Fotografía: Melisa Rabanales de la Roca

Hijo de la guerra interna y del Barrio 18, a Agustín Coroy le quedan el “Little” como apodo y algunas esquirlas de granada en su ojo derecho. Por eso ve solo la mitad. También, tatuados en el tobillo, resistiéndose al láser que los quiso eliminar, quedan los nombres de dos de sus carnales, niños asesinados extrajudicialmente por la policía. 

Hace más de 10 años que Agustín no volvió a la pandilla. La mariguana la cambió por oraciones, todos los días: en la mañana y en la noche. Y las armas ahora son palabras. Le gusta conversar, contar su historia, la de su familia de sangre, y la que lo acogió por tantos años, su pandilla. 

No se ha ido del Mezquital, una de las zonas más violentas de Guatemala, porque es su forma de recompensarlo. Y aunque ahora estudia criminología, da charlas a jóvenes y trabaja en un programa de prevención de la violencia, hay heridas que aún duelen. 

Antes de despedirse le da un quetzal a un niño que las hace de payaso en el semáforo. “En este país hay talento, pero no oportunidad” dice, mientras espera a la camioneta que lo llevará a su próximo destino.