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El anhelo de volver a ver a su hijo de dos años motiva a Mirna a sortear todos los atropellos que ha vivido en México. Aún mantiene la esperanza de llegar a Estados Unidos para darle una vida mejor y alejarlo de la violencia de las pandillas de su natal Honduras.


Texto: Perla Miranda y Astrid Rivera

Fotos: Perla Miranda

 

Tierra tan sólo. Tierra.

Tierra para los manteles estremecidos,

para la pupila viciosa de nube,

para las heridas recientes y el húmedo pensamiento.

Tierra para todo lo que huye de la Tierra.

Federico García Lorca

 

La lidocaína apenas hizo efecto, la enfermera roció dos veces, pero Mirna sintió como una aguja atravesó el tejido de su cabeza, apretó los puños y cerró los ojos, pensó en su hijo. El dolor la obligó a pedir más de ese spray, no fue suficiente. “Me cosieron en vivo, dolió mucho”, recordó.

En la sala de espera del Hospital General de Tapachula se creyó afortunada porque esta vez la atendieron, no importó que fuera de Honduras, una migrante más entre miles que están varados en la Frontera Sur de México, valió más llegar acompañada del policía de tránsito que horas atrás la atropelló.

–¿Fue el policía, él la aventó? –preguntó una enfermera.

–Sí, pero va a pagar la medicina, y ahora sí me recibieron acá, eso ya es algo –contestó la joven hondureña.

En un cuarto de hotel de no más de seis metros cuadrados, que comparte con dos migrantes más, Mirna pasa su convalecencia, trata de moverse lo menos posible porque su cuerpo aún resiente los golpes que sufrió. 

A su costado están apiladas las cajas de pregabalina, paracetamol, ketorolaco, omeprazol y dos tubos de pomadas, fármacos que le prescribieron en el hospital para paliar el dolor y que debe tomar por al menos dos semanas. Con timidez enseña su receta y recuerda los maltratos que ha recibido por parte del sector salud desde que llegó a México, en octubre de 2018.

Mirna llegó a Tapachula en 2018. Desde entonces ha sufrido dos negligencias médicas.

La primera vez fue en diciembre de ese año, su hijo de dos años con quien intentó cruzar a Estados Unidos, huyendo de la violencia y la falta de trabajo enfermó. “Eran unas calenturas, que mi niño temblaba”, ante las mejillas chapeadas del menor y su cuerpo caliente, lo llevó al Centro de Salud 5 de febrero, eran las tres de la madrugada y hasta las seis le dijeron que posiblemente lo atenderían.

Las horas pasaban, amaneció, dieron las once de la mañana y Mirna todavía cargaba a su hijo, lo primero que le preguntaron fue de qué nacionalidad era, cuánto tiempo tenía en Tapachula y si ya contaba con su constancia de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR).

–Va a tener que esperar más, porque no cuenta con los documentos de refugio –comentó la trabajadora social que se acercó a la caseta en la que esperaban, al menos quince migrantes, por atención sanitaria.

–¡Pero ya son las 11, mi niño está muy caliente! Lo primero que ven es que somos migrantes y que venimos a molestar, pero tenemos derechos, somos seres humanos – replicó la madre de familia.

Hasta las 14:00 horas atendieron al menor de edad, los médicos afirmaron que era gripa y recetaron paracetamol y antigripales. Al siguiente día, el niño tuvo una hemorragia en la nariz, la fiebre no cedió y además le dolía la cabeza.

De regreso en el Centro de Salud 5 de febrero, le dijeron a Mirna que llevara a su hijo a Ciudad Hidalgo, porque se veía grave y ahí no lo podían atender.

En un centro de salud de la ciudad vecina, que se ubica a 40 minutos, en auto, de Tapachula, Mirna supo que su hijo tenía dengue hemorrágico; permaneció dos semanas internado. Pero eso no fue lo peor, sino que en COMAR les negaron la constancia de refugiados, una vez que dieron de alta a su niño, optó por regresarlo a Honduras.

–Se va a ir con su abuela, yo voy a trabajar y trataré de llegar al otro lado para mandarles dinero. Pórtese bien y no olvide que su mamá lo ama –le dijo Mirna a su pequeño que no entendió lo que pasó, pero abrazó a su mamá.

Mientras recuerda el momento en el que tuvo que separarse de su hijo, Mirna se lleva las manos a la cabeza, se tapa los ojos enrojecidos. Guarda una pausa para continuar con su relato.

“Mi mamá dice que he tenido mala suerte desde que me vine a México, me dice que regrese, pero en Honduras están las pandillas, no lo dejan trabajar a uno, allá uno no se supera, si tiene un trabajito, llegan los mareros y le cobran el impuesto de guerra y si no lo das, lo matan, no puede poner un negocio uno, se puede trabajar en campo pero se gana poco, muy poco, me duele el corazón de estar lejos de mi hijo, pero es lo mejor, por su futuro”, dijo con convicción la mujer de 30 años.

***

A decir del activista y fundador del Centro de Dignificación Humana, Luis García Villagrán, las migrantes hondureñas son el grupo más vulnerable por las condiciones de su éxodo.

“Hasta marzo de 2021, la COMAR en su página oficial establece 17 mil solicitudes de migrantes nada más de Honduras, que para nosotros es el grupo más vulnerable, por las condiciones de la migración forzada de estas mujeres, su situación es bastante deplorable, crítica, no tienen acceso a nada, salud, educación, a nada, y a veces optan por regresar a su país, donde están regresando literalmente a la muerte, es irse a entregar a la pandilla, a la desgracia, a la pobreza, ellas perdieron todo, lo que tienen puesto es lo que tienen actualmente, no tienen nada más”, comentó.

La precaria atención que recibió su hijo cuando enfermó no fue la última negligencia a la que Mirna se tuvo que enfrentar. En junio de 2019, tras ser víctima de abuso sexual, acudió al Hospital General de Tapachula, en busca de atención médica, pero no le realizaron ningún tipo de revisión que constatara la violación y mucho menos pruebas para detectar alguna enfermedad de transmisión sexual, como señala el protocolo sanitario en estos casos.

La joven caminaba por las calles de Tapachula cuando sintió que la jalaron para meterla a un auto donde le taparon el rostro; sin embargo pudo escuchar las voces de varios hombres quienes perpetraron el ataque. Una vez que la bajaron del carro, fue hacia la panadería donde trabajaba para contarle a sus jefes lo que le había pasado. No le creyeron y le preguntaron si no tenía un “noviecito”.

Una vez más Mirna se tapa el rostro, toma un pañuelo para limpiar sus ojos, conforme avanza su relato, va disminuyendo el volumen de su voz, con señas y gestos explica que no quiere que su compañero de cuarto –quien permanece acostado en la cama de enfrente escuche lo que le pasó.

“Iba caminando normal, fui a dejar el pan que vendía y luego sentí que me pusieron una pistola, me aventaron a un carro y me violaron, fue algo muy feo, después me pusieron un pasamontañas y me dijeron que no viera atrás, me aventaron. Caminé a la panadería y me quedé llorando como media hora, la señora me preguntó que pasó, pero no me creyó”.

–Qué cree, que me violaron, me siento muy mal, necesito un abrazo –le contó.

Pero la dueña de la panadería le respondió: “Tal vez tiene a su noviecito y se enojaron, pero es normal”. En lugar de apoyo de su jefa, lo único que recibió la joven fue que la despidieran.

Mirna buscó apoyo de un abogado, incluso interpuso una denuncia, por eso la enviaron al Hospital General de Tapachula, pero al llegar al centro de salud solo le dieron una pastilla anticonceptiva de emergencia y la dieron de alta.

“No me revisaron, me recetaron medicamentos, que me los tomara ahí mismo, me tuvieron ahí, y al día siguiente me dieron de alta, no me hicieron un estudio ni nada en la parte, solo me miraron y ya, después una amiga me estuvo curando, me pusieron crema y todo, costó mucho curarme, pero nada más”.

La falta de acceso a la salud se ha convertido en algo cotidiano para Mirna, después de la agresión sexual no pisó un centro de salud hasta marzo de 2020, luego de que un policía de tránsito no hiciera caso al semáforo rojo y la aventara.

Después de las seis puntadas que le hicieron en la parte trasera de su cabeza, el policía le dijo a Mirna que se haría cargo de los medicamentos, también le proporcionó un teléfono para que en caso de necesitar algo, se le apoyara.

A pesar de tener moretones por todo el cuerpo y la punzada por las costuras de su cabeza, Mirna no dejó de pensar en que los cinco días que le mandaron de reposo serían insuficientes para recuperarse; pero no podría, porque su prioridad es trabajar, juntar para pagar la renta de mil pesos del cuarto donde duerme y poder enviar dinero a su hijo en Honduras.

“Trabajo como barrendera, es un apoyo del gobierno y un trabajo honrado, pero ahora no sé qué haré, aquí es difícil para los hondureños, si pedimos trabajo, nos asocian con la delincuencia, es injusto porque soy trabajadora, nunca agarro un quinto que no sea mío, ahora mi única esperanza es conseguir la permanencia y tener un trabajo con más paga, y en un futuro subir para el otro lado”.

García Villagrán afirmó que las mujeres hondureñas son las más discriminadas a la hora de buscar un empleo, se les asocia con violencia o con trabajos en cantinas.Lamentó que en México, en especial en la Frontera Sur, la xenofobia sea una forma de vida.

“Las mujeres hondureñas son reconocidas en esta región del país como ficheras, llega una compañera a pedir trabajo en una zapatería y le preguntan de dónde es, si contesta que de Honduras, la mandan a conseguir trabajo en una cantina. Es deplorable, yo no he visto en ninguna parte de México, un lugar tan xenofóbico como en esta parte del país, aquí el estigma es demasiado”, comentó.

A pesar de las condiciones en las que Mirna habita la ciudad de Tapachula, no está entre sus planes regresar a su país, sólo lo haría para ir por su hijo. Mueve las cajas de sus medicinas para tomar su celular, muestra una foto de su hijo que le envió días atrás su madre. Por largo rato mira la pantalla en silencio, con una sonrisa asegura que algún día volverá a reunirse con su pequeño.

“Tal vez para ver a mi hijo, pero allá no hay manera de hacer una vida, aquí es difícil, pero allá es imposible, o te matan o te secuestran, o te meten a la pandilla, debo echarle ganas para sacar a mi hijo de ahí, él debe ser feliz y tener una mejor vida”.

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