajes donde vanaglorian a Leyzaola, los reconocimientos de diversos sectores, son producto de un aparato encargado de generar precisamente esa aprobación, la cual se espera sea casi dogmática, sin cuestionamientos a sus métodos.
Pero la violencia continúa en Tijuana, sólo que ahora se ha marginado a las colonias más desprotegidas, aquellas donde no hay patrullaje ni respuesta a las llamadas de emergencia. Especialistas analizan este desplazamiento de actos criminales y la disputa de la plaza por los cárteles (acá un artículo de Proceso con el análisis del antropólogo Víctor Clark Alfaro: http://bit.ly/hGvlHh se titula “Tijuana: el héroe falso”). El “pacifismo inaudito” que mencionas como verás es debatible, considero que más que un estado de paz se ha invertido en crear una sensación de paz, porque ahora esa violencia ya no es tan visible (una muestra de ello es que en tiempos de los Informes de Jorge Ramos se “solicitaba” a los diarios no publicar ejecutados en sus portadas). En internet hay muchas notas sobre las acusaciones de tortura hacia Leyzaola, respaldadas por los documentos de la Procuraduría de Derechos Humanos de Baja California. Veremos ahora cómo actúa Leyzaola en Cd. Juárez, cómo lo percibe la población y cómo lo maneja la prensa.
Yo la verdad no creo que México haya tenido nunca algo parecido a una ‘cultura de los derechos humanos’ para la población en general, exigirlo para los criminales o delincuentes (presuntos o comprobados) se vuelve entonces mucho más ingenuo. Lo que me parece que hace la gran diferencia entre estos casos y los de la sociedad civil (documentados y denunciados por diversas asociaciones) es justamente su invisibilidad, a nadie se le ocurre inmutarse porque aparezca en la televisión un criminal con el ojo morado porque bueno, es un criminal, de alguna forma ‘se lo merece’ o ‘se lo buscó’, o ‘el que mal empieza, mal acaba’.
Ni qué decir de las escandalosas declaraciones del militar Carlos Villa Castillo (finísimas frases para el recuerdo como ‘si veo a un zeta me lo chingo ahí mismo’), y que al final ni siquiera generaron tanto escándalo porque es evidenciar lo que ya todos sabemos (o al menos intuimos).
Pero quién será el valiente que en este país se atreva a denunciar el abuso hacia los detenidos, narcotraficantes o no? Al final, como acertadamente dice Melina, la población busca desesperadamente pequeñas sombrillas que le cobijen unos minutos de paz y de esperanza. Superhéroes que – como diría Bauman refiriéndose a Superman – encarnen una especie de sinóptico.
Y al final es que todo esto se vuelve un poco absurdo en una sociedad dominada por el miedo, que desarticula cualquier tipo de movilización política. No por nada este sentimiento estaba presente en las teorías sobre el ‘estado naturaleza’ que (teóricamente) habría dado lugar a la política: el arte de pensar la sociedad. Hobbes debe estar orgullosísimo de la ‘evidencia empírica’ de sus hipótesis.
Desesperanza, eso es lo que se respira básicamente en Cd. Juárez. Como sociedad consecuentamos por muchos años al narco mientras se encumbraba en la ciudad; disfrutamos de los beneficios de tanto capital que circulaba y traía una aparente prosperidad económica. Nos hicimos de la vista gorda mientras el narco escalaba los peldaños sociales y políticos.
Ahora el crímen nos ha rebasado, la factura nos ha salido bastante cara y la misma sociedad que fué complice ahora se horroriza y exige soluciones prontas, efectivas. Señalamos al Gobierno Municipal, Estatal y Federal en espera de que nos resuelvan tremendo lío.
Ya desfilaron por aquí los Militares, La Policía Federal, Los Operativos Conjuntos y demás sin resultados satisfactorios. Al contrario la crísis de inseguridad se agudiza y la desesperanza se hace mayor.
¿Es Leyzaola quien traerá la anhelada seguridad a Ciudad Juárez con todo y sus polémicos métodos? ¿Es él nuestra Esperanza? Creo que como sociedad comenzamos a entender que la respuesta está en nosotros mismos, no podemos esperar que el Gobierno lo resuelva, su incapacidad está demostrada. Sin embargo apreciamos los esfuerzos y estamos espectantes lo que Leyzaola aportará.
Es muy difícil que podamos voltear a ver a una sola persona como el gran caudillo que necesitamos en esta ciudad; una y otra vez hemos visto como las estrategias y planes conjuntos fracasan en lograr corregir algo que está seriamente dañado en la sociedad misma. Y creo que la respuesta no va a venir precisamente de las autoridades. No, la época donde los caudillo venían y salvavan un pueblo —como el mexicano— ah quedado atrás, en el pasado (donde debe de ser). Ahora hay que buscar hacia la sociedad misma y encontrar la mejor manera de salir de esto.
Sinceramente, cuando leí tu artículo se me cruzaron las ideas, por un lado, pienso que si existe algo de éxito palpable en la ciudad de Tijuana no ha de ser porque este señor se puso a trabajar con métodos dudosos, pero su tarea debió de haber desempeñado en que sucediera.
Ciudad Juárez ha sido una ciudad donde por años han sido pisoteados los derechos humanos, ¿entraría como pez en agua este señor? Muy probablemente sí. Pero si hay éxito en esta ciudad –y algunos seguimos con la esperanza de ver que algo cambie– espero que no sea porque Leyzaola se puso a trabajar al extremo margen de la ley.
Son muy interesantes las reflexiones que todos ustedes plantean. Estoy de acuerdo en lo que se menciona en lo general: son los miembros de la sociedad civil quienes podrán sacar adelante la ciudad. En México, los momentos de crisis han servido para darnos a todos lecciones de civismo. Frente a tragedias como el sismo del 86, el gobierno ha mostrado siempre su ineficacia y la sociedad civil es quien ha sacado la casta. Lo mismo ocurrió con el levantamiento zapatista de enero de 1994: fueron las comunidades más pobres y con menos acceso a la educación quienes nos dieron a todos una buena lección de democracia. El caso de Juárez es particularmente difícil por sus condiciones históricas de ser una ciudad fronteriza que desde épocas de la Prohibición del alcohol en EEUU, comenzó a hacerla de cantina, burdel, casino y drug dealer de sus vecinos ricos. Los programas sociales llevados a cabo por el gobierno municipal y federal han, en general, fracasado: Juárez es una ciudad sin espacios públicos, con una enorme población móvil, con mucha gente que colabora y se beneficia directa e indirectamente del crimen organizado. Creo que Ciudad Juárez misma es un problema social. Sin embargo, dentro de las tragedias que han acontecido en años recientes, han surgido voces de disenso fuertes y movimientos civiles interesantes en la ciudad. La matanza de Villas de Salvárcar sirvió como pretexto para echar a andar un proyecto de recuperación de espacios públicos en la colonia, que incluyó la construcción de una biblioteca: si más personas entiendan que serán los libros y la cultura cívica -y no el ejército o los policías fanáticos- quienes sacarán adelante a la ciudad, entonces se estarán dando pasos en la dirección correcta. Pero el camino será difícil.
En cuanto a Leyzaola, el jueves de la semana pasada (ya había terminado de escribir esta nota), se publicó un cable filtrado del consulado de EEUU en Tijuana en el que se mencionaba que los miembros de esa representación creían que la pacificación de Tijuana se había logrado mediante un pacto con los Arellano Félix (el menos violento de los dos grupos que se disputaban la ciudad). Vale la pena pensar en las implicaciones de que eso fuera cierto: ¿significaría que lo que deben hacer las autoridades es negociar con los narcos? ¿volver al pasado? La conclusión descorazona: nos llevaría a conluir lo que ya sospechábamos. Que todos estos muertos, que toda esta sangre, ha sido en vano. En fin.