Nicaragüenses en Estados Unidos con estatus irregular salen durante la cuarentena por el coronavirus para no perder sus empleos; solicitantes de asilo son ignorados por políticas gubernamentales, mientras que residentes y ciudadanos esperan ayuda económica para enfrentar la crisis por el COVID-19.
La cuarta semana de marzo, Socorro Pérez aconsejó a su tío que no trabajara durante la cuarentena. El hombre, mayor de 60 años, asmático, diabético e hipertenso, es jardinero en Nueva York y uno de los miles de nicaragüenses que viven en Estados Unidos. Él, como muchos otros, temía perder su empleo tanto o más que el miedo que le provocaba el virus. El presagio se cumplió y enfermó pocos días después. Cuando la familia de Socorro avisó al jefe de su tío que había sido diagnosticado con Covid-19, la respuesta les dejó perplejos. “¿Y no va a venir a trabajar?”, preguntó el jefe. “¿Cómo va a trabajar si está enfermo?”, reclamaron.
“Tuvimos miedo por la vida de mi tío”, cuenta Socorro. “Le dio un fuerte dolor de cabeza que me dijo ‘a nadie le deseo esto’, le dio vómito y asco. No comía, no hablaba, solo me decía ‘me estoy muriendo, recen por mí’”.
Un jardinero en Nueva York gana entre 120 a 150 dólares por unas 10 horas de trabajo. El salario mínimo estipulado para ese estado es de 15 dólares por hora. El tío de Socorro ejerce este oficio desde hace 20 años.
El 16 de marzo Socorro sintió frío. Mucho frío. Luego llegó la fiebre y el dolor en la garganta. Sin importar cuánta agua bebiera, sentía que el pecho y la garganta se le rasgaban como madera seca. No podía dormir, no quería comer, dejó de percibir el olor y el sabor de las comidas, le dio tos y también diarrea.
Llamó a su doctor y le explicó los síntomas. “Me dijo ‘parece que sí tenés el coronavirus’”. El médico le pidió no salir de casa y que fuera al hospital, sí y solo sí, no podía respirar. “Yo me puse más nerviosa”, recuerda.
El estado de Nueva York es el epicentro de la pandemia en Estados Unidos. Ahí —donde el virus mata más latinos y afroamericanos que blancos, donde entre 100 y 200 personas mueren a diario en casa como posibles víctimas del Covid-19 sin ser incluidas en estadísticas oficiales y donde se decretó que los hospitales guardarán los cadáveres solo por 14 días y luego serán mandados a fosas comunes— se reportan más de 202 mil personas contagiadas y más de diez mil muertes (al 14 de abril) vinculadas a complicaciones por la enfermedad.
Para horror de muchos la cifra sigue creciendo. Y creciendo.
—¿Cuántas personas de su entorno han tenido el virus?
—La mayoría que yo conozco tienen a alguien enfermo. El esposo de una prima lo tiene, en la iglesia donde voy muchos se han enfermado. Nicaragüenses ¡Uh! ¡Hay muchísimos con el virus! Uno estaba entubado, otro vecino de mi tío estaba mal, lo llevaron al hospital y le dijeron “no hay camas”. Hay otro que agarró el virus en el súper, la ambulancia no se lo quiso llevar porque dijeron que no tenían espacio. Hay un hospital cerca de donde nosotros vivimos, donde dicen que en una hora mueren tres personas. Dos jovencitos nicaragüenses murieron. Hay gente que tiene el virus y no lo dice —asegura Socorro vía telefónica.
Ella, su hijo (17 años), su hermano mayor (44), su hermana (35) y su sobrino (5), también enfermaron. Ninguno fue al hospital. El único que tuvo acceso a la prueba, por su condición de paciente de riesgo, fue el tío de Socorro, el jardinero.
Todos están desempleados. Las deudas se acumulan, los pagos también. A diferencia de sus hermanos, y por mucho dinero que todavía debe por el trámite, Socorro legalizó su estatus en 2019. Esto le permitirá recibir ayuda gubernamental. Eso espera. Ella y su hijo viven en un estudio por el que pagan 900 dólares mensuales, sin incluir agua, gas, electricidad e internet. Sus hermanos y su sobrino rentan un apartamento por el que pagan, o pagaban, 1,200 dólares mensuales.
El hermano de Socorro también era jardinero. Ella y su hermana limpian casas. Limpiaban. Ninguna sabe cuándo volverá a hacerlo. Socorro —que llegó a Nueva York en 2006, después de un mes y tres días de una pesadilla que incluyó persecuciones, ríos y balaceras— ganaba entre 10 y 20 dólares por hora, limpiando casas.
“En los días que mi hermano se sentía bien decía ‘yo anduviera en los jardines’ y yo le decía que por favor no saliera, que de hambre no nos íbamos a morir. Mi hermana no recibe ayuda de nadie. De lo que a mí me den, pienso compartirlo con mis hermanos acá y mi familia en Nicaragua”, explica. Sus padres dependen de las remesas que les envían.
Socorro tiene un hermano y cuatro hermanas. Dos viven en España, una en Nueva York y otra en Nicaragua, esta última recibía dinero de su esposo radicado en Miami. Él, que trabajaba en un restaurante, también quedó desempleado.
Según el Informe de Remesas Familiares emitido por el Banco Central de Nicaragua, en el segundo trimestre 2019 se reportaron 412.8 millones de dólares en remesas. 231,2 millones de dólares provenían de Estados Unidos (56 por ciento del total).
“Si antes alguien mandaba 100 dólares ahora va a mandar 50, después 40 y después 20”, asegura el poeta y periodista nicaragüense Ariel Montoya, exiliado en Miami desde 2018.
En Miami, también vive la periodista y presentadora nicaragüense, Analaura Sequeira. Ella de 28 años y Ariel de 55 cuelgan de una petición de asilo político. No tienen permiso de trabajo, ni seguro médico, tampoco número social. No pueden trabajar legalmente, ni solicitar ayuda del gobierno estadounidense en medio de una pandemia que, en Florida, reporta casi 22 mil casos y 571 muertos (al 14 de abril).
Analaura pidió asilo en diciembre de 2019. Aún no le envían el recibo que le permitirá empezar la cuenta regresiva para alcanzar los 150 días tras los que podría aplicar al permiso de trabajo. Ariel sometió su caso en marzo de 2018 y, pese a sobrepasar los 150 días reglamentarios, tampoco ha recibido ninguno de estos documentos que le darían independencia económica y le sacarían del limbo legal en el que se encuentra ahora.
Ambos fueron perseguidos por el gobierno autoritario de Daniel Ortega y forzados a salir del país en 2018, luego de un estallido social y una represión gubernamental que dejó más de 300 muertos y 88 mil exiliados, según cifras de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
“Todas las empresas para poder contratarte te piden un número social que nosotros no poseemos, es irreal para muchísimas personas poder aspirar a un trabajo desde casa”, lamenta Analaura.
“Los indocumentados o no residentes somos al mismo tiempo los indispensables descartables”, advierte el abogado nicaragüense radicado en Miami, Mario Lovo. Para él, los latinos son los “indispensables” en labores de servicio que hoy se consideran “esenciales”, pero son ignorados al otorgar beneficios o diseñar políticas más justas y equitativas.
El alcalde de Los Ángeles, Eric Garcetti, es una de las pocas autoridades estadounidenses que ha pedido ayuda para las personas “sin importar el estatus migratorio”. “Todos son iguales, tengan o no documentos”, ha dicho. Se calcula que en California hay, al menos, dos millones de inmigrantes irregulares.
De acuerdo a The New York Times, más del 60 por ciento de las personas que trabajan en limpieza en Nueva York son latinos y “75 por ciento de los trabajadores de primera línea en la ciudad (empleados de supermercados, operadores de autobuses y trenes, conserjes y personal de cuidado infantil) son minorías”.
“Es triste, estás hablando de una pandemia en la que estás luchando por salvar vidas, pero por otro lado estás ignorando vidas que existen”, reclama Analaura.
Para Ariel, una vez que se supere la crisis, “sería sensato que el Gobierno de Estados Unidos reconsiderara sus políticas migratorias”. “Tienen que buscarse nuevas soluciones”, apunta.
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Desde 2018, la psicóloga nicaragüense, Amanda Maltez atiende en línea desde Nicaragua a al menos a una decena de pacientes exiliados en Estados Unidos. En las últimas semanas, asegura, ha incrementado la atención psicológica a estas personas.
“Tienen mucha ansiedad porque están en un país que no es el de ellos, porque están solos, porque están preocupados por la familia que tienen acá”, explica Amanda. “Hay mucha desesperanza”, lamenta.
Sus pacientes, cuyas edades oscilan entre los 24 a 35 años, tienen “componentes depresivos”, ya que la mayoría fueron forzados al exilio en 2018. La pandemia, explica, “viene a parar todo el proceso de adaptación, de auto realización, de pertenencia, de conocer a personas, todo eso está siendo truncado, detenido”. Otra vez. Muchas de las personas exiliadas ya sufrieron una ruptura violenta con la cotidianeidad y esta crisis remueve traumas recientes, en su mayoría, no superados.
Ansiedad, insomnio, paranoia son comunes entre las y los nicaragüenses que Amanda atiende. Otro detonador de estrés ha sido la negligencia con la que las autoridades en Nicaragua han manejado la pandemia. En este país centroamericano no se ha decretado cuarentena ni medidas de aislamiento, al contrario, se ha convocado a actividades públicas y masivas, con nombres macondianos como Amor en tiempos del Covid-19, que propician el contagio.
Los casos de Covid-19 no superan la decena y solo se reporta una persona fallecida, según cifras gubernamentales. Daniel Ortega, presidente del país, no aparece en público desde hace un mes y su ausencia ha levantado todo tipo de rumores sobre su estado de salud. La prevención ha sido asumida por cada familia, que desde casa toman medidas dictadas por otros gobiernos u organizaciones internacionales.
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A Aldo Videa la geografía lo ha puesto a salvo. Precisamente porque no vive en una de las ciudades más turísticas, concurridas o sobrepobladas de Estados Unidos, es que está a salvo. Este nicaragüense, que llegó al país en agosto 2017 para estudiar una maestría en Ingeniería, terminó trabajando en 2019 en Montana, uno de los estados con menos contagios.
Allí el Covid-19 poco ha alterado la rutina. Se reportan menos de 500 casos y siete muertes relacionadas al virus (al 14 de abril). En Montana, “la superficie es más grande que todo Centroamérica en área, sin embargo, tiene un millón de habitantes, entonces están bien dispersas las poblaciones, ya hay un distanciamiento social por así decirlo”, explica.
—¿Alguna persona de tu entorno tiene coronavirus?
—No, responde.
Su trabajo como ingeniero civil en infraestructuras y carreteras, considerado esencial, no ha sido afectado. A su oficina las personas llegan a distintas horas para evitar el contacto, al entrar deben lavarse las manos y desinfectar las superficies que tocan al menos dos veces al día.
Un joven con el que comparte apartamento y que se mudó desde Florida, es el único nicaragüense que conoce en Montana. “Él ha podido seguir trabajando porque en su trabajo, que es un restaurante de comida rápida, se adaptaron a prácticamente realizar todas sus ventas a través del drive thru”, cuenta.
Aldo, a diferencia de miles de nicaragüenses, tiene un permiso laboral temporal y seguro médico. Aldo es uno de los afortunados. Aldo lo sabe.
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Unas cápsulas de Paracetamol que compró en Nicaragua, tés calientes y algunas Tylenol fue lo que Socorro Pérez tomó para aliviar sus síntomas.
“A mi tío ya le pasó lo peor, lo único que le ha quedado son las fiebres que está combatiendo con la Tylenol”, cuenta.
Ella sigue con tos.
Desde hace un mes Socorro no abraza a su hijo. Ella pasa el tiempo en el cuarto y él en la sala. En ese tiempo, tampoco ha visto a sus hermanos, que viven en otro espacio. Como ellos no tienen papeles ni trabajo, cada tanto sale para dejarles paquetes con comida a la puerta del apartamento. Al salir usa guantes y mascarillas. “Dicen que una vez que te da este virus ya no quedás igual”, comenta.
Algunas de sus jefas la han llamado para que vuelva a limpiar. Ella teme una recaída. Por ahora espera el cheque que prometió el Gobierno. Con ese dinero, dice, ayudará a sus hermanos, a su cuñado y a su familia en Nicaragua. O al menos eso espera.
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Imágenes: Alma Ríos.