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Socorro se dedica a un oficio en el cual se chambea de noche y se duerme de día, los sitios más rentables son las esquinas y se presume como el trabajo más antiguo del mundo.

Socorro es prostituta y desde hace años el miedo la obliga a trabajar de día. Ella no siempre se dedicó al trabajo sexual: antes fue cocinera y ayudante en una panadería hasta que una lesión inmovilizó casi totalmente su brazo derecho y fue despedida.

Sus cuarenta y tantos años de vida han transcurrido en el barrio bravo de Tepito, uno de los más antiguos de la ciudad de México. Esas cuatro décadas se reflejan en la mirada cansada, la espalda ligeramente encorvada y el vientre abultado. “Cuando era más joven y flaca conseguir chamba era más fácil”, recuerda la mujer, que parece que aún usa el mismo uniforme de batalla de hace años: minifalda roja, blusa negra de botones al frente y zapatos negros de tacón. Una parte del dinero que gana cada tarde lo va apartando para comprar tinte rojo para el cabello, pues los clientes las prefieren sin canas, aunque asegura con una descarada sonrisa en los labios que “gallina vieja hace buen caldo”.

Ella es una voz autorizada para narrar la cara más brava del barrio bravo.

 

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Es de noche y dos mujeres están paradas en la soledad inquietante de una calle de Tepito, ligeramente iluminada gracias a las lámparas y velas que tintinean en un altar cercano dedicado a la Santa Muerte. Ellas platican de vez en vez para olvidar el frío de la noche y el olor a basura. Esperan un buen cliente, aunque la realidad es que un cliente que pague y no las golpee es suficiente. Observan que a la distancia se acercan dos automóviles viejos, así que dan unos pasos al frente para que las vean mejor. De pronto, uno de los carros frena intempestivamente, rechinan las llantas e inicia la balacera. Las mujeres se tiran al piso. A un par de metros hay un grupo de hombres intercambiando disparos.

Socorro no está segura de cuánto tiempo duró esa lluvia de plomo, pero dice que fue el suficiente para rezar unas 50 veces el Ave María hasta que todos se fueron y un cuerpo quedó tendido sobre el asfalto. Las guerreras de la noche se levantaron temblando y huyeron, pues sabían que si llegaba la policía se las iba a llevar y serían acusadas de homicidio. La noche siguiente Socorro intentó salir a trabajar, pero el miedo era tal que no lo logró y decidió que solo trabajaría por las tardes, aunque ganara menos dinero.

“Si te trepan a la trulla tienes que desembolsar unos 200 varos para que no te lleven al tambo. Una vez le dije a los polis que a nosotras nos dejaran en paz, que se fijaran en las chavitas que se prostituyen, porque eso sí es un delito y me dijeron que deberían entambarme por traicionera, pero yo digo que no, que las niñas no deben entrarle a esto”, explica Socorro[1].

La Ley de Cultura Cívica del Distrito Federal considera la prostitución como una falta administrativa que se sanciona con 11 a 20 días de salario mínimo (de 560 a 1100 pesos, aproximadamente 45 a 90 dólares) o con 13 a 24 horas de arresto. Por ello, las detenciones arbitrarias son cosa común.

A pesar de no haber estudiado más allá del primer año de la secundaria, Socorro está al tanto de que sus derechos son frecuentemente violados. “Por eso me da coraje que hagan esto, yo sé que soy mexicana, soy mujer, soy trabajadora sexual y tengo los mismos derechos de las demás”.

Hace años, Socorro solía ir al Centro de Atención Integral a Sexoservidoras (CAIS) de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) que estaba en la zona de la Merced, otro barrio bravo del Distrito Federal. En ese sitio se impartían charlas para trabajadoras sexuales en las que les explicaban sus derechos, así como el proceso para levantar una denuncia ante el Ministerio Público. El centro desapareció por motivos que Socorro desconoce, pero ahí fue donde le cayó el veinte[2] de que “esta es una chamba de verdad, casi nunca es por gusto, y cuando estamos trabajando no queremos ser perseguidas, estamos trabajando y no le hacemos daño a nadie”. Socorro tiene razón y de hecho lo dice en otras palabras la Organización Mundial del Trabajo: “la persona que reciba una remuneración económica por un servicio está realizando un trabajo”.

 

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Una de las mejores formas de llegar a Tepito es en metro. El emblema de la estación es un guante de box, y es que del barrio bravo han surgido pugilistas como Raúl “el Ratón” Macías, quien fue en los años cincuenta campeón mundial de peso gallo de la Asociación Nacional de Boxeo. El barrio ha sido, además, cuna de luchadores sociales y luchadores del ring, por lo que siempre he pensado que el adjetivo “bravo” califica a Tepito de maravilla.

El historiador Oscar Lewis, describe así a Tepito en su libro Los hijos de Sánchez:

Se trata de un barrio densamente poblado; durante el día y mucho después de oscurecer, las calles y los umbrales de las puertas están llenos de gente que va y viene o que se amontona en las entradas de los establecimientos. Hay mujeres que venden tacos o caldo en pequeños puestos que sitúan en las aceras. Las calles y las banquetas son amplias y están pavimentadas, pero carecen de árboles, de césped y de jardines.

Ese es el escenario que advierto cuando salgo de la estación del metro y exploro un par de cuadras: los hombres cargando bultos gigantes en pequeños diablitos, las señoras despeinadas caminando a toda prisa con su pequeño hijo de la mano, los vendedores de ropa interior barata, de discos formato normal y MP3 –todos ellos piratas, por cierto–, los que venden relojes, los que van a comprar a mayoreo o a menudeo y los que nada más van pasando. La tarde es bastante fría y veo una señora a la distancia, suficientemente grande para ya no usar minifalda, suficientemente cerca para notar que tiene gripe y se dedica al trabajo sexual.

Me acerco y le ofrezco un kleenex que acepta con desconfianza, después le pregunto si me prestaría su encendedor, lo saca de su pequeña bolsa roja y le ofrezco un cigarro. Ella lo acepta y me ofrece una menta. Interesante cliché.

“No debería fumar estando así de agripada, pero yo digo que la gripa es la enfermedad de la prostituta, estamos mucho tiempo al aire libre, nos andamos aguantando el frío y se chingan los pulmones. ¡Ah! Y también nos dan las várices, de estar paradas en tacones.”, explica Socorro. La entonación de su voz me recuerda a las maléficas hienas de la película “El Rey León”, cuyo doblaje al español estuvo inspirado en la forma de hablar de la gente de Tepito. Pero Socorro no es maléfica.

Se acercan unos muchachos en una camioneta y nos gritan algo que yo prefiero no escuchar bien. Dudo si debería seguir caminando o terminarme el cigarro junto a Socorro, pero ella empieza a hablar de nuevo y me dice que esa es una agresión normal; los gritos son lo de menos, también les avientan cosas desde los automóviles, pero lo más violento es lo que puede suceder cuando están a solas con un cliente. La mujer aclara que los oriundos de Tepito la respetan más, porque la conocen y saben que también es del barrio.

Los derechos humanos de las trabajadoras sexuales se violentan en una amplia gama, comenzando por el  derecho a la integridad física, psíquica y moral, derecho reconocido desde 1948 por la Declaración Universal de los Derechos  Humanos.

Así de fuerte fue el inicio de mi conversación con Socorro, una mujer que ha construido su vida en Tepito y que ha vivido en carne propia una de las caras más bravas del barrio bravo. La suya es una historia de carencias, deserción escolar, enfermedades, desempleo y subempleo, violencia y amor. Sé que Socorro tiene una hija, pero no le gusta hablar de ella, así que cambia el tema de conversación a sus trabajos anteriores como cocinera y ayudante en una pastelería. Socorro asegura que si tuviera dinero pondría una fonda. Entonces, yo le pregunto:

– ¿Y usted qué quería ser cuando era niña?

– Artista, pero aquí en Tepito estaba difícil.

– ¿Alguna vez ha pensado en irse a vivir a otro lugar, en salir de Tepito?

– Eso si que no “mija”. Los tepiteños tenemos un dicho: gracias a Dios por la vida y a Tepito por la comida.



[1] En el argot capitalino, trulla es una apócope de patrulla, los varos son los pesos y el tambo es la cárcel. De ahí que entambar o meter al bote signifique encarcelar.

[2] Darse cuenta o caer en la cuenta.

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