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Hombres y mujeres del pueblo kakataibo, en Perú, cuentan cómo el narcotráfico ha puesto sus vidas en peligro. La violencia, amenazas y asesinatos por los cultivos ilegales en la Amazonía están en aumento y fuera de control.  


Texto: Hernán P. Floríndez y Nicolás Cisneros

(Con la colaboración experta de Álvaro Másquez Salvador

y Sebastián Delgado)*

 

Quizás la maldición del indígena kakataibo Herlín Odicio sea conocer el territorio de su pueblo como las líneas de su mano. No en vano ha recorrido las trochas y barrancos de Yamino, en la selva peruana de Ucayali, desde la infancia. Cuando era niño, atravesaba el monte a diario para llegar a la escuela, a veces bajo la lluvia, con una hoja de bijao protegiéndolo. En las aulas compartía un libro de historia con siete compañeros. A los doce años ya había aprendido a leer y escribir en castellano. 

Odicio recuerda a su padre haciéndole prometer que hablaría castellano. Que aprendería a escribir, que estudiaría y que sería, a fin de cuentas, todo aquello que solía quedar a medio camino para las antiguas generaciones de kakataibos.

En sus esfuerzos resonaba la rábica sensación de un niño que en más de una ocasión vio a sus primos y tíos estafados por extranjeros o invasores, quienes los manipulaban para que trabajasen gratis o apañasen sospechosos negocios de tala. Desde entonces soñaba con volverse “alguien” con la suficiente entereza y capacidad para proteger su comunidad.

Hasta que lo logró. En 2019, a sus 33 años, Odicio fue elegido por su gente para liderar a todo el pueblo kakataibo, una etnia de casi 4 mil indígenas que habita desde hace tres siglos entre las regiones de Ucayali y Huánuco, en el centro de Perú. 

Bajo el título de presidente de la Federación Nativa de Comunidades Kakataibo (Fenacoka), se ha sentado desde entonces con ministros, jefes de inteligencia, congresistas y comisionados internacionales para denunciar y entregar información sobre operaciones de narcotráfico en su zona. 

No van a dejar de matarnos: la cruzada de los kakataibos peruanos contra el narcotráfico

Herlín Odicio, presidente de los kakataibos. Foto: Luis Miranda.

Entre el 2011 y 2018, las comunidades de Puerto Nuevo, Sinchi Roca I y Yamino -donde se registraron las últimas amenazas y asesinatos a kakataibos-, fueron intervenidas por el Proyecto Especial de Control y Reducción de Cultivos Ilegales en el Alto Huallaga (CORAH). 

A lo largo de esos años, se erradicaron 581 hectáreas de cultivo ilegal de hoja de coca, 500 veces la extensión de la Plaza de Armas de Lima. Sin embargo, todavía queda mucho por hacer. Según fuentes del ministerio del Interior, recientemente se identificaron otras 362 hectáreas de coca a intervenir. 

En promedio, una hectárea produce 1,125 kilos de hojas secas. Cada arroba de coca cosechada (11 kilos y medio) puede costar cerca de 75 soles en el mercado negro. Procesado en forma de pasta básica, el precio aumenta a 22 mil soles.

En su forma final, clorhidrato de cocaína, los narcotraficantes pagan hasta cuatro mil soles por kilo, o sea, cuatro soles por gramo. Una ganga si consideramos que, según cifras de Global Drug Survey de 2019, el mismo gramo puede valer 65 dólares en Estados Unidos y 257 en Nueva Zelanda.

No van a dejar de matarnos: la cruzada de los kakataibos peruanos contra el narcotráfico

Pero esta lucrativa industria tiene otro tipo de costos más allá del dinero: la violencia. Las comunidades indígenas lo testifican a través de sus viudas y huérfanos. La milenaria hoja de coca, tan venerada en la región desde hace más de 600 años, ha envenenado el día a día de los pueblos originarios de la Amazonía. 

Hoy son comunes las desapariciones, las matanzas, las amenazas de muerte, la quema de propiedades, los exilios, los enfrentamientos entre indígenas y la terrible sensación de que tu hogar es territorio enemigo.

Aunque el Protocolo para garantizar la protección de personas defensoras de derechos humanos, aprobado en 2019 por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (Minjusdh), monitoreó con llamadas telefónicas a 103 personas en riesgo, 68 de las cuales cuentan con medidas de protección, todavía quedan muchos sin mapear. 

Ejemplo de ello son los diez defensores indígenas (cuatro de ellos kakataibos) que, según la Defensoría del Pueblo, han sido asesinados desde que empezó la pandemia por efecto de negocios ilegales, como el narcotráfico. 

El 14 de mayo pasado, Odicio estuvo con los jefes de otras federaciones amazónicas golpeadas por organizaciones criminales. En el auditorio del hotel Costa del Sol, en Pucallpa, se instaló una reunión entre ellos y funcionarios del más alto nivel del gobierno de Francisco Sagasti. 

Las autoridades estaban ahí para contarles del nacimiento de un nuevo “mecanismo de protección” para líderes indígenas cuyas vidas corren peligro. “Quiero hacer una pregunta”, dijo Odicio con calma. “¿Cuál es la garantía de todo esto? Díganos la verdad. No la hay. Seguramente nosotros seremos los próximos asesinados”. 

No se equivocaba. Apenas un mes antes él mismo se encontraba refugiado a 600 kilómetros de Yamino y a once minutos del puerto del Callao, desde donde mensualmente salen escondidas toneladas de cocaína al extranjero.

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Ubicación de Yamino, Sinchi Roca I y Puerto Nuevo, las comunidades donde se han registrado las últimas amenazas y asesinatos de kakataibos. Montaje: Nicolás Cisneros.

La comunidad de Yamino, hogar del presidente kakataibo Herlín Odicio y donde viven casi 400 indígenas, se encuentra en la provincia de Padre Abad, a cuatro horas de la ciudad de Pucallpa, rodeada por kilómetros de cultivos de palma aceitera. 

La puerta de Yamino es de aproximadamente tres metros de ancho. Al lado, en una silla de madera, está el vigilante -al que llaman ‘tranquero’-, encargado de controlar el ingreso. No parece gran cosa, pero ese guardián junto al bloque de metal en medio del bosque puede ser la diferencia entre la vida y la muerte para los indígenas de esta comunidad.

A inicios de 2021, uno de los vigilantes sufrió una paliza. Dos motoristas se acercaron a gran velocidad hasta el portón y pidieron hablar con los dirigentes, sin especificar nombre. El ‘tranquero’ preguntó el motivo. Los visitantes guardaron silencio hasta que, de un momento a otro, comenzaron a insultarlo y golpearlo en el rostro, el estómago y la espalda. 

Antes de que los comuneros pudiesen capturarlos, los dos extraños volvieron a la moto y huyeron de prisa. 

“Si contamos al ‘tranquero’, somos hasta siete los que vivimos en peligro”, dice el apu Claudio Pérez, presidente de la comunidad de Yamino. “Acá en Yamino estás con tu gente, pero si vas a Pucallpa o Aguaytía solo no sabes si te los vas a encontrar. O si regresas”.

Pérez se encuentra en el local comunal con sus “monitores”: los vigilantes ambientales más experimentados. Ellos patrullan cada rincón del territorio para que esté libre de invasores, colonos y cocaleros. Lamentablemente, en la última década cerca de 40 hectáreas (56 canchas de fútbol) han sido deforestadas por estos. 

Aún así, las autoridades aseguran que esta es una de las comunidades del cinturón de Huánuco-Ucayali-Pasco mejor organizadas para la protección de sus bosques. 

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Foto: Hernán P. Floríndez.

El trabajo de los monitores comienza cuando llega una “alerta temprana” del Programa Bosques -del Minam- al local comunal, que cuenta con una débil pero valiosa señal de internet. El ministerio rastrea satelitalmente el territorio e informa cuando hay una inusual pérdida de cobertura boscosa. Entonces los monitores se organizan en grupos y van hacia las coordenadas indicadas. 

Su tarea es informar si hubo algún desastre natural (como derrumbes e inundaciones) o si, por el contrario, las pérdidas de vegetación son provocadas por actividades humanas. A lo largo de los años han encontrado, reportado y huído de cocaleros que invaden su territorio. Debido a esto, han sido amenazados de muerte en diferentes oportunidades. Muchos colonos alrededor de la comunidad les han puesto la etiqueta de “soplones”. 

César Rojas, coordinador de los monitores, cuenta que en más de una ocasión los patrullajes se tornaron peligrosos y temió por su vida. “Solo vamos con material de registro, provisiones, nuestro machete para el camino y nada más. No tenemos seguro de vida. Si me pasa algo ¿qué va a ocurrir con mi familia?”. 

Las internadas en la selva pueden durar hasta cinco días, dependiendo de la lejanía del lugar a patrullar. Sin embargo, los cultivos ilegales no siempre están escondidos en la profundidad del bosque. Apenas a unos 200 metros del local comunal, una familia huanuqueña posee una parcela ilegal de coca.

“Son personas a las que les decimos que ya va a venir la erradicación. Pero como no llega, entonces siguen dándole vida”, cuenta Rojas mientras arranca una de las plantas de raíz.

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César Rojas, jefe de los monitores en Yamino: “Cuando estamos trabajando en campo nos podrían asaltar y dejar muertos en cualquier lado”. Foto: Hernán P. Floríndez.

A pesar del miedo por las amenazas, está convencido de que su labor podrá cambiar la vida de la comunidad. En 2018, el Ministerio del Ambiente (Minam) firmó un convenio de conservación por tres años con la comunidad. A cambio, esta recibe 200 mil soles (50 mil dólares, aproximadamente) para el desarrollo agrícola y turístico de Yamino.

Los cuatro patrullajes mensuales que Rojas realiza le han permitido conocer las quebradas, cascadas, lagunas y montes más bellos de su pueblo. Mientras patrulla, imagina que se construyen caminos, miradores, puentes y zonas de campamento. Él podría ser el guía, piensa. 

Por eso quiere ganar esta batalla contra el narco: para que Lima y el mundo conozcan a Yamino como “uno de los mejores sitios turísticos”.

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Willy Pino -metro cincuenta, 39 años y mirada cauta- entiende el temor con el que viven Odicio, Rojas y los pobladores de Yamino. Hace siete años, él también tuvo que lidiar con el avance del narcotráfico en su comunidad kakataibo: Mariscal Cáceres. 

En 2014, como su jefe, llevó al CORAH las coordenadas de 36 chacras de coca ilegal. Por temor a represalias, solo comunicó por teléfono, informalmente, la ubicación de las parcelas, de dos a tres hectáreas cada una, escondidas en su territorio.

Ahora, en la ciudad de Aguaytía, muestra desde su moto el restaurante Kimwal, donde fue interceptado por tres narcos una tarde de septiembre de ese año. Él sabía que lo iban a buscar. Sus amigos le habían advertido que “los dueños de las cocas” estaban molestos por los operativos que él había impulsado. 

Los narcos se sentaron a su mesa, lo invitaron a pedir y le hablaron amablemente. Querían hacer “negocios”. 

“Yo tengo doce hectáreas de coca en tu terreno”, le dijo uno de ellos. “Nuestra gente es la que chambea allá, no tengas miedo. Nosotros vamos a hacer una bolsa de billete. A ti te vamos a dar unos 60 mil soles, pero quiero que con tu gente prohíban el ingreso del CORAH [a Mariscal Cáceres]”. 

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Willy Pino, exjefe de la comunidad Mariscal Cáceres: “¿Cuánta gente no caerá en las ofertas de los narcos?”. Foto: Hernán P. Floríndez.

Pino dejó que hicieran sus ofertas y preguntó lo mínimo posible. Las promesas se acumulaban: depósitos mensuales, contacto con policías en Lima, abogados, carros y un lugar de refugio. 

“En un momento les digo que yo quería estar en paz y que esto causaría que mucha gente joda. El más joven me acercó una maleta que pensé era de ropa y la abrió. Estaba llena de ametralladoras”. “Mira acá”, le dijo, “no tengas miedo. Acá hacemos ley, chévere, ¿estamos? Si alguien jode, ¿ves?, solucionamos rápido”.

Desde su servicio en el Ejército, en el 2000, Pino no había vuelto a ver subfusiles UZI como aquellos, capaces de disparar alrededor de 600 balas por minuto. La conversación se había tornado tensa. Los tres hombres frente a él esperaban una respuesta. “¿Entras o no?”, le insistían. 

“Yo les dije que sí quería, pero que la erradicación es ley del Estado y yo no podía parar eso”. “Si yo recibo el dinero y no logro pararlo, ¿qué me van a hacer? Bala, ¿sí o no? A mí no me gusta trabajar pendejadas. Yo soy bien legal”, respondió Pino.  

La respuesta no cayó bien. Los extraños no dejaron de clavar la mirada en los ojos del kakataibo. “Hagamos una cosa”, propuso Pino: “Uno [de ustedes] que se haga pasar por comunero e intentamos arreglar con el CORAH. Yo quiero ayudarles, pero para que ustedes vean que no puedo hacer nada”. 

Luego, en coordinación con ingenieros del CORAH y algunos efectivos policiales, armó un teatro. A la mañana siguiente, se subió a una camioneta con dos de los dueños del cultivo ilegal y se dirigieron al campamento de erradicación en Mariscal Cáceres. 

“Allí conversamos con un militar y un ingeniero. De frente como que me puse a protestar: ‘¡Cómo ingresaron sin avisar, éste es mi territorio! Acá necesitan permiso, una licencia’, pero me callaron rapidito”, dice.

Los supuestos comuneros también amenazaron con traer más gente a protestar si no se retiraban. Pero los militares, ya avisados, no cedieron. Había resguardo armado en esa zona y cualquier ingreso podría ser mortalmente peligroso. “Se acabó la visita”, les terminaron diciendo.

Volvieron a la camioneta y regresaron en silencio. Una vez en Aguaytía, antes de bajar del auto, uno de ellos le comentó: “Ya vi que vamos a perder la coca, ¿pero sabes qué? Cuando acabe la erradicación hagamos negocios. En Santa Ana tenemos producción. Queremos hacer unas pistas”. Pino pidió sus números de teléfono, pero se rieron de él. “Tranquilo, nosotros te ubicamos. Allá o acá te ubicamos”.

Desde entonces, el exlíder cuida sus movimientos. Aunque han pasado años, intenta no estar mucho tiempo ni en las comunidades ni en la ciudad. No ha vuelto a ver a esos hombres. Tampoco ha vuelto al restaurante Kimwal, donde lo emboscaron. Lo que sí ha vuelto, dice, son las siembras de hoja de coca en Mariscal Cáceres. 

“Desde la comunidad me mandan fotos de cómo está la cosa allá. Hay más pozas ahora y no sé. Yo pienso que son ellos mismos, que otra vez deben estar dando vueltas por acá”, relata Pino en el local de Fenacoka. 

Ahora reparte el tiempo entre su chacra y la organización de familias kakataibos bajo la federación.  

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Yamino. Foto: Hernán P. Floríndez.

El 7 de septiembre de 2020, Herlín Odicio tuvo que lidiar cara a cara con narcotraficantes. Se encontraba en Yamino, en casa de un primo, cuando una tía suya interrumpió para decirle que la enfermera del pueblo lo esperaba en su casa. Nunca imaginó que allí lo estaría esperando uno de los narcotraficantes que coordinaba la producción y salida de droga en su zona. 

“Me dijo que se llamaba Fernández. Su manera de hablar no era como peruano. Dijo que me estaba buscando hace tiempo para conversar”.

“Fernández” le enseñó videos de aterrizajes y despegues en los sitios más alejados de su comunidad. Quería multiplicar los envíos y necesitaba su ayuda.

“Dijo que me podían pagar 500 mil soles por vuelo. Querían que (la droga) salga cada 15 días. Yo tenía que dejar que estén en mi zona. Ellos sabían que yo no dejaba entrar y que había denunciado plantaciones antes”, dice Odicio. 

Cargar una avioneta con droga, desde que aterriza hasta que despega, demora en promedio cinco minutos, dependiendo de la habilidad del grupo. La tentación no era poca. Cinco minutos cada quince días por medio millón de soles. 

Esa noche de septiembre Herlín Odicio no pudo dormir. El narco “Fernández” le había dado tres días para decidir. En cualquier momento llegaría una llamada a su celular. “Sentía que el fuego se me venía encima”, recuerda. 

Las matanzas a líderes ambientales se habían incrementado en los últimos meses. En abril de 2020, el apu Arbildo Meléndez, jefe de la comunidad kakataibo Unipacuyacu, fue asesinado a balazos. Al mes siguiente, Gonzalo Pío, líder y defensor de la comunidad asháninka Nuevo Amanecer Hawai, fue abatido en Satipo, Junín. En junio, Lorenzo Wampagkit, el guardaparques de la Reserva Comunal Chayu Nain, fue acribillado en su propia casa. El 11 de septiembre, cuatro días después de su encuentro con el narco, el ambientalista Demetrio Pacheco encontró el cuerpo de su hijo tumbado en la Carretera Interoceánica. 

¿Estaba Odicio preparado para morir?

“Sentí la impotencia de no tener más opciones. Tenía que desahogarme. ‘Me van a matar, me van a perseguir. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué mejor no dejé que otro denuncie?”, se cuestionó esa noche bajo los maderos de su casa. 

Durante cinco días, Odicio no salió de su hogar.  Allí no tenía señal telefónica, por lo que cualquier intento de llamada sería inútil. “Yo siempre había imaginado la droga como una herida que debía curarla sí o sí. No he pensado en mis familias, ni en mis cosas. Solo pensaba en curar la herida y ya. Pero cuando ya estaba en el centro, en medio de la tormenta, recién miré a los costados”, relata.

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Cocal en Yamino durante la madrugada. Las plantaciones renuevas sus hojas a metros del centro de la comunidad. Foto: Hernán P. Floríndez.

Después de varios días, cuando el peligro parecía haber amainado, salió escondido de su casa rumbo a la ciudad de Pucallpa. Allí se reuniría con los representantes de otras organizaciones indígenas para armar un pedido de intervención de emergencia en Yamino. Se convenció de que era el mejor camino que podía tomar.

“Teníamos que comenzar a decirle al mundo que los pueblos indígenas no vivimos felices. Si años atrás los dirigentes hubieran denunciado, de repente hoy estaríamos caminando tranquilos”.

Un par de semanas después, los mensajes empezaron a llegar a su celular: “Te vamos a sacar de donde estés”. “Te estamos buscando, vivo o muerto”. No había vuelta atrás: si antes se protegía en el seno de su casa, ahora éste era un blanco perfecto. 

Gracias a la ayuda de las ONG Instituto Bien Común, Amazon Watch y Protect Defenders, Odicio fue trasladado finalmente a Lima, donde aprovechó para denunciar las operaciones del narcotráfico ante el Congreso, el Ministerio de Justicia, el Ministerio del Interior, la Policía Nacional y el CORAH. 

Pero la violencia no termina ahí. Si bien Odicio espera que “barran” con todos los cultivos ilegales y que expulsen a los cocaleros, sabe que las intervenciones siembran otra cosa: rencor y ganas de revancha. “Nos han traído miedo y desconfianza. Cualquiera de nosotros puede morir mañana. Ellos vienen, sacan la hoja y se van, pero nosotros nos quedamos”.

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Mary Mendoza, esposa de Herasmo García: “Era un hombre de bien, hacía estudiar a mis hijas, trabajaba cargando plátano y de motorista. Hasta su patrón lo quería mucho”. Foto: Hernán P. Floríndez.

Los hermanos García Grau estaban en el templo, en la comunidad de Sinchi Roca I, cuando recibieron el mensaje de la muerte de Herasmo. Casi veinte kilómetros al sur, en la comunidad de Puerto Nuevo, Mary Mendoza lloraba frente al cadáver mojado de su esposo. Allí se habían conocido y hecho gran parte de su vida como pareja: la crianza de siete pequeños, la vida en una choza austera al borde de la comunidad y el trabajo en una chacra fértil que mes a mes los protegía del hambre. 

Luego de cada desayuno, Herasmo partía a la chacra para cosechar y cazar hasta el mediodía. La hija más pequeña de Mary lo esperaba para almorzar y enrumbarse con él hacia la escuela. Pero ese miércoles 24 de febrero almorzaron solas. Herasmo García no regresó y, después de unas tres horas, Mary Mendoza no soportó más la angustia. Cogió a sus hijas y salió a buscarlo al monte.

“Él había ido más allacito de mi chacra. Yo no tenía miedo. Estaba con machete, con mi costal atrás y con mis tres hijitas. Subo, subo, subo. Llamo pero no contesta. Ellas también lo llaman. Estuvimos dos horas caminando”, recuerda su viuda sobre aquella tarde.

La búsqueda fue en vano. Cerca de las seis, ya en la comunidad, acudió al teniente alcalde con la noticia de que su esposo estaba perdido. Minutos después los altoparlantes de Puerto Nuevo anunciaron la desaparición de Herasmo. Los hermanos Ríos Bonzano, vecinos de la comunidad, decidieron liderar la búsqueda a la mañana siguiente. 

Fueron ellos quienes encontraron el cadáver a 45 minutos de la comunidad. El cuerpo y la ropa estaban empapados, aunque en esos días no había llovido. “Tenía un baleado acá [en la cara]”, dice Abel, uno de los hermanos que lo encontró. “Se le había reventado la vista. Contamos dos disparos. Y ahí hemos llamado a sus familiares”.

Siete meses después, el homicidio de Herasmo García está aún en fase de investigación preliminar en la Fiscalía Mixta de Von Humboldt, a cargo de Víctor León Julca. 

Claudio García Grau, kakataibo de la comunidad de Sinchi Roca I y hermano de Herasmo, extiende un polo gris mientras su padre hace lo mismo con un short negro. Las prendas tienen rastros de sangre y tierra. Hay un agujero en la tela del polo. “Acá fue uno de los disparos”, dice Claudio.

Sinchi Roca I está ubicado en el distrito de Irazola, entre Ucayali y Huánuco. La entrada “oficial” a la comunidad está rodeada por el río San Alejandro, pero según denuncian los comuneros, por la parte de Huánuco han ingresado entre 30 y 40 familias ilegalmente. Ahora hay alrededor de 50 hectáreas identificadas por los kakataibo siendo usadas para cultivar hoja de coca y producir clorhidrato de cocaína. 

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Hermano y padre de Herasmo García. Foto: Hernán P. Floríndez.

Los dirigentes de la comunidad saben que eso pone en riesgo a los mil indígenas que viven ahí. Por eso no cruzan el río sin un grupo de tres o cuatro acompañantes con escopetas cargadas. Ya han sucedido episodios de narcos emboscando a mitad de la carretera o de quema de propiedades con mensajes intimidatorios. Allí, si quieres continuar viviendo, está prohibido meterse con el negocio de “las cargas”.

Alfredo García Grau, otro de los hermanos de Herasmo, cuenta que en más de una oportunidad han visto motos extrañas acercarse a la comunidad al otro lado del río. “Desde hace tres meses que siguen nuestro paso. Vienen, miran, se dan una vuelta y se van”. 

Las amenazas ya han cobrado vidas. Alfredo teme que el asesinato de su hermano haya sido sólo el comienzo de un ola de violencia y enfrentamientos. Pero para él los “invasores” no son el único problema. Cree que miembros de su propia etnia podrían estar vinculados a ellos.

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Tumba de Herasmo García Grau. Foto: Hernán P. Floríndez.

La familia se siente abandonada por todas las autoridades estatales: jueces, fiscales, policías, gobernadores y alcaldes. Las denuncias contra los invasores, los pedidos de auxilio por las amenazas que reciben los dirigentes y los reclamos por investigaciones sobre los últimos asesinatos están sin respuesta. 

A su lado, Claudio apunta a un montículo de arena a menos de un metro de nosotros. Un madero atravesado con restos de cera de vela reposa sobre él. “Aquí está enterrado mi hermano desde hace tres meses”, dice. 

“No me puedo olvidar de Herasmo, porque yo trabajaba con él. Casa he hecho con él. Todo he hecho con él. Siento como si me hubiera quedado inválida. ¿Cómo voy a poder trabajar? ¿Cómo voy a poder comprar?”, se lamenta su esposa, Mary Mendoza.

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Roberto Villar, director del CORAH, asegura que la institución tiene a más de mil erradicadores listos para retomar el trabajo paralizado por la pandemia de covid-19. Solo esperan la aprobación del nuevo Ejecutivo. “Tenemos el presupuesto, la información, y entre las primeras zonas que erradicaremos están las comunidades donde han matado a nuestros nativos. Estamos a las órdenes”, concluye el general en retiro.

Mientras tanto, Herlín Odicio está de vuelta en la comunidad de Yamino. No puede decir en qué casa exactamente se está quedando ni por cuánto tiempo permanecerá. Pero en la comunidad casi todo sigue tal cual lo dejó a inicios de este año. El río, las lluvias, las misas de la iglesia, los perros y los cerdos revolcándose. Quizá lo único nuevo es que ahora él porta un papel del Ministerio de Justicia, fechado el 20 de julio, que establece “acciones urgentes de protección” policial y legal por un “nivel de riesgo estimado como alto”.  

“Yo espero que esto sirva para algo, el narco no va a parar. Seguro que en unos meses tendremos más malas noticias(**). Solo espero no estar en ellas”, dice.

“¿Vale la pena todo esto? ¿Aunque te maten?”, le preguntamos. 

“Sí”, dice, “es un inicio. No se resuelve todo, pero ¿sabes?, es como lo que hablamos de mi niñez. Yo siento muy feliz a ese niño que quería ser líder, estoy tranquilo. Como que me abriga. Esto quedará en la historia de mi pueblo. Es el inicio. Sé que falta mucho, pero ya empezamos”. 

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Notas:

(*) Los especialistas del Instituto de Defensa Legal solicitaron protección al Minjusdh para los indígenas amenazados que fueron entrevistados. 

(**) El 24 de septiembre de 2021, uno de los tíos de Herlín, Merino Odicio, denunció haber sido atacado por tres encapuchados camino a la comunidad de Mariscal Cáceres. Lo golpearon e intentaron cortarle la oreja con un cuchillo. Cuenta que la amenaza está relacionada con el reinicio de la erradicación del CORAH en la zona. La Fiscalía ha iniciado las primeras diligencias. 

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