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Por Fausto Rivera (Ecuador, 1989), integrante de la 2da generación de la Red Latinoamericana de Jóvenes Periodistas

[Este texto es parte del especial “Lxs calientes en América Latina” que incorpora reportajes, crónicas e investigaciones desde 12 países de la región]

Gianny, un moreno alto de cabeza calva, nariz respingada y la barba negra crecida por todo el cuello. Llegó a Quito hace un año en una mañana de junio por recomendación de un amigo venezolano que se prostituye en la ciudad y que vive cerca de la Plaza Foch, en uno de los barrios con más bares de la capital. “Marico, acá todos son pasivos y el que es activo tiene el huevo chiquito”, fue lo primero que le dijo su paisano y Gianny lo confirmó. En la Sierra ecuatoriana descubrió que les gustan más las caricias, que los mimen y que los dominen. En la Costa, en cambio, sintió que las relaciones eran entre iguales, que la gente era más simpática, con buenos cuerpos y miembros.

“Perdona que pierda los escrúpulos al hablarte. Me ha tocado hacer tantas cosas en esta vida que uno se libera del escrúpulo”, dice aceleradamente Gianny en una cafetería de Quito, dentro de un centro comercial, mientras bebe un café expreso. “Hablo y no paro”, continúa, “así soy, así me ha criado mi mamá”. Pero de repente Gianny, como se lo conoce en las diferentes redes sexuales gays donde él se promociona, se calla, en seco, y ahora da instrucciones: “Date la vuelta lentamente y fíjate como ese gringo barbón mira nuestra mesa. Y atrás de él, fíjate, está ese carajito también caliente. Quieren sexo, se les ve en la mirada, todo está ahí. Sabes, yo llego a este tipo de lugares, prendo el Grindr que tiene un geolocalizador y ellos vienen como mariposas, no como moscas, hacia mí. Ya me reconocen”.

Gianny tiene 33 años, es de Caracas y llegó a Ecuador para prostituirse, como lo ha hecho en diferentes ciudades de América Latina y Europa desde hace una década. Prefiere no revelar su verdadero nombre porque su familia cree que trabaja de peluquero. Antes de aterrizar en Quito, lugar que eligió por las  facilidades en los permisos de residencia, tenía en su ciudad natal una tienda de ropa deportiva que tuvo que cerrar por la crisis económica. Remató lo que más pudo para ahorrar y, con ese dinero, volvió a viajar a otro de los países recomendados por sus amigos dedicados al trabajo sexual.  En Ecuador ha estado trabajando los fines de semana en Loja, Cuenca, Machala, Portoviejo, Chone, Manta, Guayaquil, Ibarra y Otavalo, pero su núcleo es Quito porque, dice, se gana mejor.

Originalmente se ubicó en una casa compartida con  tres ecuatorianos en El Inca, un sector de clase media ubicado en el norte de la capital, pero en diciembre del anterior año, luego de regresar de su trabajo, no encontró ninguna de sus pertenencias y se mudó hacia La Real Audiencia, otro barrio de clase media donde la actividad comercial es intensa. Sus antiguos compañeros de vivienda le habían robado desde el colchón de su cama hasta el televisor que compró para ver sus telenovelas. Gianny se quedó con cuatro camisetas, tres pantalones  y un par de zapatos.

Ahora vive en un cuarto de 50 metros que tiene integrado la cocina con el comedor. De sus paredes blancas no cuelga ningún cuadro o adorno que pueble el sitio y sobre la diminuta mesa redonda donde desayuna reposa un libro, Flores del ático, de Virginia Cleo Andrews, que lee las tardes de los domingos cuando no trabaja, a menos que sus clientes le propongan una oferta que supere los 50 dólares. Su tarifa regular es de 40 dólares, la cual crece según las necesidades de sus consumidores: si juega a los dos roles, si quiere ser atendido en su casa o si quiere que lo besen en la boca, sube el precio.

Gianny usa el cuerpo para conocer la ciudad y siempre utiliza dos bóxers para que, mientras camina, su entrepierna quede bien contenida, porque de lo contrario su pene quedaría al aire y el simple roce con el pantalón le provocaría erecciones a cada momento. Camina sin una dirección fija desde un punto que cambia cada día y, cuando se siente cansado, se detiene en una cafetería donde activa sus aplicaciones gays para buscar trabajo. En una tarde de domingo, mientras plancha su ropa de tonos monocromáticos, Gianny dice que el movimiento lo excita porque tiene un pene grande, como su corazón. “Ambos te delatan”, ríe, al rato que de su celular se desprende una luz amarilla que lo llama.

***

Los rostros de los hombres son apenas reconocibles. Seis pares de ojos de todos los colores no dejan de buscarse en medio de la pesadez que hay en el ambiente. El humo de sus cafés hirviendo se ha fundido con la gruesa capa de niebla que se ha filtrado por todas partes. Ellos están bajo la pérgola de una cafetería ubicada en el centro financiero de Quito, en una de las zonas más adineradas de la capital, entre las calles Portugal y República de El Salvador.

Es jueves por la tarde y no ha dejado de llover desde hace una hora en la ciudad. Gianny está ahí, entre esos hombres de 30 y 60 años, y lanza un guiño sin dirección concreta. El discreto disparo lo recibe otro tipo, blanquísimo, alto y delgado, que se levanta de su puesto hacia donde está Gianny. El hombre le sonríe y se sienta al frente suyo, con la mirada clavada en sus negrísimos ojos. Saca del bolsillo de su pantalón el celular y activa una aplicación, el Grindr, en la que aparece el rostro y el torso velludo descubierto de Gianny. El tipo le muestra la pantalla de su móvil y éste se reconoce en ese rectángulo luminoso. Ambos, sin palabras, pero sin perderse de vista, se levantan de sus puestos para saldar la transacción que acordaron virtualmente. Ambos, sin palabras, con la mirada fija sobre cada uno de sus macizos cuerpos, desaparecen tras la niebla.

Gianny, como aparece en sus redes sociales.

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“El amor me definió sexualmente”, dice Gianny, tras acabarse el último sorbo de su café y reposar la vista en el fondo de la taza blanca vacía en la que se ha dibujado una enredadera marrón. Antes de los 23 años, él se definía como bisexual, hasta que se enamoró y supo que por dónde se desea, también se puede amar. “El ambiente gay es traicionero, en el amor más que nada, porque todo pasa tan rápido que no sabes cuándo empieza o termina algo”, añade. Luego de su primera experiencia amorosa, Gianny no volvió a entregarse emocionalmente a nadie y se dedicó a viajar al interior de Venezuela, a la Isla Margarita, a Aruba, a Madrid, a Lugo y a Bogotá, lugares donde ha ofertado su cuerpo. Entre cada viaje —que duraba un año y medio— Gianny retornaba a su país para dedicarse a algún oficio, guardar dinero y salir de nuevo, “siempre salir de esa miseria”, dice.

Todo empezó en Aruba, en el calor, entre el trago, en el bar Mango Tango, donde Gianny trabajaba de mesero. Una noche, un turista alemán lo agarró del brazo y le propuso ir para su hotel.  Le mostró un billete de cien dólares y el venezolano, en ese entonces un joven veinteañero que había estudiado para ser técnico superior en mantenimiento mecánico, no supo qué hacer, pero lo intuía. Fue con el dueño el local —un colombiano de más de 50 años— y le comentó, tranquilo, lo que había pasado. Éste le dijo, sin rodeos, que si le van a pagar por tener y dar placer, que no sea pendejo, que acepte, y así sucedió. “En realidad me gustó eso”, ríe con sorna Gianny, y suma: “Buen porte, buen sexo, buena paga. Me decía ‘qué puta soy’ porque me gustó y además tenía plata. Sabes, era algo que no tenías cómo reprocharte porque había sido satisfactorio. Nunca he visto ningún trabajo como algo extraño, porque es lo que te genera el dinero que necesitas para vivir, y ya. No es nada aberrante. En ese tiempo estaba más joven, más duro, sabes, y todos te quieren agarrar”.

Desde ese momento su vida se volcó al servicio de los otros: recorrió distintas ciudades donde sabía que no sólo vivían hombres homosexuales que pagarían por sexo, sino mujeres a las que les gustaba tener tríos con sus esposos, hombres mayores quienes querían únicamente amanecer con alguien a su lado, o personas trans masculinas que disfrutaban del bareback (sexo sin protección). Eso es lo que hace, lo que disfruta. Todas sus transacciones están mediadas por el deseo, monetario y corporal. No separa la una de la otra. En un inicio, Gianny asistía  a discotecas, centros comerciales y bares de zonas gays para cazar a sus clientes, pero con el surgimiento de las aplicaciones virtuales como Grindr o Tinder su trabajo se ha concentrado en ese espacio inmaterial. También, gracias a esas apps, la demanda por sus servicios ha crecido exponencialmente, así como sus tardes dedicadas al ejercicio para poder aguantar el ritmo: entre 15 y 20 encuentros semanales de una hora de duración, en promedio. De acuerdo a una nota de diario El País de España, más de dos millones de homosexuales utilizan Grindr, desde Estados Unidos hasta Irak.

“Yo me anuncio en al menos cuatro aplicaciones (Grindr, Scruff, Hortnet y Daddyhunt) y en otras cuatro páginas web donde pongo mis fotos. Esto es más barato que ir al mall o a la disco, porque ahí aumenta el gasto: toca pagarme el café, la entrada del sitio o el trago. Con las redes me muevo mejor”, dice Gianny mientras prende su celular para mostrarme los logos de cada una de las aplicaciones: una máscara amarilla, un hombre robusto con la barba desbordada, una abeja blanca y una letra S salpicada de manchas negras. De esos sitios virtuales en los que suele poner una foto suya con el pecho descubierto, apenas visible el rostro, y una descripción que dice “Solo solventes” con su número celular, él prefiere usar el Grindr por el avanzado sistema de geolocalización que ofrece: es capaz de anunciar si una persona está a 5 metros de distancia. Y lo está, pero en el otro extremo de la cafetería. “Viste, es efectivo, chico, ahora me disculpas, debo ir a trabajar”, anuncia antes de cambiarse de puesto y dejar su café a medio beber.

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