Sucede siempre del mismo modo: cada vez que Baldo Verdú está a punto de tomar la guitarra, saca las pulseras y plumillas de colores que lleva en el bolsillo trasero y las suelta, como si necesitara liberarse de ese peso antes de empezar a tocar.
La onda sonora pasa primero por su cuerpo: infla, alarga y encorva su metro ochenta de altura, sin contar el afro. Baldo exprime el groove de las cuerdas y pasea el beat de su canción Kareliona con la misma soltura con la que hacía repicar la tambora en las parrandas familiares en Caracas.
La imagen justifica el lema: “Yo no escogí la música, ella me escogió a mí”, dice Baldo.
Desde hace cinco años, Londres lo ha visto sostener ese ritmo en la suela de sus zapatos, aplastarlo contra el piso hasta hacerlo un charco de funk. Esta ciudad ha sido el escenario donde ha ido construyendo un discurso propio que guarda la cadencia de la voces de sus tíos, el imaginario mágico de las décimas y las fulías y el trote de los tambores de la región de Barlovento, cuando aún había casa y cuando el tiempo se contaba a partir de versos.