Es el año 2000 y yo me paro, orgullosa, enfrente de las pirámides de Giza. Mi papá tiene en sus manos una videograbadora y sé que falta poco para que apriete el botón rojo y, tras una breve señal con sus manos, sea mi turno de hablar: “Buenas tardes, soy Maria Florencia Pulla y esto es MF NEWS desde Egipto”. Esta escena, que se repite en decenas de videos familiares – de New York a Jerusalén, de Madrid a Bariloche – es un registro cronológico de mi enfermedad por el periodismo. Y la culpa de que existan estas cintas humillantes en la que juego a ser Christiane Amanpour la tienen Bob Woodward y Carl Bernstein.
La historia la conocen: en 1974 Woodward y Bernstein eran dos periodistas rasos del Washington Post que hicieron tapa lo que después se conocería como “El caso Watergate”. El escándalo por encubrimiento, fraude y espionaje político llegó tan profundo en las estructuras de poder que el entonces presidente Richard Nixon se vio obligado a renunciar. La idea detrás era simple pero poderosa: los periodistas estaban allí para cuidar a la verdad, para hacerla pública, para controlar al poder. ¿No les suena como una profesión noble, desinteresada; un oficio de gladiadores intelectuales? Sí, a los 15 años se nos está permitido creer en ciertas cosas.
Y es que cuando uno empieza a trabajar de periodista se da cuenta, rápidamente, que la vida de redacción no es parecida a la de “Todos los hombres del presidente”, la gran película de Pakula sobre los periodistas del Watergate. No. La precariedad laboral del periodista freelance que cobra a 90 días y tiene que hacer malabares para llegar a fin de mes, las operetas de prensa en las tapas de los diarios de las que son compinches los hombres y mujeres del periodismo nacional y, por supuesto, la complicidad con el poder cuando sabe acariciar los bolsillos con la pauta oficial son algunas de las cuestiones que más decepcionan y atemorizan al estudiante de periodismo o comunicación. Velozmente entendemos que no existe “la verdad”, que la realidad se puede manipular para hacer un titular y que no siempre estamos orgullosos de las notas que entregamos o de las ideas que defendemos.
En la Argentina ser periodista hoy es un trabajo particular. Cuando el 10 de Octubre de 2009 se promulgó la nueva Ley de Servicios Audiovisuales —“la Ley de medios”—La Nación publicó una columna maravillosa en su honestidad y enojo crudo. La tituló “La democracia se suicidó” y es, creo, la columna que mejor representa a cierto sector del periodismo argentino que cree ver en la Ley de Servicios Audiovisuales a la mano negra del Estado que usará la ley para controlar y presionar; para castigar y censurar. Otros periodistas, no tan cercanos a la posición conservadora y liberal de La Nación, se animan a otra interpretación. Ellos ven en la Ley el camino de las desconcentración de los grandes grupos mediáticos que dominan 80% del mercado de medios en la Argentina, una reorganización de los contenidos para representar a las minorías y un impulso a la industria nacional que tendrá mayor participación en los canales de televisión y radios.
Entra estas dos posiciones se mueven los periodistas hoy en la Argentina. Y es que, contrariamente a los que sucede en otras partes del mundo, en Argentina se abren más diarios, se crean más cadenas de televisión y se invierte más en producción periodística que en cualquier otro momento de su historia. La pulseada del gobierno Nacional, con Cristina Fernández de Kirchner a la cabeza, por la desconcentración de los grandes grupos mediáticos movió las aguas.
Hoy la opinión pública encasilla a los periodistas en dos bandos que chocan constantemente: los llamados “oficialistas”, periodistas cercanos al gobierno que paren programas como “6, 7, 8”, un magazine macarthista que expone las contradicciones de los medios en informes diarios y lo hace en la televisión pública y los otros, más opositores, periodistas insignia de los grupos de medios más grandes del país que la nueva ley pelea por desconcentrar y que son incapaces de reconocerle al gobierno el tapado de un pozo en una autopista. En el medio, por supuesto, está la mayoría de los periodistas: trabajadores de ideas con la responsabilidad de informar y hacerlo de la manera más objetiva posible.
Asumo que todas las profesiones vienen acompañadas de cierta incertidumbre laboral y moral, pero pocas dejan entrever las miserias del trabajo tan rápidamente. Y, aunque la frase más común entre periodistas desanimados sea “dejo todo y me pongo una panchería”, a pocos se les ocurriría resignar un oficio que tiene mucho de vocación. Y es que todavía queda en nosotros una llama inicial, la misma que nos hacía pararnos como tontos enfrente de una cámara casera y gritar líneas escritas de un libro de viajes.
Para muchos el periodismo es una tarea mecánica, algo que hacemos todos los días –cerrar la nota para este portal, escribir para este otro, meter un sumario en este nuevo diario, a quién conozco en esta redacción para manguearle una nota– pero lo que nos mantiene en esta cruzada, finalmente, es la seguridad de que este oficio es mejor que vender panchos o sentarse en una oficina porque, ocasionalmente, te deja escribir sobre algo interesante u ofrecer una perspectiva diferente. Otras veces, y si tenés mucha suerte y te tocan los editores adecuados, esta profesión te permite descubrir algo y con esa información molestar a alguien.
La investigación periodística tiene raíces en Woodward y Bernstein y es la clase de periodismo que todos soñamos con hacer. Reconozco que mi investigación sobre las condiciones laborales en el Teatro Colón todavía no le llega ni a los talones a las crónicas del Washington Post pero todos tenemos días en los que entregamos una nota de la que estamos particularmente orgullosos. Son lo menos pero cuando llegan, cuando hacemos buen periodismo y no reciclamos gacetillas, cuando sabemos que estamos haciendo algo importante que puede tener consecuencias en la realidad concreta de las personas… bueno, esos son los días que hacen que todo valga la pena.