Duwon Gibbs tiene 21 años. Nació y vive en Miami, Florida; sus raíces son de República Dominicana, país caribeño que nunca ha conocido, pero del que cocina los platillos que su abuela le enseñó para no perder sus raíces.
Son las 10 y 36 de la noche del 24 de abril cuando el amigo de Duwon Gibbs pasa a recogerlo al Chilis, restaurante donde trabaja condenado a ver solo la cocina. El amigo maneja un Mercedes Benz recién comprado, casi de estreno, y aunque se viven días de pandemia y aislamiento social, el encuentro se produce. Duwon sube al carro y celebra junto a su amigo la nueva adquisición de éste, fuman de la misma pipa en miniatura, sin guantes, sin mascarillas. Tampoco los habría usado Duwon para trabajar si no fuera por la covid-19 y los protocolos que exigen tanto las autoridades como los dueños de estos llamados negocios imprescindibles. En realidad, a un joven como él: negro, de padres dominicanos y residente en el Sur de la Florida, lo rodea cierto escepticismo cuando de peligros se trata. Está adaptado a las calles, anda siempre con su Social Security y su licencia para conducir el carro que no puede permitirse. Duwon carga también lo que no suele llevar nadie consigo: un papel doblado a la mitad y vuelto a doblar hasta hacerlo entrar en la billetera y no es otra cosa que su acta de nacimiento con todos los detalles y características del bebé que fue.
“Si me matan, los documentos están conmigo”, sostiene. “Si me asaltan; si tengo un accidente”, añade. Guarda en el bolsillo de su jean la billetera.
Ante cualquier situación cree que es mejor llevar con él esa acta sagrada que las personas suelen resguardar porque recuperarlas en caso de pérdida suele ser difícil y costoso. Más para él —un muchacho huérfano de madre desde sus primeros días de nacido, en 1999, Florida, el Estado de la unión que menos parece Estados Unidos— prefiere llevarla consigo. Específicamente en la ciudad que tras varias olas migratorias cubanas es más un gueto transformado, después de La Habana, en la segunda urbe súper poblada de Cuba, pero fuera de Cuba, donde la desigualdad marca el ritmo de la vida.
Aquí, en Miami, debe vivir un mes completo con unos 3000 dólares que gana por su único trabajo como cocinero, después de haber dejado el otro que tenía, part time, en el restaurante Pollo Tropical. Acumula ocho o nueve horas diarias, cada una remunerada con solo 13 dólares. No se permite, por tanto, una renta superior a los mil dólares ni un carro similar al Mercedes de su amigo.
Lo que hace no siempre le alcanza para el sustento, pero le gusta. Fue su madre, es decir, la persona a la que ha llamado madre toda la vida, quien lo enseñó a cocinar. O tal vez fue la necesidad de cocinar para sí mismo desde una edad temprana. A quien llama madre es en realidad su abuela, una asistente legal que desde la muerte de su hija asumió la crianza de Duwon, su nieto.
El muchacho de 21 años no ha visitado nunca la República Dominicana ni el Bronx, sitio donde vivió su madre por algún tiempo, epicentro al fin de la diáspora dominicana asentada en Nueva York y todo Estados Unidos. Duwon dirá, si alguien le pregunta, que Miami no es todo lo que conoce, aunque allí fue al kinder, al High School, hasta que se cansó de estudiar y se mudó solo.
“Yo fui a una escuela pública donde había dominicanos, un bulto de cubanos y también gente americana nacida aquí. Esto es como una ensalada. Aquí hay gente de todas partes. Aquí si tus padres vinieron de visita y te tuvieron aquí y regresan a tu país, vuelves con tu pasaporte americano”, detalla. Se distrae constantemente con el móvil como quien huye de un interrogatorio.
A Duwon, por otra parte, le mencionan el Caribe y responde islas, palmas, merengue, bachata, salsa. “La gente del Caribe somos unos locos. Cuando yo era niño y mi familia hacía una fiesta no era una noche; eran tres días y nadie dormía, excepto los niños”.
Más allá de una idea preconcebida o cliché sobre la región de la que proviene parte de su identidad, opina desde lo que ha vivido: “Miami es totalmente diferente del resto de USA; debería ser independiente. Miami es lo más parecido al Caribe”.
Para él es difícil responder en principio por qué sus padres vinieron aquí y lo que eso significa. Su madre biológica terminó en esta ciudad luego de una ruta migratoria desde Santo Domingo, que incluyó Connecticut como sitio intermedio antes de asentarse definitivamente en la ciudad más caribeña de USA. Cree que en el hecho mismo de la caribeñidad de esta urbe estadounidense puede hallarse la respuesta.
“No sé por qué mi familia emigró para acá, pero cuando yo nací ya mi familia tenía una casa aquí, estable. Nueva York es un sitio brutal porque la gente dominicana vive en el Bronx o en Washington con muchas gangas y son muy territoriales, y si me hubiera criado ahí estaría peor que ahora, metido en problemas. Cuando era chamaquito estábamos bien, pero no teníamos mucho dinero y mamá me preguntaba qué quería de comer y siempre me hacía plátano con huevo de desayuno y arroz con salchicha o arroz con guandules, pollo guisado o mangú —el plato típico dominicano— para el almuerzo”.
Según la web de los abogados Morgan and Morgan, se calcula que en los Estados Unidos hay casi dos millones de dominicanos (lo que representa más de un 3% de la población total de este país). La mayoría de estos dominicanos llegó a Estados Unidos después de 1990. Casi todos los dominicanos viven en el Noreste de los Estados Unidos. La mitad vive en Nueva York. Más de 200 mil viven en el estado de la Florida. Y unos 70 mil (2.5% de la población) en el Área Metropolitana de Miami. Y esta cifra sigue en aumento con muchos dominicanos en Miami y su área metropolitana. Añade la web que esta ciudad famosa por ser el centro de la comunidad hispana en EEUU, tiene su barrio dominicano, hasta ahora conocido como Allapattah, nombre que significa cocodrilo en su derivación de la palabra del idioma indio Seminole. La historia lo recoge como un espacio poblado a partir de 1856 con la llegada de William P. Wagner, el primer colono permanente estadounidense blanco documentado. Proveniente de Charleston, Carolina del Sur, el hombre estableció una granja en una hamaca a lo largo de Miami Rock Ridge, donde actualmente se encuentra la Escuela Secundaria Miami Jackson.
Todo aquello ha quedado en una historia poco reconocible gracias a sucesivos repoblamientos, primero con personas de origen afro, luego con latinos, hasta el punto de que el gobierno de Miami ha considerado cambiarle el nombre del barrio a “Pequeño Santo Domingo”, como su homóloga “Pequeña Habana”.
Más allá de que en el barrio dominicano se consiga casi todo lo existente en la capital dominicana, desde chocolate Embajador hasta Mamajuana y licor Menta de Guardia, sigue siendo una zona mejor conocida por las mafias, las riñas, la violencia y las drogas. “Hoy, pese al estigma que aún persiste, la comunidad dominicana la ha transformado en un área familiar. Convirtiendo en ambiente en una atmósfera caribeña llena de mucha alegría”, se lee en la web de los abogados Morgan.
Asimismo, la página de Facebook Dominicanos Unidos en Miami explica que “nuestra comunidad virtual es un espacio para descubrirnos, conocernos y acercarnos a través de la interacción directa entre nacionales y personas de todos los rincones del planeta, en un entorno de respeto mutuo y camaradería”.
Es fácil, detalla Duwon, ver el Caribe aquí, especialmente en la comida. “Los restaurantes caribeños y latinos abundan aquí y cada cual pone su bandera. Hay un camión dominicano en cualquier esquina”, dice mientras el Mercedes Benz hace una izquierda en la famosa Calle 8, punto neurálgico de la Pequeña Habana miamense.
Donde trabaja se vende comida internacional, pero él disfruta especialmente preparar platillos que le recuerdan sus orígenes. Por eso, si le dieran a escoger, permanecería en la parrilla, poniendo carnes de vuelta y vuelta, pero también haría el delicioso mangú que le enseñó a cocinar su abuela. Se trata de un puré hecho a base de vianda, por lo general plátano hervido, que luego se aplasta o muele. Suelen acompañarlo con cebollas sofritas en aceite y vinagre, así como salami, queso blanco frito y ocasionalmente aguacate. Es típico también de Puerto Rico y Ecuador. No obstante, la tradición de moler el plátano hervido se asocia a El Congo: al Caribe deben haberlo traído, primero a la fuerza y luego como resistencia cultural, los primeros hombres y mujeres negros esclavizados. Mangusi, la palabra primigenia, se refería a una raíz vegetal hervida y hecha puré.
La leyenda popular, sin que se pueda corroborar su veracidad, también une el mangú a la existencia de Duwon: se le atribuye a la primera invasión norteamericana (1916-1924) a República Dominicana el surgimiento de esta palabra, que derivaría de un extranjerismo. “Man, (this is) good!”, (¡hombre, esto es bueno¡), expresión que habrían adaptado los dominicanos —no angloparlantes— como mangú a secas.
Del Caribe pervive en el joven “tigre” su risa, su costumbre de llegar a casa del amigo sin avisarle, de querer tomar prestada la cocina para hacer algo.
“El Caribe soy yo. Yo soy un tigre y eso viene en sangre. Tenemos un modo de ser, no nos importa ni apena nada; decimos lo que queremos, tenemos mucha confianza”.
Los que lo ven, no obstante, no lo asocian con Dominicana a primera vista.
“Cuando yo vivía en Homestead había un barber shop que era puro dominicano y entro ahí y me empiezan a cortar el pelo y piensan que yo soy un nigga americano hasta que les digo: Manín, yo soy de Santo Domingo, yo soy tigre. Quedaron asombrados”, recuerda.
Lo que narra ahora con orgullo, bien pudo no ocurrir porque a él no le gustaba hablar español. “Pensaba que no era importante. Cuando tenía como 11 años yo sabía hablarlo pero no me gustaba y había una señora colombiana que empezó a cuidarme. Ella solo hablaba español, así que tenía que hablar con ella”.
Otra motivación mayor llegaría después para que Duwon intentase mejorar su pronunciación. “Mi hermano, hijo de mis padrinos, me dijo un día: ya no me sirve el rap, me sirve el reguetón. Plan B, Wisin y Yandel, Alexis y Fido, J Balvin, Maluma. Entonces me entró el español por la música. Me ayudó para pronunciar algunas palabras”, dice. Aunque especifica que ahora su español es más colombiano paisa que dominicano.
Tanto es así que Duwon llegó a ir a Medellín, Colombia, junto a quien le dice hermano por ser el hijo de sus padrinos. La influencia de este hermano también lo impulsó a conocer otra nación caribeña, aunque el motivo fue distinto. El hermano tiene un Ministerio religioso juvenil y una vez que el Papa anunció su gira latinoamericana ellos, los llamados Soldados de la Misericordia, decidieron ir a Panamá a ver y escuchar al Papa.
La prensa del Vaticano describió que alrededor de 2000 fieles y peregrinos se dieron cita en el Aeropuerto Internacional de Tocumen de Ciudad de Panamá para recibir al Papa Francisco: una visita muy esperada por gran parte del pueblo panameño, que desde hace más de un año atrás se prepara para ser sede de la 34 edición de la Jornada Mundial de la Juventud.
En la ciudad de Panamá estuvo Duwon. Nadie se lo contó. Para Duwon no están reñidas la diversión y la fe.
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Son casi las doce de la noche de otro día de mayo cuando Duwon abre la puerta de su casa en Kendall, Miami. Está agotado. No solo por la jornada laboral, sino porque el encuentro de esta noche no fue especialmente para fumar ni para mostrar un carro ni para janguear. Había, en el carro, una periodista cubana, conocida de su amigo, también cubano, haciéndole toda clase de preguntas y eso nunca le había sucedido. Nunca había contado sobre la muerte de su madre a los cinco días de él haber nacido. Mucho menos había mostrado el documento doblado y vuelto a doblar hasta hacerlo caber en la billetera: el acta de nacimiento. Su batería está agotada. Ahora pondrá a cargar el móvil para enviar las fotos que acompañarán su historia: en tierra colombiana oyendo y bailando reguetón; en Panamá acompañando al Papa desde la fe; en Miami en su trabajo en la cocina de un restaurante o fumando de una pipa con su amigo cubano. Sigue teniendo con esta, su historia, una deuda: poner los pies en la República Dominicana que le enseñó su abuela. Es uno de sus grandes sueños.
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El Caribe, aquí, ahora.Una serie de historias elaboradas por la Cuarta generación de la Red Latinoamericana de Jóvenes Periodistas para generar conversación con la región insular usualmente olvidada en los grandes temas latinoamericanos a través de personajes y situaciones que permitan delinear una vinculación más profunda.
Ilustraciones: Alma Ríos.