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Escribir un texto que le haga justicia al ex presidente Hugo Chávez es una tarea titánica. No me malinterpreten: criticarlo ácidamente o llorarlo como a un mártir sería sencillo, pero ramplón y molesto. Escribir, en cambio, algunos párrafos que puedan realmente poner sobre la mesa elementos para un debate progresista, inteligente y articulado será una empresa ardua. Pero si por algo somos particulares los seres humanos, es por nuestra habilidad de problematizarlo todo racionalmente. Vamos pues,  y perdonen los comentarios siempre externos que este mexicano hace sobre un personaje fundamental de la historia, el presente y el futuro de Venezuela.

Algún paralelismo hay que trazar con Cuba si queremos empezar con el pie derecho. De manera similar a los hermanos Castro, Hugo Chávez no llega a la presidencia de Venezuela con un proyecto socialista bajo el brazo. En 1999 se trata de una respuesta democrática y nacionalista, estatista y redistributiva, a la debacle política y económica en la que vive el país desde las reformas estructurales neoliberales de los años ochenta. En La Habana, 1959, el plan maestro es derrocar a un dictador apoyado por los Estados Unidos –e incluso por el partido comunista de la época. En Caracas, cuarenta años después, la estrategia es mantener a raya al enriquecido sector empresarial y a la élite política de siempre que, sin muchos miramientos, ha echado hacia atrás ciertos procesos democráticos, menos en lo político que en lo económico.

El primer trienio chavista es más un recordatorio de las viejas épocas de la ISI latinoamericana (Industrialización por Substitución de Importaciones), que la puesta en marcha de un proyecto social y económico anticapitalista. Sin duda, a diferencia de los años cincuenta, se trata de un conjunto de políticas públicas que intentarán redistribuir parte de la riqueza acumulada en pocas manos. Nada radical, nada que temer… pero hay quienes sí deciden temer. El golpe de estado de 2002 fue un error sustancial de la oposición conservadora, un error que les costaría legitimidad política y, sobre todo, apoyo popular. Chávez, quien de manera quizá inesperada logra un genuino apoyo de la mayoría de la población, sale fortalecido del lance y apuesta por alzar su propia bandera.

Y surge entonces un proceso dialéctico peculiar de movimientos como éste que no cuentan, de inicio, con una base ideológica certera. En el frenesí de los meses que siguen al golpe, Chávez se radicaliza y decide expandir su proyecto radical en la sociedad venezolana. Al mismo tiempo, la sociedad venezolana se radicaliza y presiona a Chávez para que adelante una posición y una serie de políticas más atrevidas, más sociales, más colectivas. No es una paradoja; es una contradicción dialéctica. Venezuela era, y sigue siendo, un Estado capitalista que durante 11 años se ha debatido entre la posibilidad de consolidar elementos de la sociedad y de la economía que puedan ser socialistas. La lucha dialéctica no ha sido sencilla y el resultado no está escrito.

Las políticas sociales del chavismo, hay que admitirlo, han sido impresionantes. Basta con referirse a la CEPAL para constatar que la pobreza en Venezuela disminuyó en 21% entre 2000 y 2008 (el mejor indicador de la región), y que las desigualdades, medidas en términos del porcentaje de la riqueza nacional concentrado en el decil más rico, también han caído en más de 7%, la mejor cifra del continente. Incluso tomando cifras de 2010 después de la crisis –que afectó gravemente a Venezuela –estamos frente al único país americano en donde los cuatro deciles más bajos de la población concentran, por lo menos, 20% de la riqueza, y donde el decil más rico no posee más de 25%, comparado con 40% en Brasil y en Bolivia[1].

Las ambiciosas (y en buena medida exitosas) políticas de vivienda, salud y educación son sólo la carta de presentación que los organismos internacionales quieren ver. Detrás de ello existe también una organización social y económica sin precedentes en el país. Consejos de barrio, fábricas autogestionadas y comités de planeación para la distribución de bienes y servicios. No se trata, o por lo menos no únicamente, de una imposición no consensuada desde arriba; creo no equivocarme al sugerir que en Venezuela existen fuerzas sociales organizativas que poco a poco trascienden los marcos de la producción capitalista.

Y, sin embargo, Chávez fue, al mismo tiempo, responsable del estancamiento de la revolución. Aquí ya no se trata nuevamente de un juego dialéctico de palabras, sino de una realidad aplastante. El proyecto chavista pareció durante mucho tiempo girar en torno a una persona o, en todo caso, alrededor de una clase política y económica dominante que dista mucho de ser el sector más vigoroso del movimiento: la Boliburguesía. El chavismo se dedicó a construir un aparato de Estado que, en ocasiones, limitó a las mismas iniciativas populares que presumía defender y que, en otras, defendió precisamente al capitalismo que discursivamente atacaba. La explotación petrolera, el comercio con Estados Unidos, la errática política de nacionalización (que no fue suficientemente lejos ni a los sectores claves de la economía) y el enriquecimiento de una élite política que no queda claro si es realmente nueva o si simplemente se recicló durante las últimas décadas.

Los anteriores son ejemplos de un modelo político que agotó algunas de sus vetas de oro; de una aspiración social y económica que en algunos momentos erró el rumbo. La democracia venezolana, punto débil según los comentaristas extranjeros (y no pocos nacionales), es un buen ejemplo de la ambivalencia chavista. Por un lado, ningún régimen político americano ha introducido tantos mecanismos de participación electoral. Elecciones, consultas y referéndums fueron la norma durante el gobierno de Hugo Chávez y los resultados fueron mucho menos polarizantes y debatidos que en democracias “mejor establecidas” como la mexicana. Alta participación e incluso cierta incertidumbre (por ejemplo, antes de las últimas presidenciales de octubre de 2012), ingredientes que los demócratas liberales han considerado como esenciales siempre.

Al mismo tiempo, Hugo Chávez borró en varias ocasiones las líneas de poder (reales y constitucionales) que lo separaban de otras instituciones, como el legislativo o el judicial. Fue capaz, tanto por negligencia de la oposición como por la sumisión de buena parte del oficialismo, de gobernar holgadamente y por decreto durante mucho tiempo. Logró transformar a su favor reglas electorales (como la geografía, por ejemplo) y procesos políticos de mayor calado. Decidió atacarse a medios de comunicación muy particulares (hay quienes dicen que por motivos políticos poco transparentes) en vez de socializar otros sectores más productivos de la economía. Y en un sinnúmero de ocasiones acaparó mayor atención de la que era necesaria, provocó tensiones con un carácter burlón y prefirió montajes mediáticos a políticas radicales.

Catorce años de gobierno tuvieron un desenlace tortuoso, tanto en lo emotivo como en lo político. Los debates en torno a la personalidad, el carisma y el carácter de Chávez serán tema de las próximas primeras planas. Enseguida habrá un sinfín de especulaciones –o certezas si así lo decide la élite chavista– acerca de quién sucederá a Chávez y cómo se comportará. La discusión sobre sus políticas y los cambios reales que ha conocido Venezuela vendrán después. Lo que quizá pocos comentarán será el proceso de transformación que existe ahora en Venezuela y que puede, con la organización y las estrategias adecuadas, realmente convertirse en un referente de las alternativas al capitalismo que en este mundo muchos aclaman pero pocos implementan.

Hugo Chávez tendrá que pasar a la historia como lo que fue: un hombre controversial, pero comprometido con su proyecto; un individuo férreo que gustó de concentrar poder y ejercerlo, pero que se planteó metas sociales importantes, muchas de las cuales logró. Sus seguidores más acríticos y desenfrenados lo martirizarán (literalmente) y sus críticos más férreos lo pisotearán y desdeñarán con comentarios del tipo “es hora de que vuelva la democracia y la libertad a Venezuela”. Hugo Chávez no muere ni pronto ni tarde; cualquier discusión que inicie con ese tipo de diatribas carecerá de sustancia.

Serán, en cambio, mentes un poco más inteligentes y observadoras quienes, desde la derecha o la izquierda, podrán presentar sus propias opiniones al respecto de una manera correcta, convincente y fiel a sus convicciones. Esas opiniones merecerán la pena ser escuchadas. Habrá comentarios muy precisos acerca del daño que le causó a las instituciones de la democracia liberal; habrá justos reconocimientos a sus políticas públicas y a la cohesión social venezolana; habrá quienes defenderán que el precio a pagar por un país más equitativo fue demasiado (violencia creciente y un aparato estatal desmesurado); y hablaremos también quienes creemos que la revolución en Venezuela no fue suficientemente lejos, entre otras cosas, por decisiones políticas de Chávez mismo.

Así que cada quien elegirá las notas periodísticas y los análisis que quiera leer: aquellos que empiecen con un “¡Muere el caudillo de la patria!” o un “¡Vuelve la paz y la democracia!”; o aquellos que, en página 23 de los periódicos y bajo una nota deportiva, digan sobriamente “tiempo de reconsiderar” o, como preferiría verlo yo, “el rumbo de la revolución está por definirse”.



[1] http://www.eclac.cl/publicaciones/xml/1/45171/PSE2011-Cap-I-Pobreza.pdf

Diego Macias Woitrin

Hijo de padre mexicano y madre belga, nací y crecí en el país de las maravillas: México. Nací en su bulliciosa capital, pero viví muchos años en una tranquila (y a veces aburrida) ciudad de provincia: Guanajuato. Siempre me gustó la historia, luego la geografía y luego la política. Intento, con muy poco éxito, combinarlas todas. Soy egresado de una carrera con infinitas variables de salida: Relaciones Internacionales, en El Colegio de México.

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