Por Sergio Téllez-Pon / @tellezpunk
Uno de los primeros artículos que se publicaron en España (ABC, 8 de noviembre de 2011) a raíz de la muerte de Tomás Segovia caía en algunas inexactitudes y afirmaba que “ni en México lo consideraban mexicano ni en España, español. Aquí y allá fueron injustos”. Desde luego, no comparto esta afirmación: creo que uno de los rasgos más característicos en los anales de la literatura mexicana siempre ha sido considerar a los escritores exiliados en nuestro país como parte de la literatura mexicana, o al menos la obra que escribieron aquí. En el caso del exilio español así ha sucedido con Luis Cernuda, Emilio Prados, Max Aub, León Felipe, José de la Colina (de quien decían, en el mismo artículo del ABC, que era “moreliano”), Gerardo Deniz y, claro, con Segovia.
Si bien el propio Segovia decía que no se sentía ni de aquí ni de allá, lo cierto es que sus estudios básicos y universitarios los hizo en México, sus lecturas más profundas fueron mexicanas (cita más a López Velarde o Rulfo que a autores españoles), su léxico es en gran porcentaje mexicano, incluso usa refranes mexicanos en sus textos, así como gran parte de su obra se publicó primero aquí; sólo en años más recientes la editorial Pretextos empezó a publicarla en España. Así que sería más apropiado decir que quienes lo olvidaron fueron los españoles, no nosotros, porque es sabido que los españoles pocas veces se interesan por lo que sucede más allá de la península ibérica.
Empecé a leer a Segovia por sugerencia de mi maestro Antonio Alatorre, con quien lo unía una amistad de casi medio siglo (desde los primeros tiempos de El Colegio de México y luego juntos dirigieron la Revista Mexicana de Literatura): cuando le pregunté qué poetas leía, Alatorre me respondió con dos nombres: Tomás Segovia y Gerardo Deniz. Me llamó la atención que los dos poetas que mencionó fueran españoles de nacimiento y que se les considerara literariamente mexicanos y no españoles. Tengo la impresión de que la amistad entre Alatorre y Segovia fue muy estimulante para ambos: su punto fundamental de encuentro era la poesía, uno como poeta y el otro como poeta frustrado pero puntual lector de poesía. Además, cuando se desató la polémica por el nombre de Juan Rulfo en el premio que anualmente entrega la FIL de Guadalajara a raíz de unas declaraciones malinterpretadas de Segovia, quien lo presentó en la entrega del premio fue el propio Alatorre (quien, en su momento, a mediados de los años cuarenta, junto con Juan José Arreola, había sido muy cercano de Rulfo). Y, finalmente, pocos días antes de que Alatorre muriera en octubre de 2010, se pudieron ver vía skype. Sólo Segovia habló, pues Alatorre ya no podía articular palabra alguna, lloraron juntos y esa fue la despedida que le dio la pauta a Segovia para escribirle un poema al amigo que se iba. Quiero pensar que ahora vuelven a estar juntos, se han reencontrado y pueden seguir con sus interminables y enriquecedoras conversaciones.
A la muerte de Alatorre, gracias a la generosidad de su viudo, el artista visual Miguel Ventura, pude echar un ojo a su biblioteca. En ella, Alatorre tenía en un solo lugar de un librero todos los libros que Segovia le había enviado dedicados y que Alatorre había leído puntualmente (me pude percatar de eso, porque había marcado con lápiz anotaciones y unas cuantas erratas que encontraba a lo largo de su lectura): prácticamente todos sus libros de poesía, las cartas a Octavio Paz, traducciones y hasta libros de ensayo o prosas varias como Cartas de un jubilado, Aluvial, Estuario, que en los últimos años publicó en México Ediciones sin Nombre.
Empecé, pues, por leer el tomo de su Poesía (FCE, 1998), en particular “Anagnórisis” y sus “Sonetos votivos”, el primero porque era lo que me había sugerido Alatorre y los otros por ser los más celebrados; luego, algunos de sus ensayos como Poética y profética (FCE/ Colmex, 1985) y, todavía este año, el último libro que vio publicado, Digo yo (FCE, 2011), en el que se incluyen los discursos que pronunció al recibir los premios Octavio Paz, Fil de Literatura, García Lorca, entre otros. Pero sobre todo me interesé en el traductor que había vertido al español lo mismo a Gérard de Nerval que a Guiseppe Ungaretti o a William Shakespeare; en el librero de Alatorre, por cierto, estaba la traducción de Hamlet, al decir de Juan Villoro, la mejor traducción al español de la famosa tragedia shakesperiana. Son muy pocos libros en comparación de su abundante bibliografía.
Al enterarme de su muerte, tomé uno de sus primeros libros, Primavera muda, que publicó en 1954 dentro de la memorable colección “Los presentes”, que auspiciaba Juan José Arreola, otro íntimo amigo de mi maestro Alatorre. Fue el primer ejercicio narrativo de Segovia, una noveleta de iniciación sobre un grupo de jóvenes, de allí tal vez la poca importancia que él mismo le daba y que pocos la citan dentro del cuerpo de sus obras (por ejemplo, Christopher Domínguez Michael en su Diccionario crítico de la literatura mexicana). Sin embargo, es interesante volver a sus primeros libros para notar claramente cómo evolucionó su obra, con cuánto tesón se propuso trabajar en una obra sólida que lo hiciera un ciudadano de esa región de la Mancha, como llamó Carlos Fuentes a la literatura que se escribe de este y de aquel lado del Atlántico, o sea, toda la literatura en lengua española.