Por Santiago Espinosa Uribe*
Si algo se puede decir de las manifestaciones que están y han venido ocurriendo alrededor del mundo, desde la revolución en Egipto hasta las protestas estudiantiles en Chile, es que todas tienen sus propias particularidades. Lo responsable sería, entonces, realizar un análisis cuidadoso de un solo caso (el de Londres, por ejemplo) y dejar la cuestión así. Aquí no haremos eso. Cederemos a la tentación de unificar el fenómeno bajo la premisa de que hay un patrón: la inconformidad entretejida en la Red.
I
El mundo anda mal, suele decirse, porque nos acercamos a una crisis ecológica, coqueteamos con el riesgo de guerras devastadoras y convivimos con niveles vergonzosos de desigualdad. Eso es verdad, pero he aquí un matiz: el mundo nunca había estado mejor. Si acaso somos más felices o infelices que antes es debatible porque se trata de una discusión llena de trampas y trabas. Pero en vista de la sensación negativa que se percibe en el ambiente, no sobra recordar que todo tiempo pasado para nuestra especie, según lo que es medible, fue peor. Tanto ha sufrido la noción de progreso, tanto hemos perdido la esperanza, que esa idea, obvia en otros contextos, resulta reveladora. Los dos indicadores más contundentes son la salud y la violencia. ¿Que el siglo XX ha sido el más sangriento? Claro, porque hay más habitantes. Si las cosas no se miden en proporción, resulta también que nunca hubo tanta gente calva como ahora. Por lo demás, cada nuevo siglo, arguye Steven Pinker, ha sido más pacífico que los anteriores. En épocas pasadas, cuando se podía morir hasta por la simple caries, era más probable terminar muerto a manos de otro; constituía, de hecho, el 60% de muertes masculinas entre los cazadores-recolectores. Por eso, a pesar de que en el siglo XX hubo cien millones de muertes causadas por violencia, tendríamos que haber matado veinte veces más que eso para cumplir con la cuota que nos imponen esas épocas. Piénsese que, si pudiéramos contarle nuestros problemas a cualquier antepasado, se burlaría de nosotros como se burla un inmigrante ilegal de los dramas en la vida de un adolescente del Primer Mundo. Me dispongo a afirmar que el capitalismo, en cuanto eje central de la sociedad actual, es un modelo económico obsoleto. Antes de tamaña insolencia, entonces, le daremos al César lo que le pertenece. El capitalismo ha sido uno de los grandes pasos que han permitido el progreso de la especie. Y no lo digo sólo en términos técnicos; también hemos mejorado éticamente. Si hoy nos parece insoportablemente injusto ver a la gente que vive en la calle, es gracias al capitalismo… que ahora debemos culpar por mantenerlos allí.
Por todo lo anterior, es fácil subestimar la legitimidad de una revolución insolente que pretende morder la mano que le da de comer. Y convengamos, como se dijo en el párrafo anterior, que el capitalismo nos puso donde estamos con su doble aspecto benéfico y destructor. Así, los fenómenos de Anonymous y Zeitgeist[1] pueden parecer acaso radicales, un tanto ingenuos. ¿Cómo se justifica el pensamiento revolucionario cuando nos encontramos en la más próspera de todas las épocas? ¿Cómo no tildar al entusiasmo de ingenuidad juvenil? Yo diría que nuestra creciente sensibilidad lo justifica. Por ridículo que le pueda parecer a nuestros antepasados, está bien que nos resulten inaceptables cosas como la muerte de un joven a manos de la policía, las políticas de inmigración, la falta de acceso a la educación, la lógica consumista, el flujo censurado de información y otras pequeñeces por el estilo. Es precisamente porque estamos en la mejor de las épocas que nunca habíamos sido tan sensibles. Hace años venimos barajando cifras alarmantes que nos indignan y, a la vez, nos hacen sentir impotentes, paradójicamente, porque podemos solucionar esos problemas. Me refiero a números que ya son clásicos referentes del malestar. Más de mil millones de personas viven en condiciones de absoluta pobreza; el presupuesto militar del planeta entero, dividido por la cantidad de personas que lo habitan, nos da 230 dólares anuales en armas por cada humano; la capa de hielo en el polo norte, excluyendo Groenlandia, podría desaparecer tan pronto como en cinco años si continúa el ritmo que hemos visto en las últimas décadas. De haber un problema con que nos moleste eso, sería que nuestra constante insatisfacción le da a la lucha por un mundo mejor cierto tono de cantaleta.
Lo que estamos presenciando en este momento es otro intento, inconexo por íntimamente relacionado, de cambiar el mundo. Dado que nuestro problema es social, no técnico, es perfectamente razonable que celebremos el potencial de Internet en cuanto herramienta del cambio. La más obvia de las revelaciones —que todos compartimos un mismo destino y que nuestro trabajo en equipo no puede seguirse articulando a partir de divisiones falsas que nos destruyen— tiene la posibilidad de resonar con un nuevo eco en Internet. Es cierto que los motivos de estas iniciativas, hablo de casos como Londres, en su mayoría, se basan en particularidades que exceden los límites de este texto. Ahora bien, lo curioso es que entre unos y otros hay contacto. Los indignados en España leen los tweets sobre la revolución en Libia o los disturbios en Londres; cada nuevo fenómeno parece inspirar un poco a los demás y cualquier triunfo en cualquier parte del mundo hace más viable el siguiente. Ese pequeño juego de guiños entre unos y otros es el salto que nos invita a pensar en términos globales.
Me interesa ahora que pensemos en el rol que juega Internet. Es un asunto de comunicación, claro, pero merece análisis porque va más allá de comunicar fechas y lugares. Para ello, recordaremos el cuento de Hans Christian Andersen, El nuevo traje del emperador. Supongo que todos conocen la historia entonces sólo evocaré los hechos. Dos embaucadores prometen hacer un traje con la tela más especial de todas para el vanidoso emperador. La tela, dicen, es tan fina que resulta invisible a los ojos de todos los que sean incompetentes en su trabajo o directamente estúpidos. No existe tal tela. Los embaucadores sólo fingen que la tienen y que tejen. Pero, como nadie quiere que los demás crean que se es inepto o estúpido, en todos los niveles de la estructura social la gente miente y elogia el traje inexistente. Esto llega hasta tal punto que el mismo emperador se ve obligado a actuar como si viera un traje hermoso y sale desnudo a la calle para lucirlo. El ciclo de presión social y mentiras se rompe cuando un niño, sin pensar con cuidado en la situación, anuncia que el emperador está desnudo. El pueblo entero suelta una carcajada y cuando se dan cuenta de que todos ven lo mismo, se burlan sin piedad del emperador. Éste, por su parte, tiene un momento de profundas dudas, pero sabe que está atrapado en su rol. El cuento termina cuando el emperador, después de verse desnudo, sigue actuando como si tuviera un hermoso traje.
Suele creerse que la moraleja es “los niños siempre dicen la verdad”. Una mejor interpretación, o quizás la moraleja real, es que no basta saber algo para que ese conocimiento tenga repercusiones; también hay que saber que los demás saben y que saben que yo también sé. Es por esta razón que el derecho a las reuniones de grupos es uno de los pilares de la democracia. Puede que mucha gente sepa lo mismo, pero cuando el conocimiento no es plenamente mutuo, no hace mayor diferencia. Internet entonces es mucho más que el medio para reunirnos. Es el aire a través del cual se transporta el sonido de la risa de los demás, es, en muchas ocasiones, la pantalla que nos permite ver al emperador desnudo y enterarnos de que todos lo vemos así.
II
Con frecuencia cuando se habla de revoluciones se descarta la idea de cambios no violentos. Dicen que hay gente mala que juega un doble papel: son un lastre cuando les pedimos ayuda y son un obstáculo cuando queremos cambio. Así, todavía hay muchos que piensan que si vamos a limpiar el sistema debemos bañarlo en sangre. Por fortuna, ése no es el caso. Si existe algo así como la naturaleza humana, se trata de un concepto inútil porque nuestra naturaleza es adaptativa. Este punto es central para la discusión porque articula la pregunta por la posibilidad de cambios sociales con el descubrimiento del verdadero enemigo de la revolución: no la gente, aunque tantas veces se repita ese espejismo, sino el sistema que articula roles móviles y a veces injustos para cada uno de nosotros.
Hubo un experimento en el año 1971 tan famoso que inspiró una película en alemán y, muchos años después, una charla en www.TED.com. Consistió en dividir a un grupo de personas para que jugaran dos tipos de roles. Unos serían los guardias en un ambiente de prisión y los otros serían los prisioneros en ese mismo ambiente. A los guardias se les pidió que, sin emplear violencia, lograran cumplimiento de las normas por parte de los prisioneros. Pues bien, no alcanzó a terminarse la semana y hubo que cancelar el experimento porque el nivel de daño psicológico que se había causado era terrible. La misma idea la encontramos en la novela El señor de las moscas. Y si se buscan ejemplos en situaciones reales, considérese el escándalo de los soldados estadounidenses en Irak que abusaron de sus prisioneros. Aquí ocurre lo mismo que con el traje del emperador: existe el peligro de errar la moraleja. Lo que esto nos muestra no es que todos somos malos, sino que todos operamos en contextos. El experimento citado específicamente señala que, dado un contexto que incluya ciertos elementos, cualquiera de nosotros podría comportarse como un oficial nazi en Auschwitz.
Pero la reflexión sobre los contextos no solo se aplica para el antimotines que golpea a un manifestador, o para la gente que aprovecha el caos y saquea centros comerciales. Se aplica para el mismo emperador que, sintiéndose desnudo, finge. Y al darse cuenta de que efectivamente estaba desnudo, sigue fingiendo. Se aplica para los políticos que representan largas obras de teatro. Se aplica para nosotros, que hacemos otro tanto inmersos en la lógica de consumo y probablemente haríamos lo mismo que los monstruos que denunciamos simplemente si ése fuera nuestro papel.
Con esto se cierra el largo argumento que hemos tratado de consignar acá. ¿Hay un patrón a lo largo de las revoluciones? Sí: la inconformidad e Internet. ¿Es justa la inconformidad? Sí, porque, aunque estemos en la mejor de las épocas, ahora es fácil ver que muchos cambios son necesarios. ¿Son posibles esos cambios? Sí, nuestra dificultad es “sólo” social. Podríamos quizás cambiar el mundo en un par de años, con infraestructura y todo, si trabajáramos en perfecta coordinación. ¿Qué tan grande es esa dificultad? Es enorme, pero no porque haya gente ambiciosa o mala en el mundo sino porque nuestros esquemas sociales fomentan comportamientos que arruinan el equipo y, lo que es peor, la fe en el equipo. ¿Es decir que el cambio debe apuntar a los sistemas que nos han traído a este punto? Sí y es tremendamente complejo porque no se puede destruir el sistema para luego construir otro; debemos transformarlo. ¿Ayuda en eso Internet? Claro, porque permite la organización; le permite a alguien darse cuenta de que no está solo en el instante mismo en que otra persona experimenta y publica la misma revelación; y nos permite ver el sistema en cuanto sistema. ¿Podría decirse que eso es lo que está pasando? No es claro, pero parece que sí.
III
Con eso sólo queda una objeción. (¡Más bien un millón!, dirá el lector.) El New York Times publicó recientemente un artículo que dice exactamente lo contrario a lo que proponemos acá. Se llama Small Change: why the revolution will not be tweeted. En esencia el argumento allí es que Internet no implica tanta diferencia porque nos lleva sólo a acciones pequeñas. Para configurar esa idea el autor expone la importancia de las jerarquías en la organización de movimientos y el sacrificio que implica hacer parte de una revolución. Adicionalmente, nos invita a recordar que todo lo que creemos que es nuevo ya ha pasado antes de que hubiera Internet. Se trata, en efecto, de cuestiones fundamentales, pero creo que, lejos de refutar nuestra línea de pensamiento, le exige una especificidad muy conveniente. Todo lo que decimos que hace Internet, ya era posible. El punto entonces es que nunca había sido tan fácil o tan potente. La comunicación ya estaba; la conciencia de la inconformidad ya estaba; la posibilidad de resistencias pacíficas ya estaba. Lo que faltaba era velocidad, conciencia colectiva y —perdón que lo diga— moda.
La gran mayoría de personas —y esto tampoco es nuevo— tratan de vivir con normalidad a toda costa. Es por eso que la resistencia implica tanto sacrificio, porque sucede en contextos en que la gente ya no tiene nada que perder. Cuando Rosa Parks se negó, en 1955, a cederle su puesto a un hombre blanco en un autobús segregado, lo hizo porque había excedido su límite. El riesgo era enorme pero, a lo mejor, no era tanto más terrible que la vida de discriminación que llevaba. Malcolm Gladwell, autor de artículo al que nos referimos, dice que la revolución no es apta para gente que no está obligada a arriesgarse, o sea que no es apta para tuiteros.
Ahora bien, el sistema político-económico, en cuanto organismo que ha evolucionado para sobrevivir a los cambios, se ha vuelto particularmente bueno en el arte de asfixiar pasito. Cuando una persona, grupo o entidad no limita su fuerza al momento de poner a alguien en una situación de sumisión, cabe el peligro siempre de que ese alguien se sacrifique aunque sea para incomodar al opresor. Téngase por caso el gueto de Varsovia. Nadie dirá que esa insurrección tenía la esperanza de sobrevivir a la ocupación nazi. El punto es que no les importaba. Les daba lo mismo morir un día u otro pero querían causar el mayor daño antes de que eso pasara. Era un acto de resistencia ante el inevitable estrangulamiento. La mayoría de las grandes revoluciones ocurren cuando la gente ya no puede seguir viviendo con normalidad. Sin embargo, hay también un sin número de revoluciones que nunca ocurrieron porque los oprimidos alcanzaban a conformarse con una suerte de normalidad. El sistema ha aprendido lograr que ése sea el caso más frecuente.
Toda la reflexión que venimos realizando ocurre en el marco de modos de vida que no estamos dispuestos a sacrificar y de una sensibilidad relativamente alta. Malcolm Gladwell tiene razón cuando acusa a los tuiteros y a los facebookeros de no ser tan valientes como Martin Luther King y de no estar tan unidos como las comunidades negras que se organizaron por jerarquías en las iglesias que concurrían. Uno podría citar la revolución de Egipto y la de Libia, pero seguiría siendo cierto el argumento de Gladwell. Lo que no considera es que para posibilitar la revolución no es necesario exceder nuestros límites o decirle a la gente que sus vidas no son dignas de ser vividas. Después de todo, el mundo no está tan mal como antes. Debemos, por el contrario, plantearla de un modo tal que el obstáculo sea la pereza y no el miedo. Para eso es necesario el nivel de organización que promete Internet; para eso es necesario que sepamos que los otros saben que sabemos que todos estamos inconformes; para eso es necesario que las protestas duren meses y no décadas; para eso es necesario entender que no vamos a cambiar el sistema con guillotinas sino con risas. Si el emperador también tiene Twitter, a lo mejor no se verá obligado a continuar con la farsa y, si tiene Facebook, seguro pone “attending” cuando lo invitemos a la revolución.
Texto publicado originalmente en la revista Hoja Blanca, www.hojablanca.net
*Bogotá, 1986. Literato de la Javeriana con énfasis en filosofía. Trabaja en el Colegio Unidad Pedagógica como profesor de lenguaje y lleva el blog Press Play en la revista Hoja Blanca (www.hojablanca.net). Es director y escritor de contenidos de la Casa de la Historia y vocero de la Asociación Nacional de Go.
[1] Anonymous es un grupo que fomenta actos de desobediencia civil a través de Internet. Zeitgeist, por su parte, promueve el Proyecto Venus a partir de una crítica recalcitrante al modelo económico actual.