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Mi madre es de esas personas capaces de entablar amistades duraderas fácilmente. Una de esas amistades es una señora que ronda los ochenta años y a quien conozco de toda la vida. En su juventud fabricaba clandestinamente chicha (licor de maíz) para subsistir, huyó a Nicaragua cuando la guerra llegó a tocarle la puerta; al finalizar la misma regresó y ahora vive con sus hijos y nietos en un municipio de la periferia de San Salvador. Compartí muchas tardes en familia con esa señora amable y lúcida durante los años que fue mi vecina y creí conocer a su familia a plenitud, hasta que durante un almuerzo comunal, ella me llamó aparte hace pocas semanas. Me preguntó si era cierto lo que mi mamá había dicho, que si yo estudiaba náhuat. Le contesté afirmativamente y susurró: “Senu sigualamat ikman Huitzapan (“Soy una mujer originaria de Huitzapan” -actualmente, Santo Domingo de Guzmán-)”. Yo no cabía en mi incredulidad. Nunca había escuchado a nadie hablar náhuat fuera del salón en el que recibía clases.

Doña Margarita tiene un nombre en español y su acento al hablar este idioma no difiere en nada al que cualquier otro salvadoreño de la capital pueda tener.  Su piel es más bien blanca y tiene el cabello rizado; no encaja en la descripción física de los pipiles, que resalta su piel morena y su cabello liso.  Es más, si se le increpa, ella niega ser pipil. “Pipiles fueron mis abuelos”, me dice, mientras saca de su armario una bolsa plástica que contiene lo que los foráneos tomarían como la prueba de su identidad: un refajo desteñido y un par de caites, atuendo “de diario” de las mujeres pipiles. Dice que no lo ha usado en años y que lo guarda más bien por nostalgia. No hay en su casa ningún otro rastro de su origen étnico.

Huitzapan es ahora Santo Domingo de Guzmán, un pequeño municipio de 27,92 km²  ubicado en el departamento de Sonsonate, al occidente de El Salvador. Es, a la fecha, uno de los pocos (y débiles) bastiones de la lengua náhuat. En 1996, la extinta Secretaría de Asuntos Indígenas  estimaba cien hablantes de náhuat en el país, de los cuales treinta y cinco , todos adultos mayores, residían en Santo Domingo de Guzmán[i]. Doña Margarita no es uno de ellos, dado que los estudios sobre el tema se han enfocado en sectores geográficos específicos, con especial énfasis en los descendientes de los Izalcos que ahora viven en Cuisnahuat, Nahuizalco, Izalco y Santo Domingo de Guzmán.  Esto quizá en respuesta al “mito” de la masacre de 1932[ii].

(Imagen 1: departamentos afectados por la insurrección de 1932)

El General Maximiliano Hernández Martínez es el referente forzado cuando se discute la homogenidad ética de El Salvador, el absoluto mestizaje de nuestra sociedad. Martínez llegó al poder en 1931, tras derrocar al entonces presidente Arturo Araujo, y se mantendría en el poder hasta que ser él mismo derrocado en 1944. Aparte de permanecer en la memoria colectiva por sus radicales (y a veces salomónicos) métodos para reducir la violenica, es responsable por su tratamiento de la insurrección indígena de 1932. Los indígenas campesinos del occidente del país protestaban y se insurreccionaron en respuesta a la eliminación por decreto gubernamental de las tierras ejidales, sustento de su ya golpeada economía, como paleativo el efecto que  la Gran Depresión tuvo en el precio del café. Simultáneamente, el Partido Comunista Salvadoreño (en adelante PCS), que venía de perder en urnas en un proceso que consideraron fraudulento, coordinaba la rebelión. El resultado de la represión militar es aún debatible: los cálculos rondan entre 25 y 30 mil indígenas asesinados, entre ellos el líder indígena Feliciano Ama y el dirigente comunista Farabundo Martí. Debatible se volvió también en la década de los noventas  la etiqueta de etnocidio.

La historia oficial sentencia que la masacre de 1932 erradicó a los pueblos pipiles del occidente nacional. Esto es debatible. Estudios de Erick Ching y Virginia Tilley[iii] demostraron que el número de nacimientos en la zona llegó a superar al de los asesinados en los años posteriores a la masacre. Sin embargo, Chapin[iv] es claro en anotar que si bien la población indígena no fue exterminada, su identidad fue satanizada. Indio llegó a ser sinónimo de comunista y por tanto los sobrevivientes optaron por ocultar lo que a los ojos de los etnógrafos les define como pueblo: sus ropas, sus costumbres y su lengua. Dado el ya altísimo grado de mestizaje en el resto de la población, no tuvieron problemas para pasar desapercibidos una vez adoptadas las costumbres de los ladinos. Los descendientes pipiles, entonces, “desaparecieron”, dado que la equivalencia indio-comunista les significaría persecución y muerte también durante la guerra civil de la década de los ochentas. Al pasar de los años, su aculturación fue total.  El impacto fue tal que, a la fecha, en los municipios afectados por la masacre no se apoyan los planes de ONGs nacionales por impulsar la enseñanza formal del náhuat y los partidos políticos de izquierda no son aún abiertamente apoyados.

Los gobiernos anteriores, a la mejor impulsados por lo dicho por Ching y Tilley, quisieron corroborar la existencia de indígenas en el país. En el VI Censo de Población, efectuado en 2007, decidieron incluír la pregunta “¿Se considera usted parte de algún grupo indígena?”, mas la medida fue cuestionada y la pregunta debió ser replanteada. El resultado fue una pregunta que restringía la cuestión de la identidad a una mera cuestión biológica:

(imagen 2: VI Censo de población, pregunta 6: origen étnico)

Como resultado, menos del 1% de la población total de El Salvador se autodenominó indígena.

Contrario a lo que podría dar a entender lo hasta ahora expuesto, no todo El Salvador estaba conformado por pipiles. Los lencas ocuparon gran parte del oriente nacional, pero su lengua es ya considerada extinta. De los cacaopera, facción de los indios matagalpa (Nicaragua) y cuyo asentamiento estaba en el municipio de Cacaopera, sobreviven unas pocas frases. Los pocos indígenas que se consideran tales están agremiados en la Asociación Nacional de Indígenas Salvadoreños (ANIS, por sus siglas), que fue fundada con apoyo del Instituto Americano del Desarrollo del Sindicalismo Libre (IADSL) en la década de los setentas pero que, dada su alineación temprana con la democracia cristiana y luego con prácticamente todas las fuerzas políticas, carece de credibilidad alguna en el espectro actual. Su líder,  el seudo proclamado cacique Adrián Esquino Lisco, falleció en 2007 y con él gran parte del empuje de ANIS.

Doña Margarita nunca se unió a ANIS y me confiesa que no cree que vuelva a usar el refajo en vida. También me confiesa que ninguno de sus hijos habla náhuat porque “ya no sirve para nada. Mejor que hayan estudiado inglés”. La comprendo. Después de todo, si supo como sobrevivir en Huitzapan, sabe cómo sobrevivir en el palteshpaleguia  (territorio grande).

Material de consulta:

Baker-Cristales, B. (2004). “Salvadoran Transformations: Class Consciousness and Ethnic Identity in a Transnational Milieu.” Latin American Perspectives 31(5): 15-33.

Tilley, V. Q. (2002). “New Help or New Hegemony? The Transnational Indigenous Peoples’ Movement and ‘Being Indian’ in El Salvador.” Journal of Latin American Studies 34(3): 525-554.


[i] Taller Nacional Sobre Derechos Humanos y Pueblos Indígenas de El Salvador. Publicación del Instituto Interamericano de Derechos Humanos  y el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Documento en línea disponible en <http://www.iidh.ed.cr/comunidades/diversidades/docs/div_docpublicaciones/memoria%20el%20salvador%20-%20amilcar%20final%20pdf.pdf>. Consultado el 12 de marzo de 2011.

 

[ii] Breve descripción de los hechos en Wikipedia: <http://es.wikipedia.org/wiki/Levantamiento_campesino_de_1932_%28El_Salvador%29>. Consultado el 13 de marzo de 2011.

[iii] Erick Ching, V. T. (1998). “Indians, the Military and the Rebellion of 1932 in El Salvador.” Journal of Latin American Studies 30(1): 121-156.

[iv] Chapin, Mac (1990). “La población indígena de El Salvador”. San Salvador, El Salvador. Ministerio de Educación: Dirección de Publicaciones e Impresos.

Virginia Lemus

El Salvador, 1987. Estudiante de Derecho en la Universidad Centroamericana y Política Latinoamericana en FLACSO-El Salvador.

2 Comments

  • Ana Escoto dice:

    Quiero agregar una que otra reflexión sobre la invisibilización de los indígenas en las estadísticas. Porque como bien dice Virginia, el exterminio no fue tanto físico, sino también cultural.

    Es importante señalar que en el Censo de 1930, fue la primera vez -antes del censo de 2007- que se preguntó por los indígenas. Entonces digamos que la información estuvo clara para 1932, cómo localizar el movimiento y creo que la gente tiene razones importantes como para no identificarse cómo indígena desde la insurrección.

    En 1930, no sé cómo preguntaron exactamente, pero los tabulados separan la “raza” , sin hacer desglose entre los diferentes grupos étnicos. Las razas se entienden como “Blancos”, “Mestizos”, “Amarillos”, “indios” y “negros”. Los denominados “indios”, representaban en esa fecha el 5.6%.

    El censo se puede ver acá: http://ccp.ucr.ac.cr/bvp/censos/El_Salvador/1930/pdf/censo-1_SV.pdf

    Igual toda la revindicación indígena (en otros países), obligó a que el tema fuera superdifundido en los censos. Y para la ronda de los 2000’s era un tema caliente. El Salvador no hizo ronda del 2000 por los terremotos, pero pues tuvimos el censo del 2007 (casi en la ronda de los 2010).

    La polémica de cómo identificar a los indígenas en los censos siempre es bien complicada. En la EHPM del 2005 y en la EHPM del 2006, hicieron una pruebas sobre la sección. Al final, hubo muchas quejas de los movimientos indígenas, porque no había una clarificación de cuál de todos los criterios utilizaron para identificar a la población. Al final el criterio de auto-identificación -según cómo yo me declaro, es de los criterios que más influye en la invisivibilización de los indígenas, sobre todo en sociedades donde la estigmatización indígenas estuvo tan fuerte.

    Desde el lanzamiento del censo, organizaciones indígenas y la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) denunciaron “la invisibilización del pueblo indígena en el VI Censo de Población, que ha incorporado preguntas discriminatorias al definir raza por color de piel… Asimismo, criticaron las declaraciones adelantadas de los funcionarios de gobierno, quienes habrían afirmado que la población salvadoreño es mestiza y no hay indígenas” (Diario Co-Latino, 2007), deduciendo que tal posición oficial obedece al interés de no tomar en cuenta las obligaciones internacionales respecto a los pueblos indígenas.

    En la misma dirección, a finales de junio del 2007, representantes indígenas del cantón Pushtan, del municipio de Nahuizalco, demandaron ante la Corte Suprema de Justicia a la Ministra de Economía y al director de la Dirección General de Estadísticas y Censos (DIGESTYC), por “haber diseñado e implementado el censo de forma tal que discrimina a la población indígena (Gregori, 2007)”.

    En una publicación de EFE, en Agosto de 2008, se señala que “según la PDDH, en El Salvador entre el 10 y 12 por ciento de los 5.744.113 de habitantes son aborígenes, repartidos en cuatro pueblos indígenas (Maya, Kakawira, Lenca y Nahua-Pipil)”; muy lejos del menos del 1% presentado en el censo. Estos resultados implican una subestimación de la población indígena, algo que es acorde con lo que se mencionó acerca del uso del criterio de auto-identificación.

    Los datos del VI censo de población respecto a la distribución de la misma según raza, muestran una amplia mayoría de población mestiza (86.3%), además la población “blanca” es la segunda en dimensión y es prácticamente 55 veces la población indígena.

    Los datos de población indígena clasificada por departamento y por grupo étnico, establecen que los departamentos con más población indígena son Morazán, San Salvador y Sonsonate; mientras los que tienen menos población natural son Chalatenango, Cabañas y Cuscatlán. Y existen datos extraños de distribución como personas declaradas como nahuas en San Miguel, donde nunca habitaron tribus pipiles, sino lencas.

    Cosas que pasan con los datos estadísticos.

    http://www.soitu.es/soitu/2008/08/09/info/1218307640_720352.html
    http://www.elfaro.net/secciones/el_agora/20070702/ElAgora1_20070702.asp
    http://www.diariocolatino.com/es/20070517/nacionales/nacionales_20070517_16646/

  • Diego Macías W. dice:

    Muy buen texto, Virgina, y muy buena respuesta, Ana.
    Entiendo la perfidia (no necesariamente voluntaria) de las estadísticas y de los censos. ¿Qué hacer al respecto? De entrada, la solución de la autoidentificación parece ser la más adecuada visto que la alternativa procesal puede ser que el encuestador determine, vayan ustedes a saber según qué criterios, quién es indígena y quién no. Aún así, la autoidentificación se ve terriblemente atacada por la estigmatización de la que ustedes ya hablaban.

    Peor todavía: siguiendo a Virgina, en El Salvador puede ser que sigan viviendo muchos indígenas que lo son “física” o “genéticamente”. Pero eso es irrelevante. Lo importante de ser indígena, de pertenecer a un grupo indígena, es más el carácter cultural que la fisionomía. Así, aunque te parezca fuerte y quizá exagerado hablar de etnocidio, a mi no me lo parece tanto.
    Explico por qué. La ONU y sus cuerpos correspondientes que tratan temas humanitarios definen un genocidio con elementos que van más allá del exterminio físico de una población. Genocidio también es la violación sistemática de mujeres por hombres de otra etnia para que sus hijos sean mestizos; genocidio también es obligar a los niños de una etnia a separarse de sus padres y de su entorno y entonces educarlos y obligarlos a vivir en un ambiente sociocultural ajeno y, por lo tanto, afín a los intereses del grupo que perpetra ese genocidio.
    Siendo todavía más flexibles con la definición, un genocidio también puede ser aquél donde los grupos dominantes provocan miedo, terror y desconfianza entre las poblaciones de la etnia vulnerable y hacen que esos individuos tengan miedo de reconocerse como miembros de esa etnia. Si ese sentimiento se transmite generacionalmente y los críos olvidan las prácticas, los elementos culturales y el idioma indígena, ¿es entonces etnocidio? Quizá no etimológicamente, pero sí podría ser “limpieza étnica”.

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