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Texto y fotos de Daniel Ojeda (México, 1990), integrante de la 2da generación de la Red Latinoamericana de Jóvenes Periodistas

[Este texto es parte del especial “Lxs calientes en América Latina” que incorpora reportajes, crónicas e investigaciones desde 12 países de la región]


Afuera de un hotel cinco estrellas de la Ciudad de México, una pareja duerme en la calle, pegada a un ducto de aire caliente. El ducto lleva calor a las suites de un edificio donde se cobra hasta 120 dólares por noche. Pero afuera, sobre el pavimento, la temperatura hace temblar a dos jóvenes que no pueden ni costear una comida caliente todos los días.

Karla intenta que el frío de enero de 2017 le permita conciliar el sueño. A su lado, Javier, su novio desde hace dos años, la calienta con sus brazos y la anima a dormir. A veces, él cierra los ojos, pero los abre inmediatamente, porque sabe que en la calle más vale estar alerta que aletargado.

En algún momento de la madrugada, Karla siente un ventarrón helado. Alguien le ha quitado su cobija. Ella grita y Javier, que comenzaba a soñar, se despierta súbitamente y alcanza a percibir dos sombras que corren en sentido contrario. Los cuatro años de experiencia que ha adquirido viviendo en la calle le dan la agilidad suficiente para pararse de una zancada, alcanzar a uno, patearlo, mientras el otro escapa. Al final, son dos contra uno y Javier no puede evitar que los dos jóvenes se escondan en el hotel cinco estrellas.

No hubo necesidad de que ese par de muchachos que destaparon a Karla dijeran sus intenciones. Cuando vives en la calle, esto es recurrente: Javier sabe que esos dos huéspedes adinerados y con aliento alcohólico querían violar a su novia de 17 años.

“Ya van cuatro veces que nos han querido tocar en la calle. La próxima vez puede estar peor”, dijo Karla.

En las calles de la Ciudad de México, el cuerpo de los jóvenes en situación de calle es una moneda para sobrevivir. Algo que los activistas en este tema llaman “sexo recompensa”.

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Javier nació hace 19 años en el Estado de México, en el municipio de Ecatepec, una de las zonas más pobres y violentas de la entidad. La pobreza en su familia generó violencia dentro del hogar y él huyó para buscarse una vida mejor. Creyó que la calle era un buen lugar para divertirse, pero no todo fue fiesta o drogas. Tuvo que aprender a protegerse desde el primer día que cambió una cama por una banqueta. En la calle, conoció a Karla, una chica que aún vivía con su familia, pero escapó cuando se enamoró de Javier.

Llevan dos años juntos, en los cuales han aprendido a cuidarse de las amenazas de la intemperie. Vivieron un tiempo en el Estado de México hasta que uno de sus amigos les habló de la Zona Rosa y Paseo de la Reforma, en la capital mexicana, y les dijo que ahí estarían más seguros y tranquilos. Desde hace un año, esa zona es su dormitorio, su sala y su comedor.

Sin embargo, Javier y Karla nunca duermen juntos al mismo tiempo. Lo hacen siempre por turnos. Y jamás las ocho horas completas. Le temen a una sociedad que usa el sexo como vía de dominación y humillación.

El secretario de Desarrollo Social de la Ciudad de México, José Ramón Amieva, ha dicho que la cifra de personas en situación de calle incrementó en los últimos años, y qué según los datos recabados hasta julio de 2016, existen entre 3 mil  y 5 mil personas que viven en las calles de la capital.

Javier y Karla son parte de esa cifra y también son parte de una cifra aún más alarmante, pero que nadie cuenta: son el “objetivo” de personas con más dinero que ellos y que se acercan a ofrecerles comida, dinero —poco dinero—, ropa a cambio de tener sexo con ellos.

“Conmigo se han acercado puros hombres, ninguna mujer. Creen que por tener necesidades es más fácil, pero yo siempre he dicho que no”, asegura Javier, a quien ya le es común que adultos y jóvenes quieran llevarlo a un hotel aprovechando sus carencias.

Luis Enrique Hernández Aguilar, director de la ONG El Caracol especializada en atención a la población callejera de la Ciudad de México, asegura que ese fenómeno se llama “sexo recompensa”: aprovecharse del hambre, el frío, el miedo de los que viven en la calle para obtener relaciones sexuales. A veces, es ilegal; a veces, bordea en lo legal. Siempre es poco ético.

Según Hernández Aguilar, no hay cifras al respecto, puesto que la mayoría de las víctimas no denuncia ante las autoridades por miedo a ser maltratadas. Lo que sí hay son un cúmulo de delitos no denunciados que guarda El Caracol en forma de historias: pedófilos, pornógrafos,  violentos consumidores del sexo que esperan a que oscurezca para cazar a los jóvenes más vulnerables.

La cara más dura del sexo: aquel que se hace no por amor ni por calentura, sino para demostrar poder sobre los más débiles.

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En México, siete de cada diez mujeres se sienten inseguras cuando pisan la calle, según la última Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública que hace el gobierno federal. Pero si eres alguien como Karla —de bajos recursos, baja escolaridad, mal alimentada, adicta a los solventes— la calle no es sólo es insegura, es aterradora.

“A mí se me han acercado señores y jóvenes que al igual que con Javier ofrecen dinero o cosas para pasar un rato conmigo”, cuenta Karla en la tercera ocasión que platicamos.

“Creen que por no tener dinero nos tenemos que dejar y no. Somos seres humanos”, la secunda Javier, quien recuerda con rabia aquella noche afuera del hotel cinco estrellas.

Él tocó la puerta de cristal que se había abierto para dejar entrar a los huéspedes y se había cerrado inmediatamente. Tocó insistentemente. Pero el guardia del hotel no le abrió. Y aunque Javier explicó que dos clientes habían querido violar a Karla, y la chica de 17 años estaba a su lado tirititando de frío, la única respuesta que obtuvo fue “no te conviene llamar a una patrulla, ellos son de dinero y te puede ir mal”.

Javier desistió. Era la enésima vez que le hacían creen que él no tiene los mismos derechos que los demás. Frustrado, tomó de la mano a Karla y buscaron donde dormir, aunque él pasó en vela toda la noche consolando a su novia.

Al día siguiente, los cuatro se encontraron de nuevo en Paseo de la Reforma: Javier y Karla frente a los dos abusadores. Ellos les ofrecieron dinero para que no fueran con la policía, y Javier lo rechazó. No tomaría nada de ellos, aunque supiera que tampoco iría con la policía.

“La policía no se mete ni para bien ni para mal”, dice Javier, resignado. “No existimos”.

La última vez que hablé con ellos, Javier seguía cuidando a Karla. Es flaco, ojeroso, débil por la falta de comida, pero se planta a su lado como un guardián fiel, aunque ella sepa que en un ataque decidido, su novio no podrá defenderla.

Él quiere dibujar y tener un empleo. Y ella sólo quiere tener suficiente dinero para comer y, sobre todo, para rentar un cuarto y poder dormir tranquila. Lejos de los peligros del “sexo recompensa” que se despiertan cuando cae la noche en la ciudad.

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