Desde que nací y durante la mayor parte de mi vida fui católica. Herencia familiar y después elección propia, incluso llegué a ser catequista. Pero desde hace más de una década dejé de profesar la fe.
Uno de los motivos que más me molestaba -no el determinante para dejar el rebaño- era la poca importancia de las mujeres en la Iglesia. A pesar de que uno de los enunciados más repetidos en el discurso cristiano es “Todos somos iguales ante los ojos de dios”, la Iglesia fue el primer sitio donde empecé a cuestionar la diferencia de roles de género; el primer lugar donde presencié la discriminación a la mujer. Cuando me preparaba para mi primera comunión, el catequista nos explicó que las mujeres iríamos vestidas de blanco para demostrar nuestra pureza, pues nos habíamos confesado y ya no teníamos pecados. Me emocionaba pensar que era como un ajuar de novia en pequeño, un preámbulo al día de mi boda, porque como la mayoría de las católicas fui criada para desearlo. Recuerdo que me enojó que tal precepto de pureza no aplicaba para mis compañeritos varones, pues la mayoría vistieron de negro. Entonces hice la comparación: la mujer no es tratada a la par que el hombre. El vestido blanco que simboliza pureza sólo es obligado para uno de los contrayentes en una boda, lo mismo que cuando se hace la primera comunión.
Cuando se representa a dios como hombre o padre, se excluye lo femenino y se da a entender que sólo lo masculino tiene derecho de ser sagrado, por eso un hombre realiza los sacramentos y absuelve pecados. Para compensar está la presencia de la virgen María. “La iglesia no es machista, miren cuánta devoción hay hacia una mujer”. Pero basta analizar que antes de pronunciar el nombre de alguna de sus apariciones (Guadalupe, Fátima, Lourdes) se asigna el adjetivo VIRGEN. La cualidad más importante de la figura femenina en la religión cristiana es que nunca tuvo relaciones sexuales con un hombre, que su himen permaneció intacto aun después de dar a luz. La castidad de María es más trascendente que su identidad. Antes incluso de ser la madre de Jesús, o de lo contrario la llamarían Madre María. Cuando me enteré que el “virgen” de María era la misma palabra que utilizamos para hablar de objetos nuevos, me sorprendió pero lo pasé por alto. Es un concepto que como creyente no cuestionas. Aunque los religiosos dicen que no es su única ni más importante cualidad, la defienden como si lo fuera. La virginidad de María es sólo la capa más superficial de la aversión eclesiástica hacia la sexualidad humana.
En sus orígenes, la comunidad cristiana era menos estricta en ese tema. El celibato eclesiástico no fue instituido como tal por Jesús. Se interpreta así desde el siglo XII, con el Segundo Concilio de Letrán, pero antes los apóstoles podían casarse y tener descendencia; las mujeres participaban de forma activa en la predicación del evangelio. El celibato y la ausencia femenina son resultado de una transición que tomó más de mil años, tres concilios y varios cismas. Cuando el cristianismo se convirtió en un culto poderoso y aliado de gobiernos, reinterpretó su doctrina para controlar mujeres y sexualidad. Así aseguraba una linea de sucesión legítima y un tipo de cambio para negociar alianzas mediante matrimonios arreglados.
Ni siquiera los integrantes del clero son célibes. Investigaciones, como la realizada por el sociólogo Richard Sipe, señalan que menos del 10% del clero práctica el celibato. Una tercera parte mantiene relaciones sexuales de forma regular y más del 30% tiene preferencias homosexuales. La proporción de trastornos sexuales como la masturbación compulsiva o la pedofilia, doblan a la población no religiosa.
Por eso, cuando pienso en la comunidad católica automáticamente la asocio a la doble moral. Poquísimos católicos siguen los preceptos religiosos en torno a la sexualidad. Todos hablan de castidad pero pocos la practican. Cuando mis amigas y yo platicábamos de nuestros noviazgos, nunca escuché de algo más que abrazos o besos, ninguna admitió un contacto más allá de un inocente faje. No imagino a ninguna atreviéndose a contar abiertamente que los besos subieron de tono o que tuvo relaciones con su novio. Mientras fuimos catequistas jamás hablamos de métodos anticonceptivos. Quien lo hiciera de inmediato sería catalogada como zorra, atrevida, facilota. El slutshaming (insultar con términos como “prostituta” a una mujer por su forma de vestir, por tener relaciones sexuales o por sospechar que las tiene) es una práctica que empieza en la escuela primaria y su origen está fuertemente vinculado a la religión (¡V-í-r-g-e-n María!).
Recuerdo a una catequista joven que usaba ropa ligeramente más ajustada que el resto (eran los noventa: una ombliguera como las de Fey, alguna falda corta con patrón escocés). Su novio también formaba parte del grupo. Muchos asumían que tenían relaciones y no asombra que sólo ella resultara atacada. Su forma de vestir la convirtió en blanco de suspicacias acerca de su comportamiento y se llegó a poner en entredicho su fe. Algo que nunca vi que sucediera con catequistas hombres vestidos de forma ostentosa, impuntuales o flojos. “Nomás acuérdense que el hombre llega hasta donde la mujer quiere”, repetía una de las directoras del catecismo, cuando se quejaba de que habían demasiadas parejas de novios en el grupo.
Por eso, cuando una de mis amigas quedó embarazada de otro catequista, siete años mayor que ella, de él no se dijeron las peores cosas, ni se le juzgó, a pesar de tener más experiencia y estar saliendo con una menor de edad. Estas situaciones fueron muy parecidas con mis compañeros de preparatoria. En el último año, una pareja de mi salón concibió unos gemelos. La irresponsable era ella. “¿Pero porqué no se cuidó?”. Cuidó, no cuidaron.
Estas anécdotas muestran que lo que pasa al interior de la comunidad creyente no es distinto de lo que sucede en otros grupos sociales. La dinámica familiar en América Latina está estrechamente ligada a la doctrina cristiana y por ello la mayoría de los adolescentes no recibe educación sexual en casa. Evitar hablar de sexo con los hijos es un comportamiento aprendido de la religión, un pudor cercano a la fobia. Cualquier tema relacionado a la desnudez y el sexo son motivo de vergüenza. A la sociedad le resulta natural responsabilizar a las chicas e indignarse del porqué pasa esto si hay orientación en las escuelas, si los anticonceptivos se pueden comprar en farmacias. Sí, la información está ahí, pero el tabú influye más. Las chicas no se atreven a comprar anticonceptivos por miedo y pena. Para las mujeres, la sexualidad es algo que se vive a escondidas y con culpa.
En aquellos años nada de eso me parecía fuera de lugar. Era normal criticarnos entre chicas si usábamos escotes o faldas, si teníamos relaciones sexuales o si nos gustaban varios muchachos. No sabía que hay otra forma de contemplarnos a nosotras.
CATÓLICAS DE SEGUNDA
En México, según cifras del INEGI, el 57% de los creyentes católicos son mujeres, frente a un 43% de fieles varones. La diferencia es mayor dentro del clero, donde sacerdotes, diáconos y obispos representan un 39%, contra el 61% conformado por monjas de diversas órdenes religiosas. Otra categoría donde se nota la disparidad es entre los doctores de la iglesia, distinción especial para un santo cuya erudición ayudó al desarrollo del cristianismo. De los treinta y cuatro elegidos sólo hay cuatro mujeres, aunque la disparidad numérica entre santos y santas no es tanta. La jerarquía católica es de dominio masculino y las mujeres tienen un puesto de subordinación en todos los niveles. Las órdenes religiosas de monjas tienden a ser más coherentes en cuanto a los votos de pobreza. Asimismo, renunciar a la vanidad es un asunto casi femenino. En la mayoría de las congregaciones de monjas se les exige un corte de cabello y (en este caso no molesta que la mujer adopte un “rasgo masculino”). El discurso religioso apela a la diferenciación de los géneros y a evitar que las mujeres asuman actitudes masculinas (como las finanzas y la gestión, según este cura en una entrevista), pero en lo que respecta al físico de las religiosas son menos estrictos.
Y no sólo son más numerosas, las mujeres también son más participativas. En América Latina, la brecha de participación religiosa (asistir a misa, orar) es superior al 10% en promedio; Colombia es el país que más disparidad representa, con veinte puntos porcentuales. Las mujeres son más creyentes, dedican más tiempo del día a la oración y acuden más a misa. Son mayoría entre los feligreses y en el cuerpo eclesiástico.
Lo anterior muestra que si la iglesia católica fuera una empresa o un estado, sería el más sexista. Si la iglesia católica fuera un estado… un momento… lo es. El Vaticano tiene una personalidad jurídica de estado independiente, es el país más pequeño del mundo. Y el de menor equidad de género. No hay una sola mujer en su forma de gobierno y ostenta el título de la elección para jefe de estado mas parcial del mundo. El voto femenino no existe.
VIOLENCIA DE GÉNERO Y RELIGIÓN
La organización patriarcal de la iglesia afecta al género femenino más allá de la exclusión en la celebración litúrgica. Casi toda nuestra enseñanza religiosa colectiva demuestra que sus instituciones han permitido de forma implícita o explícita cierta tolerancia a la violencia contra la mujer. De hecho, hay muchos ejemplos de omisión y agresiones hacia las mujeres, en varios textos autorizados de las tradiciones religiosas. Por ejemplo, en la Biblia no existe referencia a la necesidad de consentimiento de parte de una mujer para tener relaciones sexuales. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el consenso femenino es innecesario. Los hombres tampoco perciben a las mujeres como personas que pueden ejercer poder y tomar decisiones. Es labor masculina educarlas y guiarlas.
En América Latina los derechos de la mujeres son violentados en nombre de la fe y la cultura, mediante acciones tan inocentes como la imposición de cierta ropa para entrar a un recinto o no permitir que monaguillas suban al altar, hasta matrimonios forzados por embarazos no planeados. Varias religiones y teólogos advierten sobre este comportamiento. En México el padre Solalinde, sacerdote católico conocido por su labor activista con los inmigrantes, llegó al extremo de culpar a la Iglesia Católica por el aumento de feminicidios en el estado de Guanajuato. No es exagerado hacer ese tipo de acusaciones, si analizamos cómo influye la Iglesia en la vida cotidiana de sus feligreses y se entromete en las políticas públicas que afectan a toda la población, creyentes o no.
Tal es el caso de Argentina, donde el aborto sólo se permite si hubo una violación. Centenares de mujeres mueren al año por abortos mal practicados, es la primera causa de muerte materna en ese país. Esto ocurre, en parte, gracias a la presión que ejerció la Iglesia, con el liderazgo de Jorge Bergoglio, entonces obispo. El actual Papa criticó la despenalización del aborto en un discurso donde apeló a defender la vida y no favorecer la cultura de la muerte. Pero, ¿los decesos de las mujeres no son también parte de una cultura de la muerte? Pareciera que a la Iglesia le indigna menos la situación de estas jóvenes, pues nunca discute con la misma ferocidad la corresponsabilidad del hombre que participa también en la concepción, cuando de hecho los padres de hijos de madres adolescentes son en su mayoría adultos de veinticinco años. Se responsabiliza y acusa a jóvenes inexpertas, que afirman sentir vergüenza de comprar anticonceptivos. Esta tragedia es peor en Centroamérica. Tegucigalpa ostenta el título de capital de adolescentes embarazadas en América Latina: 28% de sus mujeres dan a luz antes de los dieciocho años, muchas por abuso sexual. En El Salvador, la mitad de las adolescentes embarazadas se suicidan.
Este drama social no genera empatía porque comúnmente se asocia a la mujer como quien tienta al hombre al pecado, como la seductora. El slutshaming tiene mucho que ver con esto. Al degradar a una mujer porque ha tenido sexo o lo disfruta, evita que podamos compadecernos de los problemas que parezcan derivar de esa conducta. Se percibe como algo que “se merecen esas pinches putas’”. Denostar a las mujeres por su comportamiento sexual parecería autorizar su agresión. La cultura de la violación (mejor conocida en inglés como Rape Culture) es un estado donde la violencia sexual es tolerada o minimizada y la víctima culpabilizada.
Un caso reciente, la violación multitudinaria en Brasil de una joven de dieciséis años, demostró en qué grado está inmersa Latinoamérica en esta cultura. Las primeras reacciones al video, donde se veía a la víctima ensangrentada y decenas de hombres riendo a su alrededor, fueron culparla de merecerlo. Esto ocurrió en Brasil, el país más católico del mundo.
La Iglesia Católica no dice literalmente que está bien violar o matar mujeres. Pero tampoco lo condena de forma tan enérgica como al matrimonio entre homosexuales o el aborto. Guarda silencio. La violencia contra las mujeres no se combate llamando a tener valores y ‘guardar la moral’ porque ése ese no es el problema principal. La solución no es pedirle a la sociedad que respete a las mujeres o condenar la violencia. Tratar al sexo como pecado y no medir con la misma vara a hombres y a mujeres sí lo es.
El catolicismo ha perdido más del 13% de creyentes, cada año disminuyen las vocaciones (excepto los diáconos, a quienes se le permite no ser célibes, ¿coincidencia?) y los escándalos por abuso sexual salen más fácilmente a la luz. Hace unos días, el Papa dejó entrever la posibilidad de una eventual ordenación de diaconisas, parece un tímido intento por reivindicar el papel de la mujer en la religión; de lograrse sería toda una revolución. Francisco tiene la oportunidad de reformar su iglesia y y mejorar las condiciones de las mujeres dentro y fuera de ella. Ojalá, por nuestro bien, lo haga.
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