Érika Barnett y Alberto Mellado encabezan la lucha por la conservación de Tahejöc o la Isla Tiburón, el corazón de la Nación Comcaac, un pueblo indígena ubicado en Sonora, México. Un huerto orgánico que da frutos en medio del desierto, la siembra de un manglar para frenar el cambio climático y el monitoreo, protección y rescate de especies que habitan la isla más grande de México, están entre su lista de logros.
Érika y Alberto no caminan solos cuando se abren paso entre los manglares de la isla. A su lado, sobre la arena y el agua, avanzan sus ancestros, de quienes heredaron el conocimiento para cuidar y respetar su territorio, el corazón de la Nación Comcaac: Tahejöc o la Isla Tiburón, considerada la más grande de México, ubicada en el estado de Sonora.
Juntos rompieron el mito de que los pescadores no cosechan, pues lograron que un huerto diera frutos en pleno desierto y mar. También sembraron un manglar para frenar el cambio climático. Mientras el mundo combatía al SARS-Cov-2 durante 2020, lucharon contra un virus que amenazaba con la extinción de las liebres endémicas de la isla. Su isla.
Érika Barnett (32) y Alberto Mellado (36) son una pareja de esposos originarios de Socaaix y Haxöl Iihom —o Punta Chueca y El Desemboque, por sus nombres en castellano—, las dos comunidades que integran al pueblo indígena comcaac.
Son líderes entre los más de 300 guardianes de la zona, que abarca 120 mil hectáreas de isla y otras 90 mil en la costa de Sonora, en tierra firme. Todo forma parte de este territorio sagrado, propiedad legal de la Nación Comcaac por decreto presidencial desde 1975, y que comprende también los mares adyacentes a la Isla Tiburón y a las islas del Golfo de California.
A pesar de la riqueza territorial y cultural de un pueblo milenario, poseedores de una lengua como ninguna otra —el cmiique iitom—, sus comunidades viven en marginación y con numerosas carencias que empiezan por el nulo acceso al agua potable.
Érika y Alberto aprendieron a observar al mundo con dos visiones: la de su pueblo —con el espíritu y el entendimiento del universo— y la del exterior —con los años de profesionalización occidental en materia de conservación con instituciones públicas y organizaciones no gubernamentales. Su objetivo es resolver los problemas y conservar lo que le pertenece a su gente.
Esa cosmovisión la transmiten a sus dos hijos pequeños: Adrián (5) y Sennel (8), cuyo nombre, traducido de su lengua originaria, significa “Mariposa”. A su corta edad, ambos caminan sobre los pasos que imprimen sus padres, igual que ellos lo hicieron con sus ancestros.
Érika y Alberto aparecen frente a la cámara a través de una videollamada en la plataforma Zoom. Ella, con una gorra de camuflaje militar sobre su larga cabellera negra y lacia que cae detrás de sus orejas y encima de sus hombros. Él, también con gorra y lentes, usa un collar tradicional hecho con vértebras de serpiente alrededor del cuello de su chamarra. Ambos sonríen.
¿Qué significa la palabra “territorio” para ustedes?
Alberto: Nuestro pueblo tiene aquí milenios, 14 mil años. Somos los primeros hombres en llegar a este lugar y es la herencia que ha pasado por incalculables generaciones hasta nosotros. Aunque ahora es más pequeño que antes de la llegada de los españoles, este territorio es lo que le queda a nuestro pueblo.
Cuando nacemos, no es que sea nuestro, sino que somos parte de él y el territorio es parte de nosotros. El territorio son las islas, la cara interior de Baja California, el mar y esta parte de la costa de Sonora. Tiene agua, vegetación, animales, playas y cerros donde habitamos, nos movemos, alimentamos y subsistimos.
¿Y de dónde les vino el interés por conservarlo y, al mismo tiempo, defenderlo? ¿En qué momento decidieron que esta sería su forma de vida?
Érika: [De] Adolescentes, más o menos, [que es] cuando empieza cada quien a hacer algo que ayude al territorio. Entonces te enfocas en continuar haciendo lo mismo u otras cosas.
Alberto: Es en la adolescencia cuando tomas conciencia de que este es el patrimonio que tenemos, que antes se defendía con la vida, en las guerras, pero ahora se hace de otras maneras.
Erika Barnett y Alberto Mellado encabezan la lucha por la conservación de Tahejöc o la Isla Tiburón, en Sonora, México.
Defender el territorio le ha costado la vida a muchas personas en América Latina y los defensores indígenas no son la excepción. ¿Ustedes han enfrentado riesgos por su trabajo?
Alberto: Claro, porque este lugar es y sigue siendo codiciado desde los tiempos de la Escalera Náutica [2001], que eran desarrollos turísticos a lo largo de toda la costa de Sonora, en el Golfo de California.
Este lugar fue codiciado por el oro que supuestamente debe haber por ahí. También por el agua de la costa de Hermosillo, que está en manos de particulares que están explotando los mantos acuíferos, las reservas subterráneas de agua en el desierto. Es codiciado para el turismo, la hotelería, la minería, la acuicultura, para hacer granjas de camarón y muchas cosas que a lo mejor ni imaginamos.
Para todos esos intereses ha habido luchas: evitar la minería, los grandes desarrollos turísticos, la contaminación, la pesca clandestina, la cacería furtiva. Todas esas son situaciones donde participamos para defender lo que es de nosotros. Ejercemos nuestro derecho a cuidarlo exponiendo la vida frente a un rifle, a una máquina que quiere destruir el territorio, a una panga de pescadores clandestinos que traen más motor y tamaño que uno. O frente a gente rica de traje y corbata, que igual amenaza esta tierra y te intimida. Te dicen que no vas a ganar, que ellos tienen armas legales, que ellos tienen dinero, que nosotros somos gente pobre y, a lo mejor, poco afortunada.
Tratan de convencernos de que [tener] un poquito es mejor que no tener nada. Afortunadamente, hay una fuerza colectiva en toda la tribu que reacciona. Siempre estamos reaccionando. Ellos, con las intenciones de apoderarse de la tierra y los recursos, siempre están delante de nosotros. Nosotros siempre reaccionamos para defendernos. Y es riesgoso para todos. No nada más para nosotros en algunos frentes, sino para todos los habitantes de la comunidad. La vida, la integridad y la libertad peligran.
De entre todas las dificultades que han enfrentado al luchar por el medio ambiente en territorio Comcaac, ¿cuál ha sido la más difícil? ¿Lograron vencerla?
Érika: El tema más difícil es el problema del agua, porque yo trabajo en el huerto.
Alberto: Yo también lo creo. Ese problema lo hemos tenido como pueblo, no solo nosotros, sino los dos pueblos, la tribu entera. El agua es una dificultad que no hemos podido superar a pesar de toda la capacidad, los medios y la ayuda.
En Punta Chueca hay una desaladora y en Desemboque un pozo. Aún así seguimos sin agua o con las condiciones más marginales. La otra que creo que nos está derrotando es la pesca, que está abajo en capturas (de peces). La tribu entera necesita 84 pangas (lanchas de motor) y se sostienen con 20. Es un déficit de 60 embarcaciones para que todo el pueblo tenga trabajo digno, y es una tristeza porque son medios de producción muy caros. Los pocos que hay pertenecen a compradores de fuera. Estamos hasta abajo en la cadena de producción de la pesca.
Lo otro es la organización del pueblo entero. Nuestra tribu era nómada, recolectora, pescadora y cazadora. Eran familias dispersas, separadas treinta kilómetros una de otra. Desde hace 70 años vivimos en comunidades, apenas estamos empezando a vivir en pueblos. Si comparas con las grandes civilizaciones, que casi siempre tienen un río, agricultura, ganadería, tecnología, imperios, monumentos, miles de personas, sistemas donde la gente está acostumbrada a vivir junta, nosotros no.
No hemos sabido ser una comunidad. Estamos en proceso de construir una organización desde los pueblos. Ha sido un reto, porque la organización es la base para poder prosperar y resolver más rápido lo que nos está lastimando.
Háblenme de sus proyectos actuales., ¿Qué es el Huerto Orgánico Socaaix? ¿Cómo ha sido lograr frutos en el desierto?
Érika: Empezamos con esto hace casi cuatro años. Va muy bien y ahorita estamos tomando unos cursos. Estamos sembrando, cosechando y cuidando el huerto. Hay tomate, acelgas, calabacita, betabel, rábano y maíz. Las personas que trabajan conmigo somos nosotros y otras nueve familias más. Tenemos dos huertos: uno de diez por diez metros y otro de cinco por cinco.
Alberto: Creo que ha llamado mucho la atención porque se demostró que sí se puede hacer entre nosotros mismos. La gente de afuera nos decía que los pescadores no cultivan. Por mucho tiempo, ante la idea de un huerto, [esas] eran las expresiones de nuestra gente y de la de afuera. Mataban la idea antes de nacer. Como si fuera muy difícil o casi imposible.
Érika: Y que esta tierra no está hecha para sembrar.
Alberto: Y que no tenemos agua. Pero, con el intento de Érika y nuestra hija, en el primer huertito se logró. Incluso nosotros mismos, los primeros 20 o 25 días, entre que sembramos las primeras hortalizas y la germinación, a veces parecía que estabas regando la pura tierra y que nunca iba a salir nada, hasta que empezaron a nacer las plantas.
Vimos que pudimos, a pesar de que la tierra no era la mejor y que el agua era escasa. Érika ha sido autodidacta en esto. Siempre había querido tener un huerto. No tomó un curso ni nada, sino intentando. Cuando se logró, fue cuando ya hubo más seguridad de intentarlo cada vez más grande, año con año. El máximo que llegaron a alcanzar fue de 19 especies cosechadas en un año.
Usamos la misma agua de la desaladora, que nos da para vivir, solo que compartida con el huerto. Tenemos la idea de expandir a 20 huertos en la comunidad, pero estamos en proceso de consolidar que el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) apoye a esas 20 familias para hacerlo. Ahora ya pasamos de la experiencia autodidacta de Érika a un entrenamiento en permacultura y creación de huertos formalmente, con el apoyo del INPI y facilitadores.
También tienen un vivero para la reproducción y siembra de mangles. ¿Por qué es una acción importante para frenar el cambio climático en la región?
Alberto: El cambio climático, aquí, se está notando en una modificación de la línea de costa. Se están modificando las playas, se acidifica el océano, y también se nota en fenómenos naturales más adversos como huracanes más intensos o sequías más intensas.
El manglar es una especie que secuestra carbono y es más eficiente que la selva tropical, hasta 50 veces más. Combate la erosión de la costa y nos protege a las comunidades y al territorio del efecto de los vientos, oleajes y huracanes. Aparte, son criaderos en el mar para las especies que pescamos y comemos. Por eso nos enfocamos en trabajar en mangles.
Tenemos el único manglar no impactado por el hombre en el noroeste de México: 862 hectáreas de manglar en el territorio en 11 zonas de la Isla Tiburón y en tierra firme. Conseguimos construir un vivero, fue el paso uno, y logramos la producción de 4 mil 200 plantas de manglar y la propagación de esas 4 mil 200 plantas en cuatro esteros del territorio.
Érika y Alberto rompieron el mito de que los pescadores no cosechan y, además, sembraron un manglar para frenar el cambio climático.
Y, a propósito, ¿cómo les va con la conservación de especies de animales en la Isla Tiburón? En 2020, durante la pandemia de covid-19, también enfrentaron a un virus que atacó a las liebres, ¿verdad?
Alberto: Sí, estamos por entrar a trabajar de nuevo en eso. En el año de pandemia de covid-19 detectamos la enfermedad hemorrágica viral de los conejos tipo 2. Es un virus exótico europeo que, de alguna manera, infectó todo el norte del continente americano y se dio hasta en la Isla. Se manifiesta en la mortalidad masiva de liebres.
La detectamos, reportamos, tomamos muestras de los cadáveres y las mandamos al laboratorio de referencia de Senasica [Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad Agroalimentaria] y a Conanp [Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas], donde confirmaron la presencia del virus.
Se hizo un dispositivo de atención de la emergencia sanitaria en todo el noroeste de México, no solo aquí, y continuamos detectando cadáveres y enterrándolos para que no se siguiera dispersando la enfermedad, porque el virus permanece en los cuerpos de las liebres. Una liebre sana puede llegar a comer, enfermar y llevarse la enfermedad a otros lugares.
Como es una enfermedad que solo afecta a liebres, existía el riesgo de que se extinguieran de la Isla. Se llaman Lepus alleni tiburonensis. Por eso combatimos la dispersión de la enfermedad, para tratar que sobrevivieran liebres en algunos rincones y pudieran recuperarse con el tiempo. A eso nos dedicamos y sí llegamos a ver liebres sanas al final del trabajo.
La enfermedad no hay manera de combatirla. No hay un antibiótico o una manera de aliviar a las liebres enfermas, porque las mata en dos días. Era todo lo que podíamos hacer. Y funcionó: dejaron de verse cadáveres nuevos. Esa era una señal de que no estaban muriendo más liebres. Este año vamos a visitar un rincón de la Isla que no pudimos ver en aquel tiempo.
Creemos que si no hubiéramos participado, los efectos habrían sido distintos. Como son alimento de carnívoros, como los coyotes, y además son herbívoros, controlan las plantas, tienen una función en el ambiente. Si los quitas hay un desequilibrio en la Isla. Nosotros aprendimos sobre protocolos de bioseguridad, muestreos genéticos, veterinaria y necropsias, cosas que, por mucho tiempo, no habíamos tenido oportunidad.
¿Cómo influyó la pandemia de covid-19 para frenar o impulsar sus proyectos? ¿Cómo se ha vivido la pandemia en Socaaix, donde ustedes residen?
Alberto: Se detuvo todo. Nosotros nos apoyamos con las instituciones y todo el aparato del Estado se frenó. Al igual que en la ciudad, se detuvieron los trámites, las instituciones y los fondos. Todo se fue a salud y a la reconversión hospitalaria. Solo pudimos sacar adelante el huerto por nuestra cuenta. Teníamos las liebres y ya estábamos trabajando los mangles. Ya habían arrancado, pero la pandemia sí los complicó.
Érika ya estaba trabajando con el huerto y, como era en casa, no implicaba riesgo de enfermar. Los manglares son al aire libre y estuvimos sanos como pueblo hasta junio de 2020. Mientras desde marzo enfermaban en las capitales y luego en las ciudades, aquí la enfermedad llegó hasta mediados de junio, casi en julio. Eso nos dio chance de trabajar cuando menos con normalidad al aire libre.
Si un día el gobierno de México les dijera que puede darles las herramientas y todo lo que necesiten para concretar uno solo de sus proyectos, ¿cuál sería y qué cosas pedirían?
Alberto: El agua en los dos pueblos. Creo que, si resolvemos lo del agua, se resuelve el asunto de la salud, la calidad de vida, la higiene, tener más huertos, más negocios. Hasta me he llegado a imaginar un “carwash”, una pescadería, una lavandería. Todo lo que me imagino de un futuro próspero de nuestras comunidades involucra al agua.
Ahorita ni siquiera se puede soñar con diversidad de negocios o trabajos, hotelería o restaurantes. Lo que imagines que la gente quiera hacer implica agua. Creo que, si resolvemos el agua, se abrirán los candados del rezago en el que estamos. Se necesita voluntad política.
A un lado de nosotros, en Bahía de Kino, a 30 kilómetros de aquí, el año pasado acaban de hacerle un pozo nuevo por más de 20 millones de pesos. También están poniendo un drenaje como de 40 millones. Creo que si se puede hacer eso, también es posible poner un pozo en Punta Chueca que resuelva definitivamente el problema. En Desemboque sí tienen agua y un pozo, pero el problema es con la Comisión Federal de Electricidad (CFE), por una deuda de menos de 200 mil pesos.
Creo que es más de humanismo de los gobiernos municipal, estatal y federal, y también de un poquito más de nuestra parte, estar más organizados para poder resolver esto.
Cuando no están salvando al mundo desde Socaaix, ¿qué hacen?
Alberto: Yo escribo o escribía, leo o leía. Ya no sé, ahora tengo menos tiempo. Tengo la escritura abandonada desde el año pasado y, bien chistoso, porque en pandemia, a pesar del confinamiento, no sentimos aburrimiento porque siempre hubo algo que hacer. La gente perdió su salud, su empleo o murió. Perdió una o las tres juntas, y tuvimos la suerte de que ninguna de esas nos tocó a nosotros.
No hemos enfermado, aunque más de medio pueblo enfermó. Conservamos el trabajo y eso nos dejó resistir la pandemia en condiciones más fuertes que muchas otras casas. Fuera de eso, no tenemos mucha vida social.
Érika: Llevamos a los niños, Sennel y Adrián, con los abuelos. Vamos a la playa a caminar, a meternos al mar, a recolectar comida del mar. Hay caracoles que comemos y que las mujeres usan para hacer collares.
Alberto: Los niños son muy de casa, no salimos mucho. Sennel ya tiene ocho años y está empezando a venir a los cursos y sale a campo con nosotros. Se sube conmigo en la panga y vamos a los esteros, a los mangles. Ayuda en el vivero, en el huerto. A los dos les gusta y saben compostar. Están tomando el curso de Érika ahorita.
A veces agarramos el carro y salimos a Kino a dar la vuelta, a comer. Eso sí nos gusta, es nuestro hobbie: comer fuera o compramos para cocinar nosotros, con los vegetales cosechados en casa.
Ilustración de portada: Rocío Rojas