Viller Flores Huillca comanda la brigada de guardaparques y bomberos forestales de Machupicchu, en el Cusco. Desde hace 21 años se dedica a la conservación, protección y monitoreo de las especies de flora y fauna de esta área natural protegida. Apaga incendios sin agua, rescata animales en peligro de extinción y va armado con una brújula y una cámara fotográfica. Su labor ha cruzado las fronteras peruanas. Hoy trabaja en una solitaria maravilla del mundo.
Para proteger vidas, el guardaparque Viller Flores Huillca (Cusco, Perú, 1973) ha visto de cerca la muerte. Lo hizo cuando creyó que estaba en el infierno durante un incendio, cuando rodó por una montaña en llamas, y cuando un aluvión llenó de lodo su puesto de control en el Santuario Histórico de Machupicchu, en el Cusco. En todos los casos rezó y, en todos, luego volvió al lugar. Viller sonríe al admitirlo. “Le dije a Dios que si quiere que siga con esto, me deje todavía respirar”, recuerda. Y ahí está ahora, como hace 21 años, al pie de una maravilla del mundo.
Este hombre de 47 años, quechuhablante, productor agropecuario, comanda a los 35 guardaparques que protegen, conservan y monitorean las especies de flora y fauna de esta área natural. Son los ojos de 37 mil hectáreas, que van más allá del sitio arqueológico de sangre inca. Aquello que para más de un millón de turistas extranjeros es solo un destino de vacaciones al año, para Viller es un hogar hace dos décadas.
Un hogar que también ha puesto su vida al límite. Viller, hijo de un agricultor y ama de casa cusqueños, debe controlar incendios con matafuegos, machetes y sin agua; buscar el diálogo con las poblaciones que ocupan zonas protegidas, y defender animales en extinción de hombres armados.
Un día puede dirigir la brigada de bomberos forestales de Machupicchu y del Perú; otro día descubrir especies desconocidas a miles de metros sobre el nivel del mar, y al día siguiente rescatar a militares de nevados. Esas son algunas de sus funciones dentro del Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Sernanp), por las cuales, incluso, ha sido reconocido como “Guardaparque destacado” en un congreso latinoamericano el 2019.
En el Perú, cerca de 700 hombres y mujeres son los protectores de 76 áreas naturales. En el mundo, esta labor de “alto riesgo” ha provocado la muerte de 871 personas entre el 2009 y 2018, según denunció el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF).
Pese a ello, ahí está Viller, en el puesto de control Piscacucho listo para hablar en plena cuarentena. Ya es el día 20 de su estadía en Machupicchu. En el 22 volverá con su familia a Urumbamba, en el corazón del Valle Sagrado de los Incas. “Ahí estoy solo de visita”, dice. Y vuelve a sonreír al admitirlo. Son las nueve de la noche y el guardaparque sigue uniformado. Se sienta un momento para darle voz a una labor silenciosa.
¿Cómo se vive la pandemia en una ciudadela inca?
Esta podría ser la segunda vez, porque la primera fue en el 2010, cuando hubo el rebalse del río. El caudal aumentó por el temporal de lluvias y tuvimos una paralización de un mes o mes y medio, en el que no entraba el turismo porque colapsó la línea férrea. Aunque ahora sí es bastante preocupante porque no hay ni un turista en la misma ciudadela, Camino Inca, ni en la población. Todos los ingresos están absolutamente cerrados.
Pero lo gracioso es que hay especies que están empezando a salir de su hábitat normal. Hemos visto una garza de la zona que ya salió a la población, al estacionamiento de los buses. Estaba ahí caminando, ja ja ja, gracioso, y vimos bastantes familias de osos de anteojos y otras especies. Es novedoso ver ese tipo de animales que están transitando casi libremente ahorita. Y también se ha visto en la misma llaqta (antiguo poblado andino, en este caso, Machupicchu) al oso caminando sin ningún tipo de “fastidio”, digamos, de otras personas.
¿Caminan como si fuese su casa; o, quizá, en realidad lo sea y, más bien, nosotros hemos sido los “invasores” de ese espacio?
Sí… nosotros invadimos sus espacios naturales. Antes me imagino que la ciudadela ha estado bastante boscosa y desde su descubrimiento ha empezado a ser impactada por la presencia del hombre. Eso ha hecho que ellos se alejen de sus espacios. También los incendios forestales. La población ha empezado a cubrir sus áreas, entonces ellos se alejan. Pero ahora tienen un lugar de libre tránsito, donde buscan sus alimentos. Es como si lo estuvieran recuperando. Pero no lo vemos de esa manera nosotros, ¿no? Lo vemos de otra.
Usted llegó hace 21 años a Machupicchu. ¿En qué momento se convirtió en guardaparque?
Yo llego ahí por razones del destino al haber terminado mi carrera Producción Agropecuaria. Iba hacia Quillabamba (ciudad del Cusco) y, por casualidad, tuve una parada en Machupicchu y como me encanta siempre visitar, me quedé en la casa de un familiar que vive cerca. Vi las convocatorias, a las personas que trabajan ahí y pregunté: “¿Ellos quiénes son?”. “Son guardarparques”, me dijeron. “¿Y qué hacen?”. “Esto, esto, esto”. “¡Ah no —dije— a mí me gusta!, ¡yo quiero eso!”.
La función de un guardaparque es hacer investigación, patrullaje, explorar nuevas zonas, conservar, proteger e identificar especies de flora y fauna en su hábitat. Incluso, hay que levantarse antes que los animales para que puedas encontrarlos y hagas el conteo. Verlos así (hace un gesto de cercanía), pero no los puedes tocar. Estás frente a cualquier especie de animal y lo ves en su aspecto silvestre. A veces, ellos ni cuenta se dan. Los grabas, lo filmas, les tomas fotos. Te aproximas lo más cerca que puedes. Nosotros siempre decimos que mucha gente paga por ver, por hacer eso y nosotros tenemos esa dicha de estar, de disfrutar el aire libre, respirar lo profundo que puede ser un área natural protegida.
¿Cree que su trabajo es un privilegio?
Es más que un privilegio. Es un regalo de la naturaleza, en el que Dios nos ha puesto ahí para que podamos seguir adelante y cuidarla. Es dedicación. A veces dices: “Yo tengo otras oportunidades”, pero la convicción que uno tiene hacia esto no te permite parar y sigues, sigues, sigues hasta donde te dé el cuerpo (…). Es vocación, te tiene que gustar la naturaleza. Te enamoras del espacio y te quedas. Tiene un imán. Sales a patrullar en medio de la lluvia, en nevados, puna, selva, ceja de selva, calor, frío. Hay de todo.
¿Y en sus 21 años ha pasado por todo eso? ¿Ha recorrido las 37 mil hectáreas del Santuario?
Sí, tengo la oportunidad y el grato honor de decir que he caminado casi toda la frontera de Machupicchu. Claro, lógicamente, el nevado no se puede todo, me faltaría escalar, aunque ahí también hemos hecho trabajos de retroceso glacial. Cada año hacemos ese monitoreo. También tengo experiencia en escalar, rescate, manejo de cuerdas.
Y si solo hablamos del complejo arqueológico de Machupicchu, podría decir que, al mes, voy entre 10 y 15 veces. Uno tiene la puerta abierta. Yo lo considero mi hogar y, más bien, cuando voy a mi casa, estoy ahí solo de visita.
¡Diez a quince veces! ¡Hay gente que vive para ir solo una vez a Machupicchu!
Sí, eso mismo. Cuando vamos allá, no nos cansamos de darle toda una vuelta a la ciudadela. “¿Subo?”, me pregunto (para tomar un atajo). Y me respondo: “No, no, me tengo que dar toda una vuelta, porque si no, es como si no hubiera venido”.
Yo no me canso de verlo seguido. Siempre es enigmático. Hay algo que encuentras novedoso, te impresiona o lo ves como si fuera algo nuevo. Yo siempre digo: “Voy a subir a la ciudadela a recargar mis baterías”, ja ja ja. Siempre hay una energía que fluye ahí. Es algo diferente, no cansa; al contrario, regresas recargado con otra sensación de seguir adelante.
Hace un momento me habló del nevado. Si ustedes solo van armados con una cámara fotográfica y una brújula, ¿cómo es que han salvado a militares atrapados ahí, en el Salkantay (nevado)?
Ni siquiera funcionaban las brújulas. Era una orientación a instinto. La Fuerza Aérea estaba ahí arriba, pero subestimaron a los nevados, a los Apus, a los dioses andinos. Nosotros sí les tenemos bastante respeto al Salkantay, al Humantay, a la Verónica (nombres de nevados). Ellos decían: “Es chico este nevadito”, pero casi les cuesta la vida. Cayó un ‘nevadazo’ que no te dejaba ver ni a tres metros. Entonces ellos se dispersaron y a la medianoche tuvimos que rescatarlos en plena lluvia. Uno se fracturó el brazo, tuvimos que evacuarlos. Éramos 5 guardaparques, ellos eran 15. Pero sí sacamos a todos.
Siempre hay que pedirle permiso a los Apus, conversarles. Hay que hacerles un pequeño paguito con coca. Cada vez que vamos a esa zona, hay un compañero bastante creyente que hace un ritual, entonces le conversamos (al Apu) y les decimos que, por favor, nos conceda el día para que podamos cruzar el nevado y el abra. Siempre nos encomendamos a Dios para poder retornar a casa.
Pero, además de rescatista, usted es líder de los bomberos forestales. Hace dos años vi cómo lideró una emergencia que puso en riesgo a la Fortaleza de Kuélap (sitio arqueológico preinca de la región Amazonas). ¿Cuántos son los incendios que ha apagado sin agua en todos estos años?
Uy, un montón, incontables. Incluso fuimos a Chile por un incendio forestal a gran escala (año 2014). Primero fue atendido por los hermanos chilenos, pero cuando ya se salió de control, los países empezaron a solidarizarse y enviaron sus brigadistas, y ahí estuvo Perú. El reporte llegó directamente a Machupicchu donde está el cuerpo élite (sonríe) de los bomberos forestales a nivel nacional. Siempre me ha tocado dirigirlos y ver que la organización marche bien, con las medidas de seguridad, porque no es fácil.
En Kuélap, por ejemplo, donde me viste, la topografía no era tan accidentada y podíamos desplazarnos a lo largo de la pendiente. Bajamos, subíamos con todos nuestros equipos, las herramientas, la comida para el día, el agua, porque nadie te lo trae. Aquella vez lo apagamos a las horas de haber llegado. Yo siempre digo: “Cuando el bombero se prepara, el fuego se apaga solo”. El fuego dice: “Ah no, mejor me apago”.
¿Cuál ha sido el momento más peligroso que le ha tocado vivir?
Cuando hubo un aluvión en Machupicchu me quedé atrapado con tres compañeros en el puesto de control. Estábamos como en una isla: el aluvión se había llevado a todas las familias del lado izquierdo y las del derecho. Pensábamos que ya no salíamos de esa. Mis compañeros estaban sentados abrazándose y me decían: “Ven, hay que sentarnos, esto (la casa) se va a caer ahorita, ya colapsa”. Incluso, se habían despedido de sus familiares por teléfono. Eso era lo que más pena me daba.
Se movía toda la vivienda y no podíamos salir. Me puse a rezar, a llorar, pero no sé qué pasó, algo me entró en ese ratito y dije: “No, yo no me pienso morir acá atrapado, sin hacer nada”. Le pedí que me traigan una llave del almacén, pero no podía meterla (a la cerradura). Mi cuerpo temblaba. Yo pensé que las películas de terror se inventan eso que uno no puede poner la llave para prender el carro, pero es real. Sucede. Cuando logré meter la llave, abrí la puerta, saqué un hacha pico, moví a mis compañeros y todo lo pensé en segundos. Soy bien frío, no sé si así soy, pero reacciono para dirigir al equipo. Luego salimos, el lodo nos llegaba hasta el pecho.
Aluvión, incendios y hasta se ha rodado por montañas. ¿Ha sentido de cerca la muerte o vivido situaciones peligrosas muchas veces?
Sí, en situaciones críticas sí la vi (a la muerte). Bueno, me gusta desafiar, claro, prudentemente no imprudente (…). Para variar, he vuelto a trabajar en el sitio donde cayó el aluvión. Me dicen que es como para curar, una terapia o, digamos, para vencer el miedo.
Pero sigo en esta labor porque es parte de mi vida, mi quehacer cotidiano, parte de mi familia y, además, quiero siempre seguir aportando y dejando enseñanzas a los compañeros que vienen.
¿Siente que conoce más a la naturaleza y a sus especies que a los mismos humanos?
Sí, se podría decir que los humanos somos más agresivos a veces. He encontrado a personas que quieren cazar a los animales y no entienden que ellos son… naturales. Incluso una vez pagamos 200 soles (57 dólares) para que un poblador y un policía no le dispararan a una osa y sus dos cachorros por haberles hecho daño a sus granadillas, cañas de azúcar y maíz.
Yo no creo que los humanos seamos superiores a los animales. No, ellos tienen una forma distinta de vida, mucho más natural, inocente, sublime. Es su hábitat, no conocen el temor, no saben qué es tratar de capturarlos, ni hacerles daño. Ellos caminan normal. Y eso es lo que los guardaparques queremos hacer: que ellos tengan esa libre disposición, libre tránsito y que no estén enfrentados con los humanos. Porque también son una amenaza para los cultivos. Bajan a comer porque piensan que es normal y que no están haciendo daño a nadie. En cambio, nosotros sí sabemos: él me está haciendo daño, se lo está comiendo, me está destruyendo, se comió mi animal, mi vaca, mi ganado. Ellos cogen lo que encuentran.
La naturaleza lanza mensajes a la gente. Tú te quedas mirando un espacio y es como que te dijeran: “Acá estoy, mírame, identifícame”, “yo tambien estoy acá”. En otro lado, las aves te dicen: “Yo aquí”. En otro lado una planta: “No, acá yo”. Todos te reclaman su parte. Y hay que atenderlos a todos
Para usted, ¿por qué es valiosa la labor de un guardaparque?
Porque dejamos huella. ¿Por qué se ha conservado esta área? Porque un guardaparque ha estado aquí y no ha permitido daños. Es el reto que tenemos: tratar de encontrar algo novedoso, descubrir.
Puedo decir que hemos hecho trabajos de reforestación, tenemos bastantes áreas recuperadas. En los Caminos del Inca, tengo un árbol que me da sombra porque yo lo planté. Me da sombra en el camino y ahora dejo eso. También te da una sensación de alegría. Toda la gente te conoce en la sociedad, eres responsable, respetuoso, colaborador. Sientes que la población te aprecia, te llama, te invita una chichita, una comidita. Eres parte de ellos.
***
Ilustración de portada: Alma Ríos.