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David Alfredo Escalona es un migrante venezolano que, a pesar de todo, sigue firme en su  ilusión de conseguir trabajo en Colombia (donde vive), en Perú, o en cualquier otra parte del mundo, todo para sacar adelante a su madre y a sus dos hijos.


Texto: Betty Zambrano

 

David Alfredo Escalona quisiera morir de un solo golpe, sin dolor, y decir de una vez: “se acabó”, pero mientras eso sucede sigue firme con la ilusión de conseguir trabajo en María La Baja, en Perú o “en cualquier parte del mundo, donde sea”.

La ilusión de conseguir un trabajo estable nace de una razón de peso: la de ayudar a su madre, Agustina Angulo, antes de que se haga realidad su miedo de no encontrarla con vida cuando regrese a Venezuela. Él vive desde hace dos años en María La Baja, en el departamento de Bolívar, en Colombia, en una pequeña finca rodeada por palos de coco, dividida a la mitad por un arroyo de agua dulce y donde extrañamente no hay gallinas ni patos ni siembras, solo paisajes verdes y atardeceres oscuros. 

David llegó a esta finca desahuciado, recomendado de buena fe por un conocido. Desde entonces acompaña a Norbertina Zabaleta, una mujer alta y gorda que se ha quedado sola en ese pedazo de tierra a la espera de que sus hijos vuelvan de las capitales a visitarla. Ella le da comida a cambio de que la acompañe y de que abra bien los ojos si escucha a los perros ladrar. En ocasiones le ha pagado por acomodar la cerca, cortar el monte o hacer huecos en la tierra. 

David es un hombre tímido de 33 años. Mide 1.63 metros y lleva puesto una camiseta azul y una mochona(1) de tela con letras descoloridas. Desde 2019 hasta hoy le ha tocado conformarse con oficios de un día o medio día, oficios que aparecen hoy pero no se sabe mañana. No le gusta mirar a los ojos. 

Antes de responder mis preguntas se queda en silencio, mirando a un lado. Se quita la gorra y la pone sobre sus piernas. Escucho su voz tranquila y bajita, con un acento guardado que delata su nacionalidad. “Quiero generar plata, pero sin hacerle mal a nadie. Yo no soy una persona que piensa: ‘mira, le voy a robar a fulano”, dice y vuelve a ponerse la gorra.

David nació en Valencia, en el Estado venezolano de Carabobo, en 1990. Se crió en el barrio Zapapera jugando caimanera(2) y luego béisbol en un solar grande que quedaba detrás de su casa. Allí estudió la primaria y la secundaria. A los 20 años realizó un curso de Soldadura Microway, a pesar de que quería ser Guardia Nacional. “Me gustaba por el uniforme, el armamento y la autoridad”, dice. 

A los 21 se fue a prestar servicio militar en la Infantería Marina. El último trabajo que tuvo en su país fue en 2018, como vigilante de la ferretería Longonca, en la zona industrial de Valencia. Pero renunció. Los 300 bolívares soberanos que recibía como sueldo ya no le alcanzaban para llevar el arroz, la harina y la pasta a su casa.

Desde que empezó la crisis económica en Venezuela, le tocó hacer cosas que nunca pensó hacer. Entre ellas robar por hambre, escarbar comida en la basura, dormir en un parque. De tanto darle vueltas al asunto, decidió salir de Valencia rumbo a María La Baja, en Colombia, donde lo esperaba Alejandra Rodríguez, en ese entonces su mujer.

Para el Estado venezolano, abandonar el país es una traición a la patria, pero para él, sin importar las consecuencias, es ayudar a su mamá, es resurgir y recuperar todo lo perdido. En el pasado, en su casa no hacía falta nada. Su padre, Wilfrido Escalona -quien murió por desnutrición en una cama en Valencia cuando comenzaron en Venezuela la crisis y el bachaqueo, esas filas largas para entrar al supermercado- lo consentía por ser su segundo y último hijo. Si quería un carro, si quería ropa, si quería cualquier cosa…

“Yo me imaginaba: ‘llego, busco trabajo, compro ropa, le envió dinero a mi mamá y me arreglo, pero mira, a veces uno piensa una cosa y sale otra”.

David salió de su casa con un  millón de soberanos que había reunido meses antes vendiendo los repuestos de un carro que no servía y negociando una manguera industrial que era de su papá. Primero tomó un autobús de Valencia a Maracaibo, luego otro transporte hasta las trochas de La Guajira. “El autobús nos dejó antes de cruzar la frontera, después de la última alcabala de los guardias de Venezuela”, recuerda. 

Fueron 20 minutos lo que duró su paso por las trochas. Dice que eran caminos largos, limpios, acompañados de árboles altos. “A la orilla de los caminos había hombres  armados. Yo decía: ‘Dios mío, ya quiero salir de aquí”. 

De La Guajira tomó un bus a Barranquilla. Cuando llegó a Cartagena  ya no tenía un peso, ni venezolano ni colombiano. Llegó a María la Baja con cuatro mil pesos que alcanzó a reunir en la terminal de transporte y otros tres mil que pidió cuando se encontraba dentro del carro. “No sabía cuántos eran mil ni cuántos eran cinco mil. Yo solamente quería llegar”.

En María La Baja, dice, estaba “más alegre que un niño comiendo moco”(3). Se sentía contento porque era un nuevo comienzo para él. Podía trabajar y estar bien, aunque extrañaba a sus amistades, su casa, su cama y todas las cosas baratas de su país. Tampoco imaginó nunca que un plato de arroz con frijoles, carne y jugo podrían convertirse en un lujo mezclado con tristeza. Ahora, mientras tiene un plato de comida en sus manos, se pregunta: “¿Qué estoy haciendo? Me estoy dando un lujo aquí cuando no sé lo que están comiendo allá”. 

Sin embargo, sus ganas de encontrar trabajo se han convertido en una ilusión. A veces, mientras habla, se quita sus chancletas negras desgastadas. Mueve sus manos y suena los dedos sobre la mesa, como queriendo mostrar su desesperación. Tiene dos años sin ir a una fiesta, extraña a su hijo, Naiker Alfredo Escalona, que está en Bogotá, con su mamá, y piensa en su bebé, Elinys Isabel, que vive en Monte Carlos, un barrio polvoriento de María La Baja. Me dice: “Yo puedo aguantar, pero mi hija  de nueve meses no, y ahora la cosa la tengo color de hormiga”.

Por la noche, todavía sin mirarme a los ojos, me dice: “Si no tengo un cigarrillo, no duermo, me la paso pensando. Me guardo la tristeza, la rabia, y me digo que me voy a volver loco si sigo así”. Su consuelo y su desahogo están en los cigarrillos. Fuma todas las noches, algunos durante el día. Lo relajan y hacen que deje de pensar. Por la mañana camina por aquí, por allá, y se va a la finca de enfrente para huir de las preocupaciones, que antes se le aparecían en la soledad de su cuarto de paredes de plástico.

Lleva cuatro meses que no le envía dinero a su mamá en Venezuela y días en los que no escucha su voz. Cuando le pregunto cuál es su recuerdo más feliz, me dice “wao” y se queda unos segundos en silencio. “La sonrisa de mi madre, la sonrisa de mi madre cuando [ella y mi papá] estaban gordísimos”, responde.

David quiere volver a Venezuela, pero no para quedarse. Solo quiere ver a su madre, traerla a Colombia y pensar que todo va pasar. Pero se queda en silencio y dice: “Tengo que buscar nuevos horizontes, porque aquí no estoy haciendo nada”.

 

(1) Pantalón de tela corto.

 (2) Competición deportiva informal, de barrio, usualmente de béisbol, softbol o fútbol.

(3) Frase coloquial venezolana.

 
Diseño de portada: Rocío Rojas
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