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https://www.youtube.com/watch?v=cZmbCwrvKwc

Lilian Mendoza es hondureña, pero lleva más de 30 años viviendo en México. Para sentirse cerca de su patria, fundó El Trapiche, un restaurante donde ha fusionado la comida y la sazón de los dos países para sentirse en casa. Esta es la primera entrega de “Cocinas latinoamericanas: comida que cuenta historias de migración”.

Lilian se para frente a la estufa, toma el plátano macho y mientras le quita la cáscara me explica: “Debe ser verde para que pueda cocinarse y no se madure. Nosotros lo comemos hervido en las sopas o puede ser frito con pollo o carne”. Justo como está a punto de prepararlo, me dice. Aquel plátano macho frito relleno de picadillo de res, con repollo (col), salsa y queso, es el platillo principal y el que más vende en El Trapiche, el restaurante de comida hondureña que fundó en la Ciudad de México hace más de 16 años. 

En el lugar suena “Sopa de Caracol”, la canción de la banda de música hondureña Banda Blanca que a inicios de la década de los años 90 se consagró como éxito internacional. La música ameniza las labores: dos mujeres asean el establecimiento y acercan a las parrillas todos los ingredientes que Lilian utilizará para cocinar. 

Lilian me dice que aunque a sus dos ayudantes les ha enseñado a guisar los platillos de su país una de las mujeres incluso lleva más de seis años trabajando con ella—, eso no impide que Lilian cocine todos los días tanto la comida hondureña (que se ordena a la carta), como la comida mexicana que a diario sirve a la hora del almuerzo (entre dos y cuatro de la tarde).  

“Eso sí, los tamales sólo los hago yo”, me asegura y lanza una mirada a la torre de tamales que reposan sobre una mesa. La noche anterior se la pasó haciendo aquellos bultos de masa de maíz envueltos en hoja de plátano que llevará al día siguiente a la inauguración de la Feria Internacional de las Culturas Amigas, un evento cultural que en la edición de 2019 cumplió 10 años de existencia y en el que Lilian ha participado cada año con la cocina hondureña. Aún le falta elaborar los de elote con pollo, me dice orgullosa. Hace más de 5 mil tamales para la feria. 

—¿Hay algún secreto que no quieres revelar? —le digo juguetona. 

Ríe. 

—No. Es que es todo un proceso que disfruto mucho. Incluso no me gusta que me interrumpan cuando los estoy preparando. Cuando estoy haciendo la masa, no quiero que nadie meta la mano porque sino no se cocen —en ese momento entiendo por qué la tarde anterior cuando le solicité la entrevista, luego de deleitarme con su comida, me dijo que por la mañana sería mejor—. Hay algo que me pasa con los tamales —continúa—: cuando no tengo ganas, no los hago. 

Los platillos que Lilian también cocina exclusivamente son la sopa de caracol, que suele venderse los fines de semana, y el nacatamal, uno de los platos más típicos de la cocina de Honduras. El nacatamal suele comerse en las fiestas de Navidad, pero —me dice Lilian pícara— también lo sirven para la goma (la cruda o la resaca, como se le conoce en México). “Es como un tamal mexicano sólo que este es más grandecito y está relleno de cerdo, pollo, arroz, papas, aceitunas, alcaparras, pasas y chícharos”, enumera. 

En un rato más, me servirá un nacatamal y me acercará un limón y cebolla morada con chile habanero para acompañarlo, esta especie de salsa es con la que se adereza la cochinita pibil, uno de los  platillos típicos del sureste mexicano.

Lilian prepara una pupusa.

Lilian prepara todos los platillos hondureños.

Lilian no viste delantal, pero sí usa guantes de latex para poder manejar con facilidad y soltura todos los alimentos. Cada que enumera los ingredientes los muestra en su mesa de preparación. “También existe el plátano relleno de frijolitos”, dice mientras arranca a cocinar el siguiente platillo: la baleada (una tortilla de harina con frijol, crema y queso, a la que también le adicionan chorizo o pollo). Esa mañana la observaré preparar cinco platillos distintos en menos de una hora. Siempre deteniéndose para explicar la fusión que ha creado entre ambas cocinas: la mexicana y la hondureña. 

—Lo de la salsa ha de ser lo mexicano, ¿no? —le digo cuando baña el plátano con un líquido rojizo.

—En este caso es solo salsa de tomate. El picante lo pongo en la mesa, porque el mexicano siempre dice que si no pica, no sabe bueno, y la mayoría de nuestros clientes son mexicanos. 

También un aderezo que hacemos es de mostaza, miel y catsup o el chimol (pimiento morrón, jitomate, cebolla, limón, vinagre y cominos). Pero sí, es algo que es adicional al platillo —dice. 

Lilian ha hecho adecuaciones a su cocina y en sus platillos para que los mexicanos puedan deleitarse con sus guisos. Por ejemplo, por consejo de su esposo, fue cambiando de apoco la sazón. “El mexicano no está acostumbrado a mucho condimento; entonces fui bajándole a la hondureña, haciendo una fusión”. Le digo que a pesar de eso, en los platillos es inconfundible al paladar la pimienta y el clavo con los que sazona. 

—Sí, para nuestra cocina es indispensable el comino, la naranja agria y mostaza para marinar los platillos. Siempre llevan queso, el que que más se parece en sabor es el cotija —me responde. 

Esa mañana, Lilian pospuso sus compras en la Central de Abastos —el principal mercado mayorista y minorista en la Ciudad de México, que se especializa en abarrotes, víveres, frutas, legumbres, flores, hortalizas, aves, carne, pescados, mariscos y follaje— para cocinarme y enseñarme un poco de ella y del país que desde hace 30 años visita sólo un par de semanas en el mes de diciembre. 

Así, lo primero que me ofrece para comer es un desayuno hondureño: dos huevos estrellados (pueden ser al gusto), una pupusa de queso, plátano frito, frijoles, crema entera, queso y aguacate. Un platillo que bien puede ser una bienvenida o una despedida, pienso. 

“También puede ser plato de cena. Hay quienes le pone mortadela, que en Honduras es muy rica, o chorizo o carne. Y que también en mi país se cocina con unas tortillas con quesillo en lugar de pupusa, ya que ésta es más salvadoreña, pero para destacar la gastronomía centroamericana es que la agregamos”, me dice. 

Una historia de migración

Lilian Mendoza nació en el municipio de San Francisco de la Paz, en el departamento de Olancho, el más extenso de los 18 departamentos que forman Honduras. Llegó a México en el año 1986. “Estaba joven, bella y flaca”, dice sonriente mientras me acompaña a la mesa. Yo como lo que ha preparado, ella me cuenta. 

La mujer que ha atado sus rizos en un chongo alto me dice que migró con una prima y el esposo; ellos son médicos y venían a estudiar Otorrinolaringología en el Hospital Infantil. Lilian iba a cuidar de los niños, los hijos de su prima. Luego de cuatro años, cuando el matrimonio terminó su especialidad, regresaron a Honduras. Lilian sólo para despedirse de nuevo de los suyos y de país que la vio nacer; en México ya había conocido a quien se convertiría en su esposo.

“No pensaba que me fuera a quedar, pero el mexicano me conquistó”, me dice soltando la carcajada. 

Lilian se llevó de su país su amor a la cocina y convirtió a México en su segunda patria; pronto se enamoró del país y se asentó. Tiene dos hijos; uno arquitecto y una veterinaria. Solo su hijo ha seguido sus pasos: sabe cocinar y se interesa en que le enseñe.

Ese amor por la cocina es lo que siempre la ha hecho sentir en casa y con los suyos.

Lilian recuerda que cuando aún no nacían sus hijos, se ponía a cocinar, pero cantidades que no eran para dos personas. “Mi esposo me preguntaba que por qué cocinaba tanto. A mí me gustaba darle a mis vecinos para que probaran un poquito de mi sazón, de mi patria”. Así fue como empezó a dar a conocer su cocina. Un día la embajada de Honduras la invitó a representar a su país en un evento. Muchas personas le preguntaron dónde podían ir a comer su comida y ahí surgió la idea del restaurante. A su esposo se le ocurrió. 

“Mi restaurante es como estar allá (en Honduras). Cuando llegan compatriotas y sienten eso al comer, me siento muy feliz. El restaurantes es mi vida, acá estoy todo el día, entonces eso me hace sentir en casa”. 

Un molino de sueños

En el Trapiche trabajan diariamente Lilian y su esposo y dos mujeres mexicanas, que apoyan en la cocina y el servicio.

Lo primero que ves al entrar a El Trapiche es una enorme bandera de Honduras que decora el techo del lugar. Las paredes están cubiertas de cuadros que representan al país centroamericano: el escudo; el himno nacional; la guacamaya, el ave nacional; el lempira, héroe nacional, la orquídea, la flor nacional. Y al fondo, Lilian cocinando. De pronto se mueve a las parrillas de la entrada. 

El Trapiche abre de martes a domingo; los fines de semana son los días más activos. Los lunes permanece cerrado. El restaurante está por cumplir 10 años en su dirección actual en Tacubaya. Su primera morada estuvo en la colonia Condesa, un lugarcito de 15 metros con cuatro mesas en la banqueta. En aquel rinconcito, Lilian y su esposo estuvieron seis años, cuando decidieron que era momento crecer, descansaron un año y arrancaron de nuevo. 

El día uno de esos 16 años de El Trapiche, Lilian estaba muy nerviosa, recuerda. “Soñaba que no sabía cocinar sopa de fideo. No es lo mismo hacer una degustación, a ya convencer al cliente a que pruebe y regrese; pero el mexicano es muy dado a probar. Era un nervio que todavía no supero”, narra y sonríe. 

Lilian tiene clientes que van a comer a su restaurante desde hace 15 años. 

Introducir la comida hondureña a El Trapiche fue algo paulatino. Empezó con platillos mexicanos para salir con los gastos.

—¿Y por qué ese nombre

—En Honduras, el trapiche es una máquina donde se muele la caña. Para nosotros fue un molino de ilusiones. 

***

Lilian prepara una tajada (plátano verde cortado y frito; en otros países es conocido como patacón o tostón). Me dice que en Olancho se come con pollo o carne molida, pero sólo le agrega col y salsa de tomate. Y comienza a narrarme sobre sus compatriotas que visitan su restaurante: 

“Somos muchos, pero no nos juntamos mucho, somos muy dispersos”, dice. 

Lilian construyó una base de datos de cada compatriota que acudía a su restaurante. Llegó a tener la información de 8 mil, a quienes invitaba a los eventos que asistía o la Feria Internacional de las Culturas amigas, un espacio para hablar de su país. Lilian además de cocinar los platillos típicos, le explica a las personas sobre los alimentos, los ingredientes, las regiones donde se comen.

Sin embargo, cerró su base  y dejó de recopilar la información, porque no tenía éxito en la convocatoria. Lo cual no la desanima para seguir creando comunidad con sus compatriotas en México. 

“Una vez, el embajador me pidió cocinar 600 baleadas para darles a los migrantes que pasan en la Caravana”, recuerda. Lilian ya ha pasado a la siguiente preparación. Ni un minuto ha dejado de cocinar y de platicar conmigo. 

Ahora ha llegado el turno de las bebidas. Lilian acomoda todos los ingredientes en una mesa de servicio. Preparará agua de horchata con semillas de morro (guaje o jícara). Coloca cacao, canela, pepita, arroz —previamente tostado y remojado— cacahuate; licua. Y al servir agrega una cascarita de limón. “El hondureño que la toma, reclama si no la lleva”, dice.  

—¿En todo este rato me he preguntado cómo calculas o mides cuánto debes agregar de cada cosa a los platillos?

—Le calculo al tanteo. No soy de hacer recetas. No podría decirte la cantidad exacta, esa la miden mis dedos. Por eso, podría tener cinco ayudantes, pero prefiero hacerlo yo. Me encanta cocinar. 

Luego me explica lo que lleva la mistela caribeña: pimienta, canela y clavo, piña, agua de coco, manzana. 

Nos sentamos a la mesa. Frente a mí hay un plátano relleno de picadillo, un nacatamal, una tajada, una baleada y un plato con un desayuno hondureño; además de las bebidas, una taza con café. 

Y regresa a su relato: 

“Siempre se extraña. Tengo a mis papás en Honduras con 87 y 92 años. Cada año que los visito, a veces me voy en automóvil y traigo cosas de allá. Yo amo mi país. Por eso este lugar lo veo más como un lugar cultural. Es el único que hay en la ciudad, pero no andamos con poses”.

Dirección: Av. Revolución 114, Escandón I Secc, 11800 Ciudad de México, CDMX

Abierto de 11 a 19 de martes a domingo. Permanece cerrado los lunes. 

Otro de los platillos principales es el pollo frito sobre tostones y repollo.

Lilian muestra el típico desayuno hondureño.

Lilian siempre quiere complacer a sus comensales, por eso trae refrescos o cervezas (las más complicadas en transportar porque los aranceles son muy costosos), pero siempre cosas legales, precisa; o cuando prueba algún nuevo guiso mexicano, lo hace. 

—¿Cuál es tu comida mexicana favorita?

—La sopa de tortilla y el pozole. ¡Lo he cocinado, eh! Cocino de todo. También hacemos banquetes —me dice sonriente. 

Lilian incluso sirvió un banquete de comida hondureña cuando Aeroméxico abrió su ruta a Centroamérica. La invitan a distintos eventos culturales. En la feria del tamal que se hace cada febrero, Lilian lleva participando 17 años.

—¿Y qué tal la comida? —me pregunta Lilian. Por un momento dejé las preguntas y me concentré en los platillos. Respondo con una sonrisa y señalo mis mejillas que rebosan del bocado a la tajada. 

Comienzan a llegar los primeros clientes, gente curiosa que pregunta por la comida hondureña. Lilian se acerca a la puerta y explica. La veo radiante, invitando a las personas a su hogar. 

https://www.youtube.com/watch?v=cZmbCwrvKwc

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Foto y video: Gabriel Pichardo
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Periodista mexicana. Codirectora de Factual / Distintas Latitudes. Se desarrolló como investigadora en el periódico mexicano El Universal. Su crónica "El hombre que sueña con una 'Tierra de sordos'" obtuvo el primer lugar en el Premio Rostros de la Discriminación 2016 en la categoría de texto.

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